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Latinoamérica

Carta abierta a la diáspora Boliviana

Rafael Bautista S.

El título no es infundado. Porque diáspora no sólo quiere decir dispersión sino, sobre todo, expulsión. Y quien se encuentra en la situación de buscar en otros lugares lo que en el suyo propio le fue negado, carga esa experiencia como una expulsión (porque su salida es obligada, así como obligadas serán las amarguras que obligadamente cargarán sus recuerdos). En la aventura que asume obligadamente tratará, en el mejor de los casos, de arraigar en algún suelo, pero siempre al precio de resignar aquello que le constituyó como ser humano: la tierra (como el vientre) que le dio vida y cultura.
Inmigrante es la condición de un ser que anda entre la nostalgia y la nada. El precio de ser algo es lo que paga arrinconando sus memorias al sótano de la nueva identidad que deberá adquirir para ser objeto de asimilación. El pasaje de su asimilación siempre estará determinado por la asunción paulatina de los valores que deberá encarnar de modo manifiesto; con el correspondiente abandono de una identidad que, en su descendencia, se hará cada vez más amarga. Esta subjetividad nacerá amputada, acallando siempre un dolor que aparecerá como el trauma, de modos escondidos; llevándole a la pura nostalgia (de fin de semana) de lo perdido, si es que no ha pretendido anular antes, para siempre, todo aquello que podría devolverle alguna pista de su procedencia. Este último será el logro del "melting pot", aquél la disfunción tolerable del sistema (que necesita reproducirse, de todas maneras).
Pero entre la nostalgia y la nada no todo estará perdido. Habrá todavía alguna posibilidad de atravesar el dolor y re-construir una identidad deprivada de su entorno; en este caso, la re-ligación deberá ser sabia y despierta, porque deberá consolidar "lo propio" de manera autocrítica y "lo ajeno" de modo atento: ¿haber qué puede incrementar una subjetividad que sabe bien quién es, porque sabe de dónde proviene? Esta sueña siempre con volver, porque en la lejanía aprendió a acercarse a lo más propio: la tierra de la cual es criatura. Por eso inventará nuevos modos de volver, de de-volver a su yo la materia, el barro que le da carne al alma.               La imposición del modelo neoliberal (desde 1985, con Víctor Paz de anfitrión) fue el último y más despiadado desalojo que sufrió el lugar que dejó de ser "nuestro", porque la globalización (la nueva cara de la modernidad) acabó seduciendo a los doctorcitos que mandamos afuera (que aprenden aplicadamente, cómo construir la felicidad del imperio a costa de la infelicidad de nuestros pueblos). Desde entonces hemos vivido no sólo una diáspora externa sino también interna; porque los que no pudieron salir afuera, fueron los que arrastraron el abandono que hace el capital cuando un suelo ya no sosiega su ávido apetito (ya había chupado todo del altiplano, ahora le quedaba el oriente), y se aglutinaron en los márgenes del circo que montaron las transnacionales para el derroche de sus ganancias: Santa Cruz (la bautizada por las petroleras: "la Bolivia productiva", la que no bloquea).
Así se fueron a golpear las puertas de la bonanza; haber si algo les caía de aquel banquete que repartían las petroleras a sus acólitos, los embobados por la pirotecnia moderna: el goce infinito de riqueza. Tal embobamiento no les deja ver las consecuencias de tal goce: la modernidad inaugura la producción infinita de riqueza, pero también la producción infinita de miseria; en cuanto crece la una, más crece la otra.
Desde su nacimiento, la modernidad convoca a todos a la producción de riqueza, pero siempre a costa de abandonar en la miseria a aquellos que hacen posible tal riqueza, los que no tienen otra cosa que sus cuerpos y tienen que ofrecerlos para el disfrute de los que gozan de tal riqueza (por eso construyen muros, para impedir la presencia de estos, que les recuerda el precio del apetito de riqueza). La miseria es lo que enrarece este panorama, pero no frena el apetito de riqueza; es más, la miseria aparece como lo que obstaculiza la libre expansión de riqueza, haciendo del miserable (su sola presencia) el culpable de todo; por ello su exterminio se hace, dicen, por "el bien de todos".
No es nada casual que la xenofobia contra los latinos se traduzca dentro de "nuestras" fronteras en xenofobia contra los collas. Esta fobia destaca cómo es que está estructurado el sistema-mundo- moderno. Se trata de un odio que tiene historia. El europeo nació siendo inferior ante la superioridad de las civilizaciones árabe, hindú, china, etc. Frente a ellos era un literal bárbaro (como los llamaban los griegos) que, hasta el "descubrimiento" de América, había permanecido como la finis terrae, el fin del mundo; sin posibilidad alguna de comprar o vender, menos de competir, con el comercio mundial que, por milenios, se extendió desde China, el pacífico (llegando incluso a la después América), la India, África; conectando el extremo oriental con el mediterráneo gracias al camino de la seda, hasta vincular el norte africano con los califatos árabes.
Fueron estos últimos quienes enclaustraron a los europeos, a contentarse con ser el fin del mediterráneo (lejos de la civilización); por ello las cruzadas, para salir del encierro. Pero también fueron estos, desde Al-Andaluz o Sefarad (como conocían árabes y judíos a la Hispania romana), quienes expandieron el conocimiento de la ciencia y la filosofía en la "oscura" Europa (que empezó a leer a Aristóteles en Paris en el siglo XII, cuando en Bagdad ya se lo estudiaba de modo sistemático en pleno siglo VIII), que padecía todavía su Edad Media, es decir, el estar fuera del comercio mundial, sin posibilidad alguna de hacer frente a civilizaciones que le eran superiores en todo.
La "oscura" Europa era nada y asimiló su postergación en forma de resentimiento, dilatado por siglos. Este resentimiento lo fue acumulando en un odio a su inferioridad, exteriorizado en el odio hacia el distinto, el que había llegado a sus confines y prosperado (trayendo sus propias costumbres, su cultura); lo que halló a mano fueron las comunidades judías. La expulsión de estos de la península ibérica (después de siglos de Inquisición, practicando ya el apartheid y el exterminio) en 1492, cuando Castilla y Aragón vencen a los musulmanes en Toledo, rubrica un odio que desata al futuro sus fieras por el mundo. Una vez comprada la "superioridad" que necesitaba para hacerse con el mundo (del cual no era nada, hasta que le cayó del cielo el oro y la plata del nuevo mundo), aquella mentalidad antes relegada, ahora devenía en "dueña del mundo" y su "superioridad" no podía ser sino a costa de la inferioridad de los demás (incluso de los otrora superiores). De constituir a todo aquel no europeo en inferior. Ahora sólo lo europeo era civilizado, lo demás era bárbaro.
Su subjetividad había aprendido a dominar. Siglos de colonización musulmana les había dejado la impronta de la opresión, y eso fue lo que desplegaron en América. Su libertad (principio del hombre moderno) fue siempre a costa de la libertad ajena, de la libertad del indio (el otro). El hombre que quiere ser "dueño del mundo" tiene que someter a todos los demás hombres. Esta pretensión se iba a hacer ideología (con la ilustración francesa), luego ciencia (la science anglosajona) y hasta filosofía (con el romanticismo alemán): la creencia, el dogma, el invento de la "superioridad racial". Por eso inventaron "la historia" de que la infancia es el oriente, y el fin, como culminación, es occidente; por eso su educado, como el "Emilio" de Rousseau, es mejor que no tenga padres, pasado, o sea, historia, para así inculcarle la historia que inventaron y los valores que impusieron.
Para ellos, su pasado era negro, oscuro, y querían negarlo a toda costa; por eso era mejor no tener pasado, y ese fue el paradigma de toda educación: superar el pasado, todo pasado. Para el hombre moderno no hay nada detrás, todo empieza en él mismo, por eso se concibe "absoluto" (el atributo del ser que no depende de nada ni de nadie: Dios). De ese modo educaron a sus colonizados: había que negarse a sí mismo (su origen, su tradición, su cultura, su pasado) y ser lo que no se es (más blanco que el blanco, más europeo que el europeo), olvidando lo que se había sido; por eso había que exterminar al que se resistía a tal olvido, el elemento nativo (ahora constituido como inferior), tanto fuera de uno como al interior de uno; porque lo blanco se había asumido "superior" y había que parecerse a él, a como de lugar.
Pero el exterminio, además, comporta otra faceta; se trata del odio al que le recuerda la injusticia que había expandido a los cuatro vientos: el indio (después el negro, el amarillo, etc.); porque su presencia (la miseria en la que se encuentra) le interpela el origen de su riqueza; el odio al indio (el latino afuera, el colla adentro) es patrocinada por una mentalidad que se "adueñó" del mundo, de los mares, la tierra, el aire y hasta de los seres humanos (lo que no se concebía como propiedad de nadie ahora resultaba ser "propiedad privada"), desde que Colon nombró (le dio existencia) unas tierras que ya tenían nombre (es decir, lenguaje, cultura, civilización; que no eran "oscuras", sino ricas y extraordinarias).
Desde entonces la violencia fue inaudita; patrocinada por un occidente-moderno que "había alcanzado el reino de la razón" y, con tan portentoso pretexto, emprendió el sacrificio irracional jamás antes visto en la historia de la humanidad: millones de americanos primero, africanos y asiáticos después, y todo aquel que no alcanzaba los "patrones de humanidad" que había impuesto el blanco europeo: Todo aquel que no es como él, es, sólo por eso, incivilizado (su aniquilación es un favor que se le hace: si no se acomoda al patrón occidental es mejor que desaparezca).
Todo este sacrificio tenía un ídolo al cual se le ofrecía la cuota de sangre que exigía su sed: el capital. El fetiche al cual se postró Europa (el occidente moderno, ahora también norteamericano), cuyo pacto debía ser imprescriptible, no importando los "costos" (que siempre los hay), que estos siempre acabarían beneficiando al acreedor de aquel pacto. Cinco siglos después, los "costos" se muestran irremediables: no sólo el 80% de la humanidad está condenada a la miseria absoluta, también la tierra está condenada a la muerte (ya no lenta sino rápida). ¿Cuál es la respuesta del imperio? En el reino del mercado (cuya "perfección" no contempla intervención alguna) sólo su automatismo puede darnos la respuesta: seguir comprando. Aun cuando esto signifique subvencionar la explotación despiadada del hombre y la naturaleza, hay que seguir comprando; aun cuando la tasa de miserables siga creciendo y llegue a nuestra puerta por alguna mala suerte, hay que seguir comprando; que si quedamos fuera de él por ya no tener dinero, otros compraran por nosotros y seguirán alimentando al mercado, donde sólo ingresan los que tienen dinero.
Ese cuento nos vendieron los doctorcitos que llegaron de Harvard y de Chicago. Y les creímos. Porque siglos de colonia nos había educado en el auto-desprecio, en la nada que queda después de privarnos de historia, porque resultamos excelentes alumnos en la historia de occidente, al grado de creer que "nuestra" historia apenas empieza con Colon. Que, como somos ignorantes de lo que somos, necesitamos que otros piensen y hablen y hagan todo por nosotros, que hay que ser "absolutamente moderno" y postrarse de hinojos ante la globalización para ser considerado un ser humano (¿por quién?). Y con ese cuento desfalcaron a nuestro Estado para hacerlo limosnero; se robaron nuestras tierras y nuestros recursos naturales, porque el "desarrollo" sólo permite una propiedad: la privada; y arrojaron a nuestra gente a su suerte, porque si no logran hacer mercado, están de más. Entonces empezó la diáspora de quienes fueron expulsados de su propio lugar, porque alguien se inventó eso de que "el país se nos muere" y, con ese slogan hecho proyecto de vida, continuaron desangrando a un país que, si quería seguir viviendo, debía de hacerlo abriendo sus entrañas para los parásitos que viven succionando la sangre de un país pobre para ofrendarla al fetiche, que sólo acepta en su regazo a los que disparan la tasa de ganancias del capital al infinito.
El que debió buscar su suerte en otro lado debió también aguantar la vergüenza de una oligarquía que rifó a precio de gallina muerta lo más caro: la dignidad. Estos nos hicieron creer que la democracia de cuello limpio era el gobierno de los mejores (aristocracia, los "notables", "honorables", etc.) siendo, en realidad, el gobierno de los peores (kakistoscracia, ladrones, manq'a gastos, quienes nos dijeron que "la dignidad no da de comer"); estos nos gobernaron desde que tenemos memoria y nos metieron el miedo: eran mejor ellos que los "incivilizados" indios, o sea, nosotros mismos. Ellos nunca amaron la tierra que les dio cobijo, por eso siempre despreciaron a su gente porque, fieles a sus padrastros conquistadores, sólo estaban acá por la plata, el estaño, el petróleo, el gas, etc., soñando con la tierra de sus padrastros, como la cuna a la cual debían de volver (por eso ese afán patógeno republicano de inventarse abolengos el descendiente de porquerizos, ladinos y pillos, para así lavar su infausto origen). Estos fueron los que se beneficiaron de la rifa de este país y son acogidos (después de cumplir su tarea) por el imperio, agradecidos por lo rechoncho de sus cuentas bancarias.
La última elección nos devolvió algo de dignidad. La dignidad no estaba del todo perdida, y eso fue lo que ocasionó el revés que sufrieron los ladrones de siempre. Pero esto es recién el comienzo, el punto de partida de un pueblo que quiere creer en sí mismo. Para ser soberano y libre hay que primero desearse y saberse digno, hay que proponerse fin y no medio; por eso hay que recomenzar en nosotros mismos, a evaluarnos autocríticamente, esa es la tarea, fundamental, que nos toca de aquí en adelante. Porque nos enseñaron a ser colonizados y dependientes (a despreciarnos); ahora debemos aprender a valorarnos, a liberarnos. La marcha de un pueblo en su liberación es siempre una marcha por el desierto, donde hay que crear al hombre nuevo, aquel que pueda construir su propio destino.
René Zavaleta decía que conocerse es vencerse. Esa es la lección que se desprende de octubre del 2003; allí se hizo evidente que no podíamos seguir por el camino al que nos metieron, por ello en octubre tocó nuestra memoria la piel de la esperanza. El que manda siempre se inventa el cuento de que hay "un solo camino", que ese camino es el "único realista", el "científicamente comprobado", al cual no podemos objetarnos pues no podemos demostrar que es malo, o sea, sólo nuestra muerte podría demostrar aquello, pero una vez muertos ya no podemos demostrar nada. Conocernos implica conocer nuestras propias contradicciones, superar nuestras limitaciones y aprender de nuestras posibilidades. Nadie es un todo acabado y el vencerse quiere decir, el proyectarse por sobre las adversidades para instalarse en una apertura siempre de aprendizaje, de querer ser mejor. Octubre quería un diciembre. Por eso este camino empezamos en enero, el mes primero, donde todo comienza.
El que está afuera entiende de mejor modo esto, porque debe de sobrellevar un panorama más complejo (por el mayor contexto) para comprender su situación existencial. La oportunidad que nos hemos dado en la última elección nos abre la posibilidad de levantar la frente por vez primera ante el mundo; porque la sola mención de nuestra nacionalidad servía de menoscabo y hasta de mofa (si no eran los golpes, era la droga, la corrupción, y si no era esta era otra cosa). Ahora el mundo está aprendiendo a vernos con otros ojos (porque hasta el que manda empieza a tener respeto por el que despierta, a este ya no le puede tratar como antes), porque hemos despertado como pueblo, porque lo que hemos logrado está removiendo el mundo y está desmoronando aquellos fines anunciados de todo. Para nosotros es un comienzo.
Hasta ahora no hemos sido capaces de sopesar en su verdadera dimensión el acontecimiento que hemos originado; recién empezamos a asimilar octubre y ya nos envolvió diciembre del 2005 y, sobre eso, la gira mundial de Evo (no hay en la historia latinoamericana acto similar de reconocimiento y apoyo internacional). Este capitulo recién empieza y la diáspora boliviana no puede estar al margen de este proceso, porque donde hay esperanza hay luz y esta sirve para alumbrar los proyectos de cada uno (afuera y adentro) y proyectarlos en un proyecto común; porque el yo individual no es nada sin el yo nacional, porque el tamaño de cada individuo depende siempre del tamaño de su país. Ahora hay de qué sentirse orgulloso, por eso no podemos dormirnos en nuestros laureles. Nuestro mundo no es lo que hicieron de él sino lo que cada día hacemos de él. Por eso es inevitable el compromiso de cada uno de los bolivianos, donde estos se encuentren.
El triunfo de Evo es, en realidad, el triunfo de los excluidos; los que, desde la fundación de este país, sólo buscan que el poder aprenda a escuchar a aquellos que le dieron origen. Por eso la demanda de nacionalización y constituyente: una verdadera independencia comienza en la economía y una legítima constitución sólo puede hacerse con la participación de los nunca consultados. El logro alcanzado sólo podrá ser logro si en este proceso despertamos como actores reales y ya no como simples espectadores.
El viejo sistema aun no ha muerto y ya se muestra altanero en el congreso y los comités cívicos; ahora se acuerdan del respeto a las minorías, cuando ellos fueron maestros en disfrazar a las mayorías en minorías e imponerles la sumisión como única alternativa; ahora se acuerdan de la pluralidad los que impusieron siempre la uniformidad; ahora se arrogan representaciones que no poseen (porque los medios socapan sus intenciones) y se atribuyen la personificación de todos. Estos, ahora minoría (los rechazados en octubre y diciembre), son los que no quieren un nuevo país (donde quepan todos) y son el otro yo de una mentalidad (la boliviana) que aun no cree en sí misma y apuesta siempre por la dependencia, el no esfuerzo; y vivir, como siempre, de la limosna; porque no saben hacer otra cosa que acatar obedientes los dictámenes de alguien de afuera, porque no saben ser otra cosa que objeto (porque no piensa y sólo aplica lo que se piensa en otros lados), por eso el desprecio que se tienen y que imputan a sus paisanos: el pueblo enfermo.          
 afaelcorso@yahoo.com       

  Fuente: lafogata.org