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Latinoamérica

Plantas de celulosa  
   ¿Qué clase de país queremos para nuestros hijos?
Mucho más qué árboles y celulosa

Hoenir Sarthou
Voces del Frente

Kirchner y Tabaré Vázquez están enfrentados. Discuten por las plantas de celulosa. Discuten pero no hablan directamente entre sí. Hablan con sus vecinos, hablan con las cortes internacionales de justicia, hablan con sus pueblos y con las cámaras de televisión. Es una pena que asuntos importantes, como la instalación de plantas de celulosa y sobre todo la política que habrá de seguir Uruguay en materia de forestación, se vean entreverados en este conventillo internacional.
Tal vez lo más interesante sea definir a quién representan Kirchner y Tabaré Vázquez en este enfrentamiento. Al primer golpe de vista parece obvio que los dos representan a sus respectivos Estados. Sin embargo, no debe olvidarse que los dos representan también a sus respectivos gobiernos. El asunto no es menor, porque, aunque los uruguayos solemos confundirlos, el Estado y el gobierno pueden -y suelen- tener intereses diversos y hasta contrapuestos. Ya veremos por qué. Sigue en pie la pregunta: ¿a quién representan Kirchner y Vázquez? En el caso de Kirchner no parece caber duda. Tiene en su territorio media docena de plantas de celulosa que podría cerrar o controlar. Sin embargo, él y Busti están preocupadísimos por las que se abrirán del lado uruguayo. El asunto no resiste la menor crítica. Si las plantas de celulosa son inconvenientes para la nación o para el Estado, el gobierno argentino debería preocuparse por cerrar las propias. A menos que para el gobierno argentino, tanto nacional como provincial, las plantas de celulosa sean política y/o económicamente convenientes. Ahora bien, ¿eso significa que el modelo forestal y celulósico propuesto sea conveniente y deseable para el Uruguay? Yo no les daría tanto crédito a Kirchner y a Busti. Eso nos lleva a la otra cara del problema. ¿A quién representa Tabaré Vázquez? ¿Qué intereses está defendiendo? UN POQUITO DE HISTORIA Es probable que el mundo siga siendo ajeno, pero ya no es tan ancho. El enloquecido desarrollo industrial del Siglo XX, que continúa en estos inicios de siglo, lo ha encogido en todos los sentidos. Las comunicaciones y los medios de transporte han reducido las distancias y los tiempos y han intercomunicado a los pueblos, tal vez para bien. Pero el achicamiento del mundo -o el gigantismo de la actividad humana- significan también que los humos de Tokio o de San Pablo nos hagan toser en Montevideo. O que los habitantes de los EEUU y de Europa no se atrevan ya a conservar en sus territorios los residuos tóxicos de sus prósperas pero contaminantes industrias.
Por algo en el mundo "desarrollado" han surgido en los últimos tiempos empresas dedicadas a un lucrativo negocio: la "colocación" de deshechos industriales tóxicos o contaminantes en otros lugares del planeta. En ocasiones esas empresas coimean a los gobernantes de países subdesarrollados para que acepten estos cargamentos mortales, en otras ocasiones simplemente mienten, diciendo que los residuos son fertilizantes. Haití, Guatemala y Sudáfrica -entre vaya a saber cuántos otros países- han sido beneficiados con este sistema.
El temor a las consecuencias del desarrollo industrial ha hecho carne en las últimas décadas en la población del primer mundo, que ha desarrollado conciencia ecológica y se niega a permitir los desmanes ambientales de las empresas. El resultado es que las grandes compañías multinacionales, que son previsoras y no improvisan, desde hace décadas han iniciado un discreto éxodo de sus actividades contaminantes hacia zonas menos controladas y exigentes del planeta, que, casualmente, son también las más pobres y hambrientas.
Me pregunto si será casualidad que hace casi veinte años (en el primer gobierno de Sanguinetti) nuestro país aprobara una ley de forestación, por la que, con apoyo financiero de organismos internacionales, se estimuló la forestación de ciertas zonas de nuestro territorio. Lo curioso es que, por la misma época, Chile Argentina y Brasil aprobaron leyes similares. Y más curioso aun es que en esos mismos países funcionen ya plantas de celulosa semejantes a las que ahora vienen a instalarse en el Uruguay. ¡Qué maravilla! ¡Los hermanos sudamericanos nos dedicamos a plantar madera y a fabricar celulosa, espontáneamente y al mismo tiempo! ¿Tendrá algo que ver con que hace años a todos nos dieron ayuda financiera internacional para eso? ¿QUÉ CLASE DE PROGRESO? Algo me inquieta en el discurso de los gobernantes uruguayos cuando se refieren al tema. Es la aparente ingenuidad con que invocan a la ciencia, al progreso y a la "apertura al mundo". A nadie se le escapa que la ciencia ya no es lo que creíamos. En relación con los efectos de la forestación y de la producción de celulosa, hay informes "científicos" totalmente contrapuestos.
Es que la ciencia está condicionada por los intereses económicos que financian la investigación, por los intereses de los Estados y de los gobiernos, y, por último, como lo han denunciado desde hace tiempo los epistemólogos, por las convicciones ideológicas de los propios científicos.
Tampoco el progreso es neutro. El modelo de desarrollo adoptado por el primer mundo se ha caracterizado por la concentración de la riqueza, el aumento de la pobreza, la destrucción ambiental y la alienación económica y cultural de la mayor parte de la población del planeta. ¿Es ese el modelo de "progreso" que acríticamente debemos adoptar? ¿Es ese el mundo al que debemos "abrirnos"? Lo malo es que, distraídos por los líos con la Argentina y adormecidos por informes "científicos" tranquilizadores, no discutimos estos temas.
PERO, ¿A QUIÉN REPRESENTA TABARÉ? Por todas las razones que acabo de exponer, y por otras que no conozco o no tengo tiempo de mencionar, los uruguayos tenemos una profunda confusión en relación con la forestación y la celulosa. Poco a poco algunos datos han ido haciéndose públicos. Así, sabemos que la forestación, si supera ciertos límites, puede comprometer las formas tradicionales de producción agropecuaria. Todo indica que ahí radica el problema principal. Porque las plantas de celulosa podrán ser controladas y eventualmente cerradas, pero la plantación indiscriminada de árboles proyecta sus efectos sobre los suelos y el ecosistema por tiempo indeterminado.
Y lo malo es que la instalación de plantas de celulosa -incluidas otras ya proyectadas pero aún no difundidas- exigirá la plantación de más árboles para asegurar la materia prima, en un círculo vicioso de consecuencias imprevisibles. En todo caso, parece claro que el desarrollo forestal y celulósico, si bien puede traer algunos beneficios inmediatos, puede también amenazar o comprometer formas alternativas de desarrollo económico y social que aún no han sido debidamente analizadas y discutidas. Eso nos trae de nuevo a la pregunta original. ¿A quién beneficia la posición oficial del Uruguay en el tema? O, ¿a quién representa Tabaré Vázquez cuando afirma que las plantas se instalarán? Por definición, los intereses del Estado son permanentes, mientras que los de los gobiernos son transitorios. Porque el gobierno representa, en el mejor de los casos, a quienes habitamos hoy el país. Mientras que el Estado es, o debería ser, el representante de la Nación, que es mucho más que el conjunto de pobladores que habitan el país en un momento dado. De alguna forma, la Nación uruguaya comprende no sólo a quienes vivimos hoy sino a quienes lo hicieron antes y, sobre todo, a quienes vivirán en ella dentro de muchos años. Por decirlo de forma concreta, comprende también a nuestros nietos, aunque todavía no hayan nacido. Tengo la sensación de que esa diferencia ha sido olvidada con frecuencia en el Uruguay de la segunda mitad del Siglo XX.
Tal vez si los gobernantes de la década del cincuenta hubieran actuado menos como gobernantes y más como hombres de Estado, nuestra generación no habría padecido la crisis económica, social y política que le tocó vivir. Pero en aquel momento todo parecía fácil, y las oportunidades se desaprovecharon alegremente, contrayendo deudas, regalando préstamos y contratando funcionarios públicos a troche y moche, sin pensar que se estaba comprometiendo el futuro.
Sospecho que hoy estamos ante el mismo dilema. La forestación, si no se determinan por ley y con mucho cuidado las zonas en que está permitida, puede traer beneficios circunstanciales, pero puede causar daños enormes en el largo plazo. No digo que la solución sea prohibir las plantas de celulosa y talar todos los árboles. Pero me preocupa que los argumentos del gobierno sean todos de corto plazo. Tantos empleos en los próximos dos años, tantos miles de millones de dólares invertidos en el próximo año. Lo que falta, en cambio, es una descripción del Uruguay que estamos construyendo para los próximos veinte o treinta años. Faltan estudios sobre la concentración, extranjerización y pauperización de la tierra que el modelo forestal tiende a provocar.
Eso me lleva a pensar que en el discurso oficial uruguayo está predominando la lógica de gobierno, siempre sensible a los resultados inmediatos y al prestigio que proporcionan, en desmedro de la lógica del Estado, que suele ser menos espectacular pero de más largo aliento. Y el de la inmediatez es un error que cometimos ya demasiadas veces en los últimos cincuenta años.
Tal vez, más que a la discusión con los vecinos, el gobierno debería dedicarse a regular muy estrictamente las condiciones y las zonas en que se permitirá la forestación. Sospecho que, si esa tarea técnica se realiza bien, los inversores celulósicos perderán algo de su fervor por la instalación de fábricas en nuestro territorio.
Eso podría traernos algunos conflictos internacionales (después de todo los compromisos con la forestación y la celulosa fueron firmados por fieles amigos del capital extranjero, como Sanguinetti, Lacalle y Batlle) y podría obligarnos también a apretarnos el cinturón durante unos años, pero quizá estemos logrando que nuestros hijos y nietos hereden un país más independiente y esperanzado que el que heredamos nosotros.             

  Fuente: lafogata.org