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        Argentina: La lucha continúa 
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Eugenio Zaffaroni 
La protesta social, un derecho legítimo de los ciudadanos 
Primera fuente 
'Si en una comunidad no se atienden necesidades elementales de alimentación 
ni sanitarias, si peligran vidas humanas, si no se previene o detiene la 
contaminación del agua potable o la desnutrición está a punto de causar estragos 
irreversibles, si la comunidad está aislada y las autoridades no responden a las 
peticiones, no será lícito destruir la sede del municipio, pero estaría 
justificado que con un corte de ruta se llame la atención pública y de las 
autoridades', señaló el ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, 
Eugenio Zaffaroni, en su discurso sobre 'Criminalización de la protesta social' 
que dio en la Facultad de Derecho de la UBA. A continuación el texto completo al 
que accedió en forma exclusiva PRIMERAFUENTE.
1. Delimitación del fenómeno
En los últimos lustros y como consecuencia de la crisis del modelo de estado 
social (de bienestar o providente) que padece el mundo por las imposiciones de 
un creciente autoritarismo económico planetario montado sobre la globalización 
(y en ocasiones confundido con ella), se producen protestas o reclamos públicos 
de derechos, que asumen diferentes formas generadoras de situaciones 
conflictivas de dispar intensidad. En nuestro medio han llamado especialmente la 
atención los reclamos mediante cortes de rutas y las manifestaciones y reuniones 
públicas que obstaculizan el tránsito vehicular.
Aunque suele considerarse que se trata de un fenómeno nuevo, el reclamo de 
derechos por vías no institucionales y en ocasiones en los límites de la 
legalidad, dista muchísimo de ser una novedad. Por un lado, puede afirmarse que 
es una aspiración de todo estado de derecho lograr que sus instituciones sean 
tan perfectas que no sea necesario a nadie acudir a vías no institucionales para 
obtener satisfacción a sus reclamos; por otro, la misma aspiración parecen tener 
todos los ciudadanos que reclaman por derechos real o supuestamente no 
satisfechos. Pero como en la realidad histórica y en la presente, por cierto, 
los estados de derecho no son perfectos, nunca alcanzan el nivel del modelo 
ideal que los orienta, de modo que ni el estado ni los ciudadanos logran ver 
realizada la aspiración a que todos sus reclamos sean canalizables por vías 
institucionales.
Por otra parte, por lo general, los ciudadanos tampoco pretenden optar por 
caminos no institucionales para obtener los derechos que reclaman, sino que 
eligen éstos sólo para habilitar el funcionamiento institucional, o sea, que en 
definitiva reclaman que las instituciones operen conforme a sus fines 
manifiestos.
En la Argentina, especialmente los constitucionalistas y los organismos no 
gubernamentales que trabajaron el tema, han llamado derecho a la protesta social 
al que se ejercería con esta modalidad de reclamo, y al fenómeno de su represión 
criminalización de la protesta social. La denominación resulta bastante adecuada 
y, además, pese a ser reciente, está ya consagrada e individualiza bastante bien 
la cuestión. Se justifica una denominación diferente, pues si bien en algunos 
puntos se superpone con otras formas de reclamo conocidas en el país o en el 
mundo, se distingue bastante de ellas y también es necesario diferenciarlas para 
acotar adecuadamente el campo de análisis.
En principio, debe distinguirse nítidamente del derecho de resistencia al 
usurpador, explícitamente reconocido por la Constitución Nacional a todos los 
ciudadanos, pues la protesta se ejerce en el marco del estado de derecho y con 
autoridades legítimamente electas. Tampoco se trata del derecho de resistencia 
al soberano que nos remontaría al debate contractualista entre Hobbes y Locke, 
pues éste se ejerce para derrocar al opresor, o bien -según se entienda-, a 
quien ha dejado de ser soberano por traicionar su mandato y se ha convertido en 
opresor, o sea, que la resistencia al soberano es, en definitiva, un derecho a 
la revolución. La protesta social corriente en nuestro medio no pretende 
derrocar a ningún gobierno. Ni siquiera en algún caso muy excepcional -que ha 
dado lugar a intervención federal- se propuso desconocer el estado de derecho, 
sino provocar el funcionamiento de sus instituciones federales para que sean 
éstas las que reemplacen al gobierno local. Aún para quienes simpatizan 
profundamente con Hobbes no les sería lícito invocarlo para criminalizar la 
protesta social, pues no puede argumentarse que ésta pretenda en modo alguno 
reintroducir el bellum omnium contra omnes.
Aunque en ocasiones puede superponerse con algunas manifestaciones de la llamada 
desobediencia civil, cuyos representantes más notables serían Thoreau, Gandhi y 
Luther King, lo cierto es que no se identifica -o aún no se identifica- del todo 
con ella. En la desobediencia civil, los protagonistas enfrentan al estado 
desobedeciendo y por lo general aceptan las consecuencias, porque éstas se 
convierten en bandera y publicidad de las injusticias que padecen. No siempre 
-ni mucho menos- en las protestas sociales se busca afrontar las consecuencias 
para evidenciar las injusticias, sino que se persiguen soluciones a los 
conflictos mediante la intervención de las propias autoridades. La protesta 
misma es la forma de llamar la atención pública y de las autoridades sobre el 
conflicto o las necesidades cuya satisfacción se reclama. La desobediencia civil 
responde a una táctica de no violencia fuertemente disciplinada, entre cuyos 
principios es elemental no sólo no usar la violencia, sino extremar el cuidado 
para que nada pueda interpretarse maliciosamente o proyectarse públicamente como 
uso de la violencia, marginando rápida y cuidadosamente a cualquier exaltado, 
provocador o infiltrado. Cuando esta regla no es observada tan rigurosamente, la 
no violencia se combina con algún esporádico acto más o menos violento o con 
apariencias de tal, dando lugar a la resistencia civil, que puede tener éxito 
puntualmente, pero que no es la forma adecuada para movimientos de mayor alcance 
en el tiempo.
El modo en que se desarrolla la protesta social en nuestro medio, puede decirse 
que se va desplazando de la resistencia hacia la desobediencia, aunque su 
progresivo corrimiento -y en ocasiones su identificación con la desobediencia- 
diste aún de importar la asunción e introyección de todas sus técnicas y reglas 
por parte de todos los protagonistas. Es natural que, en un país cuya historia 
oficial siempre ha glorificado las acciones violentas y que, además, desde hace 
muchos años no conocía necesidades producidas por la violación de derechos 
sociales básicos, pues el estado de bienestar había logrado un grado respetable 
de desarrollo (inferior por cierto a los países industrializados, pero por 
momentos cercano a éstos), no haya un profundo convencimiento del poder de la no 
violencia y mucho menos, por cierto, una práctica no violenta internalizada, con 
el grado de organización y disciplina que demanda.
De cualquier modo, lo cierto es que la protesta social argentina, fuera de actos 
aislados, no asume en general formas violentas y, aún más, podría decirse que 
existe una relación inversa entre violencia y organización (menor violencia 
cuanto mayor organización de la protesta), lo que es explicable, pues de lo 
contrario los organizadores incurrirían en una táctica que estratégicamente 
acabaría siendo suicida.
Es natural que, donde la cultura de la no violencia no se ha extendido 
suficientemente, las primeras manifestaciones de protesta social sean 
inorgánicas y, por ende, puedan sufrir la intervención de exaltados, sin contar 
con que, cuando se expresa masivamente y con escasa organización, también puede 
padecer la consabida infiltración táctica de provocadores orientada a justificar 
la represión. A medida que la protesta asume formas más orgánicas, también es 
sabido que va depurando su táctica y separándose cuidadosamente de otras 
manifestaciones ocasionales que usan la violencia y lamentando estallidos 
inorgánicos que le son ajenos y que corren el riesgo de contaminar su propia 
lucha.
Pero lo cierto es que de momento la protesta social más o menos organizada no 
conoce por completo la táctica de la no violencia y, como consecuencia, incurre 
en ocasiones en errores que conspiran contra sus propios fines, pues neutraliza 
la publicidad que busca. De cualquier manera es necesario precisar que estas 
pocas contradicciones -como con frecuencia sucede frente a reclamos de derechos 
sociales- suelen ser magnificadas al extremo por quienes deslegitiman los 
reclamos y propugnan la represión indiscriminada de cualquier protesta social, 
pese a que la magnitud de la violencia contradictoriamente practicada no sea ni 
remotamente comparable con el grado de las violencias a las que históricamente 
se ha sometido a quienes protestaron, las que, como es de público y notorio, se 
han traducido en múltiples homicidios y todo género a arbitrariedades y 
maltratos.
Pero, desafortunadamente, todos los movimientos deben hacer su propia 
experiencia, que no siempre es susceptible de reemplazarse por completo con el 
consejo o experiencia ajena -o la de los propios protagonistas de otros 
reclamos-, de modo que, casi inevitablemente, su propia supervivencia está 
supeditada a que asuma las tácticas que en el mundo han sido propias de la 
desobediencia civil o terminen disolviéndose por efecto de sus propios errores. 
Como no desaparecerán las necesidades tan rápidamente como es deseable, el 
espacio de la protesta seguirá abierto y, seguramente, se disolverán las 
organizaciones que no asuman la progresiva identificación con la desobediencia 
civil y subsistirán las que sigan avanzando hasta completarla. En tanto, los 
problemas jurídicos que plantea la protesta continuarán abiertos y será menester 
profundizar el análisis en el campo del derecho, donde no existen soluciones 
simplistas, dada la pluralidad de situaciones que se generan, particularmente 
mientras se opera o completa la señalada transición.
Si bien desde el derecho constitucional han sido varias las voces que se alzaron 
para el reconocimiento del derecho de protesta, casi no ha habido hasta el 
momento respuestas desde la dogmática jurídico penal. La complejidad de 
hipótesis y casos es considerable y no podemos agotarla en este breve trabajo, 
pero creemos necesario recordar las categorías de la teoría del delito y 
ponerlas en relación con el problema, para orientar el enfoque de los casos 
particulares, sin caer en el casuismo y sólo para destacar la necesidad de 
investigaciones más particularizadas. Simplemente nos limitaremos a señalar los 
temas sobre los que es menester reflexionar conforme a las tradicionales 
categorías de la teoría del delito.
No dudamos de la existencia de un derecho a la protesta y en tal sentido 
coincidimos con los trabajos de los constitucionalistas. No obstante, con este 
reconocimiento elemental avanzamos muy poco, especialmente cuando, de inmediato, 
se cae en la invocación de la gastada argumentación de que no existen derechos 
absolutos y con ello queda todo en una nebulosa que abre un espacio enorme para 
la arbitrariedad. Es claro que no cualquiera que sufre una injusticia puede 
interrumpir una calle o una ruta y menos aún dañar la propiedad ajena o incurrir 
en ilícitos mayores. Si esta obviedad quiere expresarse con la llamada 
inexistencia de derechos absolutos, nos parece que la expresión es técnicamente 
defectuosa: lo correcto sería decir que si bien toda persona que sufre una 
injusticia tiene derecho de protesta, éste no la habilita a ejercerlo siempre de 
igual modo ni en la misma medida. Pero una obviedad no satisface ningún rigor 
jurídico elemental para resolver casos particulares, cuando lo que se pregunta 
es justamente en qué medida y forma es jurídicamente admisible que ejerza el 
derecho de protesta, según las particularidades del caso.
2. La protesta no institucional
El reconocimiento del derecho de protesta social dependerá de la respuesta que 
se dé a la pregunta acerca de si un estado de derecho debe aceptar reclamos por 
vía no institucional. Cabe entender que debe optarse por la negativa en el caso 
de un estado de derecho perfecto: habiendo vías institucionales para reclamar 
derechos, no es admisible optar por las no institucionales. Pero lo cierto es 
que no existen estados de derecho perfectos, y ninguno de los estados de derecho 
históricos o reales pone a disposición de sus habitantes, en igual medida, todas 
las vías institucionales y eficaces para lograr la efectividad de todos los 
derechos.
El tercer considerando de la Declaración Universal de Derechos Humanos estima 
esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a 
fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión 
contra la tiranía y la opresión. Habiendo un régimen de Derecho, tal como lo 
reclama la Declaración, no cabe la rebelión contra la tiranía y la opresión, 
pero también es de suponer que éste debe ser lo más perfecto posible en cuanto 
al funcionamiento eficaz de sus instituciones como proveedoras de los derechos 
fundamentales, a fin de que el hombre no se vea compelido, no ya a la rebelión 
pues se presupone el marco del estado de derecho, pero sí al uso de medios de 
protesta no institucionales.
El derecho de protesta no sólo existe, sino que está expresamente reconocido por 
la Constitución Nacional y por los tratados internacionales universales y 
regionales de Derechos Humanos, pues necesariamente está implícito en la 
libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (art. 18 de la Declaración 
Universal de Derechos Humanos), en la libertad de opinión y de expresión (art. 
19) y en la libertad de reunión y de asociación pacífica (art. 20). Estos 
dispositivos imponen a todos los estados el deber de respetar el derecho a 
disentir y a reclamar públicamente por sus derechos y, por supuesto, no sólo a 
reservarlos en el fuero interno, sino a expresar públicamente sus disensos y 
reclamos. Nadie puede sostener juiciosamente que la libertad de reunión sólo se 
reconoce para manifestar complacencia. Además, no sólo está reconocido el 
derecho de protesta, sino el propio derecho de reclamo de derechos ante la 
justicia (art. 8).
El problema se presenta cuando se reclaman derechos consagrados en el artículo 
llamado '14bis' de la Constitución Nacional y en el Pacto Internacional de 
Derechos económicos, sociales y culturales, que como derechos llamados de 
segunda generación o propios del constitucionalismo social originado en la 
Constitución Mexicana de 1917 y en la de Weimar de 1919, que no consisten en 
omisiones por parte del estado, sino en acciones positivas u obligaciones de 
hacer, y las vías institucionales consistentes en la manifestación pública, el 
reclamo por los medios masivos, la petición a las autoridades y las propias 
acciones judiciales, resultan ineficaces para frente a la omisión reiterada y 
continua del estado, o sea, que no son idóneos para obtener su efectividad o, 
por lo menos, para obtenerla en tiempo oportuno, impidiendo efectos 
irreversibles o interrumpiendo su progresión. Estas son las situaciones en las 
que, lo que genéricamente se ha denominado derecho de protesta plantea 
cuestiones al derecho penal, pues en tanto se mantenga dentro de las vías 
institucionales la cuestiones que puede plantear no son reales sino meramente 
aparentes, dado que jamás un derecho constitucional e internacional ejercido 
regularmente puede configurar un ilícito.
3. La protesta institucional siempre es atípica
El orden jurídico parte del reconocimiento de la dignidad de la persona y de la 
libertad de expresión que le es inherente. De poco valdría reconocer al ser 
humano su dignidad de persona, como ente dotado de conciencia, si no se le 
permite expresar su libertad de conciencia. Para ello se le reconoce el derecho 
a unirse con quienes comparten sus posiciones y a expresarlas públicamente. 
Existe, pues, una base general de libertad a la cual se sustraen sólo unas pocas 
conductas, previamente identificadas en las leyes penales mediante los tipos 
legales que, en caso de no estar amparadas por ningún permiso especial (causa de 
justificación) constituyen injustos o ilícitos penales. La protesta que se 
mantiene dentro de los cauces institucionales no es más que el ejercicio regular 
de los derechos constitucionales e internacionales y, por ende, nunca pueden ser 
materia de los tipos penales, o sea que no es concebible su prohibición penal. 
En estos supuestos queda excluida la primera categoría específicamente penal de 
la teoría estratificada del delito, esto es, la misma tipicidad de la conducta.
No tiene sentido alguno preguntarse en esos casos si se trata de conductas 
justificadas por el ejercicio regular de un derecho previsto como fórmula 
general de la justificación en el artículo 34 del Código Penal, porque 
directamente no pueden ser abarcadas por los tipos penales. Tanto la 
Constitución Nacional como los tratados internacionales prohíben a los estados 
prohibir esas conductas, de modo que, aunque algunos tipos penales, en el plano 
del mero análisis exegético, puedan abarcar esas conductas, un análisis 
dogmático elemental descarta la tipicidad.
En consecuencia, el ejercicio del derecho de petición a las autoridades, la 
manifestación pública que lo ejerza, el público que se reúna para hacerlo, por 
más que por su número cause molestias, interrumpa con su paso o presencia la 
circulación de vehículos o de peatones, provoque ruidos molestos, deje caer 
panfletos que ensucian la calzada, etc., estará ejerciendo un derecho legítimo 
en el estricto marco institucional. Queda claro que en estos supuestos las 
molestias, ruidos, suciedad o interrupción de la circulación se producen como 
consecuencia necesaria (un número de personas reunidos o transitando provoca 
interrupciones) o usual (usan bombos, estallan cohetes pequeños, arrojan 
panfletos, etc.) del número de participantes y de la necesidad de 
exteriorización del reclamo y durante el tiempo razonablemente necesario para 
exteriorizarlo (transitar por calles, pararse y escuchar discursos, cantar, 
etc.).
Es lamentable que se pretenda rastrillar los códigos penales y contravencionales 
para proceder a la pesca de tipos y a su elastización con el objeto de atrapar 
estas conductas, que pertenecen al ámbito de ejercicio de la libertad ciudadana. 
A praca, a praca é do povo como o céu é do condor, escribió Castro Alves, el 
poeta antiesclavista del romanticismo del Brasil.
4. La protesta no institucional no siempre es típica
La circunstancia de que se excedan los límites de la protesta institucional no 
convierte automáticamente en típica la conducta. Cuando la protesta pasa los 
límites institucionales, o sea, excede el tiempo razonablemente necesario para 
expresarse (acampan o deciden pasar la noche en una plaza), no interrumpen la 
calle por el mero efecto del número de personas sino por acciones dirigidas a 
hacerlo, pequeños grupos prolongan sus gritos una vez concluida la 
manifestación, se reiteran los gritos en los transportes utilizados para volver 
a los hogares, etc., se penetra en un campo que puede ser antijurídico o 
ilícito, pero que no necesariamente es penal, porque sólo una pequeña parte de 
las conductas antijurídicas está tipificada penalmente. En efecto: quedarse a 
pasar la noche en una plaza no es una conducta antijurídica. Ruidos molestos 
innecesarios y una vez concluida la manifestación pueden ser antijurídicos, pero 
no son penalmente típicos, aunque pueden configurar una falta.
Este es el campo en que con mayor énfasis se intenta elastizar tipos penales o 
limitarse al puro análisis exegético, para abarcar las eventuales ilicitudes de 
la protesta no institucional por quienes procuran su criminalización y, por 
cierto, es el terreno en el cual el derecho penal debe reaccionar con el máximo 
de cuidado. La tipicidad penal sólo es legal, estricta, de interpretación 
restrictiva, y no se conforma con la mera comprobación de los elementos del tipo 
objetivo legal. Nadie duda que la desconcentración de un acto deportivo (partido 
de fútbol) suele ir acompañada de gritos molestos de los asistentes que vuelven 
a sus hogares, pero no se está a la pesca de tipos contravencionales para 
incriminarlos, porque es consecuencia usual de una actividad fomentada por el 
estado. Si bien la protesta no es una actividad fomentada por el estado, es un 
elemental derecho constitucional e internacional, cuyas consecuencias tampoco 
pueden ser típicas ni siquiera contravencionalmente en estos casos.
Pero puede haber otros supuestos en que sea más o menos incuestionable la 
tipicidad contravencional, como cuando se interrumpe una calle por una acción 
que no es resultado necesario del paso de los manifestantes o de su reunión en 
razón de su número, aunque tampoco por ello corresponde sin más pretender su 
tipicidad penal. Siempre que, con relación a la protesta se rastrillan los 
códigos en busca de tipos penales y se trata de elastizarlos, necesariamente se 
pasan por alto los principios conforme a los cuales el derecho penal procura 
contener al poder punitivo mediante la interpretación estricta y los otros 
principios dogmáticos que deben aplicarse en la interpretación de cualquier tipo 
penal.
Dejando de lado que no es posible omitir la aplicación de los principios de 
legalidad estricta y de interpretación restrictiva, que son resultado de la 
naturaleza discontinua de la legislación penal o de la tipificación, tampoco 
pueden pasarse por alto o negar los principios de ofensividad, de 
insignificancia y de proporcionalidad. El caso de interrupción o perturbación 
del tránsito en rutas es el supuesto que mayor frecuencia ha tenido en la 
práctica judicial, considerando que la interrupción de cualquier ruta o el 
impedimento de partida de cualquier transporte colectivo configuran la conducta 
típica del art. 194 del código penal. Se trata de un caso de interpretación 
extensiva de un tipo penal, pues si bien el artículo 194 tiene como condición la 
exclusión de creación de peligro común, no es correcto considerar que eso sea 
idéntico a la exclusión de cualquier peligro. El artículo 194 es un tipo de 
peligro y no un mero tipo de lesión al derecho de circulación sin 
perturbaciones. Si ese hubiera sido el sentido del tipo, su redacción hubiese 
excluido todo peligro y no sólo el peligro común.
Las perturbaciones a la circulación son materia de regulación nacional, 
provincial o municipal, dependiendo de la naturaleza del camino y, por ende, su 
sanción será materia de infracción legislada por estas competencias (si son 
ferrocarriles o rutas nacionales podrá ser materia de contravenciones federales, 
que no existen; si son provinciales, de contravenciones provinciales; si son 
calles, de ordenanzas municipales). La única posibilidad de interpretar el 
artículo 194 en forma constitucional es entendiendo que se trata de una conducta 
que con el impedimento, estorbo o entorpecimiento pone en peligro bienes 
jurídicos fuera de la hipótesis de peligro común.
La tipicidad no se agota en la mera comprobación de los extremos exigidos por el 
tipo objetivo legal, sino que es necesario, además, evaluar si esa tipicidad 
objetiva resulta ofensiva (por lesión o por peligro) para un bien jurídico (y 
también si es imputable como obra propia al autor, lo que no está en cuestión en 
el caso). Olvidar esta premisa (no requerir peligro) o presumir el peligro (es 
decir, darlo por cierto cuando no se haya producido) es violatorio del principio 
de ofensividad, consagrado junto con el principio de reserva en el artículo 19 
de la Constitución Nacional, o bien es invasión federal de competencias 
contravencionales o de faltas de las provincias y municipios.
Otro principio que no puede obviarse es la romana máxima minima non curat 
Praetor, traducida hoy como principio de insignificancia: las afectaciones 
insignificantes o de bagatela no son suficientes para cumplimentar el principio 
de ofensividad, pues se entiende que los delitos deben afectar con cierta 
relevancia los bienes jurídicos, no pudiendo configurarlo cuestiones más o menos 
baladíes o que no guarden proporción elemental con la magnitud de la pena 
conminada. En otras palabras: la consecuencia jurídica del delito, esto es, la 
pena, indica con su magnitud que se requiere un grado respetable de afectación 
del bien jurídico, lo que no cumplimenta una lesión o puesta en peligro 
insignificante.
Esta es una cuestión que no sólo debe relevarse cuando se trata de 
interrupciones o estorbos a vías de comunicación, sino incluso en otros tipos 
penales. Por ejemplo, la extorsión configura una tipo pluriofensivo, que afecta 
tanto la propiedad como la libertad, pero la magnitud de la lesión a la libertad 
debe presentar cierta gravedad del contenido del mal que se amenaza. No es lo 
mismo amenazar con una protesta pública que con colocar un explosivo o provocar 
un incendio y menos con una amenaza de muerte, incluso admitiendo que la 
protesta no responda en todas sus características a los requerimientos 
institucionales. La magnitud de la intimidación requerida por el tipo de 
extorsión no se da con cualquier molestia o eventual perjuicio patrimonial. Por 
otra parte, no son aplicables en la ley vigente los análisis del tipo de 
extorsión que podían ser válidos en el texto original del Código Penal, pues la 
pena que actualmente se impone a la extorsión simple (que es nada menos que 
prisión o reclusión de cinco a diez años) está revelando que la intimidación 
demanda una amenaza de gravedad muy considerable.
En el clásico ejemplo de manual, no puede considerarse privación ilegal de la 
libertad la conducta del responsable de un transporte público que no detiene el 
vehículo en la parada solicitada por el pasajero y le permite apearse en la 
parada siguiente, aunque alguna sentencia nacional haya considerado lo 
contrario. En los casos de protesta el hostigamiento puede constituir una 
contravención, pero en modo alguno una acción típica del artículo 141 del Código 
Penal.
No son pocas las dificultades de otros tipos penales a los que puede apelarse en 
el rastrillaje de tipos que suele hacerse en estas ocasiones. En toda 
manifestación de protesta pública se invoca al pueblo. No hay manifestante que, 
prácticamente, no lo haga y peticione en su nombre. No obstante, no toda 
manifestación puede considerarse una sedición conforme al inciso 1° del artículo 
230 del Código Penal, porque no basta con que se peticione en nombre del pueblo, 
sino que, además, conforme a la conjunción exigida por la Constitución y el 
Código, también es necesario que se atribuya sus derechos, lo que no hace 
cualquier manifestación, protesta o reclamo, por mucho que pretenda expresarse 
en nombre de éste, pues esto último no pasa de ser un recurso retórico de uso 
universal. Una interpretación diferente criminalizaría no sólo la protesta 
social, sino cualquier reunión de las que ocasionalmente se convocan para exigir 
mayor represión y que de hecho -a juzgar por sus desastrosos resultados en la 
legislación penal- suelen intimidar a los verdaderos y auténticos representantes 
del pueblo.
No menos problemas acarrea el tipo del artículo 239 del Código Penal en la 
variable de desobediencia -no así de resistencia- a un funcionario público en el 
ejercicio legítimo de sus funciones, cuya tipicidad debe ser meticulosamente 
reducida para evitar caer directamente en la inconstitucionalidad. La 
desobediencia a un funcionario público podrá acarrear sanciones administrativas, 
eventualmente contravencionales, puede pensarse que incluso pueda ser típica, 
pero sólo en casos en que ésta provoque lesión a otros bienes jurídicos de 
cierta magnitud y en casos muy puntuales y graves, pero no cualquier 
desobediencia a un funcionario en ejercicio de sus funciones, por legítimas que 
sean éstas, puede configurar un delito, porque el ámbito de esa tipicidad 
alcanzaría una extensión inaudita e incompatible con un estado de derecho: sería 
delito negarse a mostrar la licencia de conductor requerida por el agente de 
tránsito, a entregar la documentación al policía que la requiere, a pagar un 
impuesto o una tasa ante requerimiento oficial, desobedecer la orden de no fijar 
carteles o la de dejar de fumar en lugar prohibido, etc. Por supuesto que cada 
una de estas conductas tiene consecuencias jurídicas, pero no es la del tipo del 
artículo 239 del Código Penal. Algo parecido sucede con la apología del crimen 
del artículo 213 del Código Penal.
Ante ciertas formas de resistencia civil, llevadas a cabo incluso 
individualmente, por parte de quienes, siguiendo la línea que en el siglo XIX 
iniciara el famoso Thoreau en Estados Unidos, aceptan las consecuencias 
jurídicas -penales- de sus actos justamente como forma de protesta y de crítica 
social. Cualquier expresión de admiración o de apoyo a la actitud de estas 
personas resultaría incriminada, cuando en realidad no se trata más que de una 
manifestación de crítica social. Diferente sería el caso en que se hiciese la 
apología de delitos de otra naturaleza, como delitos sexuales, violencia 
familiar, asesinatos múltiples o en serie, genocidios, etc. El tipo del art. 213 
es otro que debe interpretarse restrictivamente para compatibilizarlo con la 
Constitución y los tratados internacionales de Derechos Humanos.
No menor es el riesgo de que, a medida que la protesta social se organice y se 
perfeccione, se procure incluir a los participantes en estas organizaciones en 
el tipo de asociación ilícita, que es otra figura que plantea serios problemas 
constitucionales no suficientemente resueltos. El tipo de asociación ilícita fue 
profusamente empleado contra las reivindicaciones laborales cuando las huelgas 
eran consideradas delitos en las luchas de los gobiernos europeos contra los 
socialdemócratas. Por arrastre llega a las legislaciones modernas con penas 
relativamente bajas. Por efecto de reformas puntuales en momentos de violencia 
política y social, las penas fueron aumentadas hasta los extremos actuales y no 
han vuelto a las tradicionales, por mucho que esas circunstancias hayan sido 
superadas hace décadas. Se trata de un tipo que adelanta la tipicidad a actos 
claramente preparatorios, o sea, muy anteriores a la tentativa y ni siquiera 
contempla el desistimiento: quien se pone de acuerdo con otras dos personas para 
cometer hurtos simples (propone la organización de pequeños ladrones o mecheras 
de tiendas), resulta penado con el equivalente a la suma de los mínimos de la 
pena de treinta hurtos, pese a que pasada la velada nada haga ninguno de los 
participantes en el futuro. El principio republicano indica que este tipo -y con 
las debidas reservas- sólo podría compatibilizarse con la Constitución cuando se 
trate de asociaciones que se propongan la comisión de delitos muy graves, como 
los de destrucción masiva e indiscriminada de bienes jurídicos, sin contar con 
que sería discutible que pueda configurarse con el solo acuerdo sin ninguna 
actividad posterior.
Valgan estos ejemplos para demostrar que es necesario que el derecho penal, en 
su función de contención jurídica frente a las pulsiones del estado de policía, 
observe con mucha atención las tentativas de forzar tipos penales no sólo en los 
casos en que la protesta social se mantenga en los cauces institucionales, sino 
incluso cuando exceda este marco, penetrando ámbitos de ilicitud eventualmente 
emergentes de la infracción al orden administrativo o contravencional.
5. La protesta que se manifiesta en conductas típicas y la justificación
Hasta aquí nos hemos ocupado de la protesta que no incurre en tipicidad 
(prohibición) penal, aunque exceda el marco institucional y aunque pueda 
incurrir en otras ilicitudes. No obstante, la protesta puede configurar 
tipicidades, tales como delitos de daños no insignificantes, lesiones, 
resistencia a la autoridad, etc. Por supuesto, descartamos de este análisis los 
casos en que la protesta sólo sea la ocasión para la comisión de delitos de 
mayor gravedad. Si bien no parece ser ésta la característica de la protesta 
social dominante, no presentaría ningún problema la solución penal al caso de 
quien sólo aprovecha la protesta para cometer un homicidio, una violación o un 
robo. Nos limitamos, por ende, a los delitos que puedan cometerse en el curso y 
por efecto de la protesta misma, de los cuales parecen ser los más frecuentes 
los antes mencionados (daños, lesiones y resistencia).
En estos supuestos corresponde analizar si la conducta típica está amparada por 
una causa de justificación. Para ello no cabe apelar a la fórmula del legítimo 
ejercicio de un derecho más que como definición general de todas las causas de 
justificación, pues la fórmula legal del artículo 34 no es más que una remisión 
a todo el orden jurídico, para determinar si existe en él alguna disposición 
particular que permita la realización de la conducta típica. El derecho de 
protesta constitucional no entra en esta fórmula del Código Penal, pues es el 
que directamente garantiza la atipicidad a que nos hemos referido antes. Los 
casos que están necesitados de preguntarse sobre la justificación son, 
justamente, los que han caído dentro de la tipicidad. En tales supuestos, por 
regla general, cabe preguntarse en cada caso si pueden encuadrarse dentro de la 
legítima defensa o dentro del estado de necesidad justificante.
No es posible considerar aquí toda la casuística hipotética ni reiterar el 
desarrollo de la teoría de la justificación, sino sólo insistir en la necesidad, 
en cada caso, de analizar si la conducta típica no se encuentra amparada por 
alguna de estas justificaciones. En cuanto a los participantes de protestas 
sociales que sean ajenos a las necesidades o a la conducta justificada por 
legítima defensa, cabe observar que también los cubren estas justificaciones 
cuando realmente operen según las circunstancias del caso, pues quien coopera 
con alguien que actúa justificadamente, también lo está haciendo amparado por la 
causa de justificación de que se trate y, en el caso de la legítima defensa, 
está especialmente regulada la legítima defensa de terceros.
Esta última presenta la particularidad de que, en caso que el agredido hubiese 
provocado suficientemente al agresor, el tercero puede igualmente defenderlo 
legítimamente, a condición de que él no haya participado en la provocación. Esto 
es importante en los casos de represión violenta de manifestaciones o reuniones 
públicas: quien defiende a un manifestante que es agredido físicamente después 
de insultar o provocar de otra manera, está actuando legítimamente, aunque el 
manifestante no estuviera amparado por esa causa de justificación en razón de la 
previa provocación.
El estado de necesidad presenta también problemas interesantes y complicados 
frente a los casos particulares. Ante todo, el mal que se causa debe ser menor 
que el que se quiere evitar, de modo que debe tratarse de una protesta que 
reclame por un derecho fundamental. No habilita a ninguna conducta típica la 
exigencia de vacaciones, por ejemplo, pero puede habilitarla el derecho a la 
alimentación o a la salud, según las circunstancias, o sea, según la gravedad y 
cercanía del mal que se quiere evitar. No puede tratarse de males remotos o 
hipotéticos, sino relativamente cercanos y urgentes. En segundo término, no debe 
haber otra vía idónea, esto es, razonablemente transitable, para neutralizar el 
mal amenazado. La idoneidad de la vía de reclamo alternativa no puede ser 
meramente formal o hipotética, sino que debe tratarse de una idoneidad real y 
efectiva. Nadie puede cometer una conducta de daño para obtener alimentos, si le 
bastase con convocar a la autoridad para que se los provea en tiempo razonable.
Además, la conducta típica debe ser conducente a ese resultado, sea porque es la 
menos lesiva y la más adecuada para llamar la atención pública, porque no hay 
medios de hacerlo por otro camino, porque los medios de comunicación hacen caso 
omiso del reclamo, porque las autoridades no quieren reparar en la necesidad, 
etc. Si en una comunidad no se atienden necesidades elementales de alimentación 
ni sanitarias, si peligran vidas humanas, si no se previene o detiene la 
contaminación del agua potable o la desnutrición está a punto de causar estragos 
irreversibles, si la comunidad está aislada y las autoridades no responden a las 
peticiones, no será lícito destruir la sede del municipio, pero estaría 
justificado que con un corte de ruta se llame la atención pública y de las 
autoridades, aunque éste tenga una duración considerable y ocasione algún 
peligro para la propiedad o los negocios. Se trata del empleo del medio menos 
ofensivo que queda en manos de las personas para llamar la atención sobre sus 
necesidades en situación límite.
Se ha planteado muchas veces la pregunta acerca del estado de necesidad creado 
por carencias que son generales. Por regla, las necesidades que se hallan 
generalizadas no habilitan el estado de necesidad, pero en un país con 
considerables diferencias sociales, será menester siempre establecer cuál es el 
estándar medio de satisfacción de las necesidades sociales y, por ende, atender 
a ese estándar para establecer la naturaleza de las carencias. Es casi 
inevitable que inmediatamente después de un terremoto haya carencias y nada 
habilita a cometer conductas típicas mientras se procura resolverlas en un 
tiempo razonable y con la urgencia del caso, puesto que se trata de 
padecimientos que están soportando todos los habitantes de la región o del 
lugar.
No obstante lo anterior, en el marco de carencias generales pueden suscitarse 
situaciones de necesidad particulares. Si en el ejemplo del terremoto, nadie, 
por el hecho de haberse quedado sin techo, tiene derecho a ocupar el hospital, 
no puede negarse que si un niño está a punto de perecer de sed o de hambre, 
pueda apoderase de bebida o alimentos que se hallan entre los escombros del 
almacén.
No es posible, pues, agotar aquí todas las hipótesis de eventual justificación 
de la protesta social que incurra en conductas típicas, pero bastan las 
anteriores consideraciones para señalar la dificultad de la cuestión.
6. La protesta que se manifiesta en conducta ilícitas y la culpabilidad
Cuando la conducta sea típica y antijurídica, o sea, constituya un ilícito o 
injusto penal, aun restan los problemas que la protesta social plantea a la 
culpabilidad. Entendida ésta en el sentido normativo tradicional de juicio de 
reproche o reprochabilidad, se plantean problemas que hacen a la posibilidad 
exigible de comprensión de la antijuridicidad y a la necesidad exculpante.
En principio, cuando la protesta adopta la forma de un injusto porque la 
justificación de necesidad se excluye en razón de que existían caminos 
institucionales viables y realmente idóneos para satisfacer las necesidades, 
puede operarse un error de prohibición, si estos caminos eran ignorados por los 
protagonistas de la protesta o si éstos creían no poseer a su alcance los medios 
para encaminar por ellos sus reclamos o no los creían eficaces con motivos 
fundados en experiencias anteriores.
Dado que las protestas suelen ser masivas, este desconocimiento no tiene por qué 
ser general, sino que puede haber un error de prohibición invencible respecto de 
algunos o de la mayoría de las personas que participan en ella, en tanto que 
otros pueden caer en un error vencible o bien directamente no estar en situación 
de error, por conocer los medios institucionales disponibles y eficaces. Esto 
significa que no es posible criminalizar por igual a todos los que participan de 
la protesta, sino que la culpabilidad debe valorarse respecto de cada persona y 
en la medida en que ésta individualmente podía comprender la ilicitud con 
relevancia penal de su comportamiento. Tengamos en cuenta que la ley (art. 34 
del Código Penal) exige que el agente haya tenido la posibilidad de comprender 
la criminalidad de su acto y no la mera ilicitud o antijuridicidad: para la ley 
argentina no basta con que el agente crea que está cometiendo una contravención 
o una falta cuando en realidad está cometiendo un injusto penal.
En cuanto a la necesidad exculpante, las hipótesis son más remotas y no parecen 
compadecerse con los casos de protesta social conocidos en nuestro medio, aunque 
no cabe descartar la posibilidad de una situación que encuadre en la 
exculpación. Quienes ante la total inacción de las autoridades y la indiferencia 
pública absoluta, en la inminencia de pérdida de sus cosechas por falta de agua, 
interrumpido el riego por actos arbitrarios o falta de atención, desvían aguas 
que no les pertenecen para salvar lo que es su único medio de vida y el de sus 
familias, amenazados por la miseria y el hambre y, en tal caso, afectan un 
derecho de propiedad ajeno para salvar el propio. Se trata de dos bienes 
jurídicos de pareja entidad y, por ende, no media justificación, pero existe 
necesidad exculpante, sin perjuicio de que deban reparar al propietario 
afectado.
Todo lo dicho respecto de la culpabilidad debe complementarse, incluso en caso 
de que el delito se complete, con una cuantificación adecuada de ésta, no sólo 
en base a la culpabilidad tradicional, que no marcaría más que el límite máximo, 
sino como culpabilidad por la vulnerabilidad, o sea, que será menester medir el 
esfuerzo que haya realizado la persona para alcanzar la situación concreta de 
vulnerabilidad que, en el caso de protestas sociales, suele ser mínimo, dada la 
atención especial de las autoridades en algunos de estos casos.
En otros, por el contrario, la atención de las autoridades favorece los errores 
de prohibición invencibles. Ello obedece a que los reclamos sociales son, en el 
fondo, problemas políticos o de gobierno, lo que hace que, con harta frecuencia, 
éstos sean atendidos por las propias autoridades políticas, que los resuelven en 
ocasiones in situ. Es pensable que, cuando una autoridad ejecutiva o legislativa 
acude al lugar y resuelve el conflicto (se levanta la reunión, cesa la protesta, 
etc.), los participantes no tengan la posibilidad de comprender la 
antijuridicidad de su conducta, pues el propio estado concurre a resolver el 
conflicto. Más aún, tratándose de cortes de rutas o de concentraciones, el 
estado suele estar presente para garantizar la integridad física de los 
participantes. Daría la impresión de que la policía cuida a los pretendidos 
delincuentes. Ante la opinión lega, resulta incomprensible que el estado, por un 
lado, concurra a resolver el conflicto o a cuidar a los reclamantes y, por el 
otro, pretenda criminalizarlos. En tales eventualidades es muy difícil pretender 
que exista una posibilidad exigible de comprensión de la criminalidad.
7. Algunas reflexiones políticas
Lo señalado en el párrafo anterior indica que el fondo de la materia con que se 
enfrenta el derecho penal en este punto es una cuestión de naturaleza 
eminentemente política. Nadie puede negar que la realización de los Derechos 
Humanos de segunda generación es de esa naturaleza. Quitar el problema de ese 
ámbito para traerlo al derecho penal es la forma más radical y definitiva de 
dejarlo sin solución. Siempre que se extrae una cuestión de su ámbito natural y 
se le asigna una naturaleza artificial (como es la penal) se garantiza que el 
problema no será resuelto. Esto indica que la mejor contribución a la solución 
de los conflictos de naturaleza social que puede hacer el derecho penal es 
extremar sus medios de reducción y contención del poder punitivo, reservándolo 
sólo para situaciones muy extremas de violencia intolerable y para quienes sólo 
aprovechan la ocasión de la protesta para cometer delitos. De ese modo, el 
derecho penal se preserva a sí mismo, devuelve el problema a su naturaleza y 
responsabiliza por la solución a las agencias del estado que constitucionalmente 
no son sólo competentes, sino que tienen el deber jurídico de proveer las 
soluciones que, desde el principio, sabemos que el poder punitivo no podrá 
suplir.
En términos de distribución de competencias y de poderes, es obvio que pretender 
la criminalización de la protesta social para resolver los reclamos que ésta 
lleva adelante, es exigir a los poderes judiciales una solución que incumbe a 
los poderes estrictamente políticos del estado y, por ende, cualquier omisión 
del esfuerzo de contención del derecho penal resulta no sólo inconveniente, sino 
también inconstitucional desde la perspectiva de la separación e independencia 
de los poderes del estado.