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Medio Oriente - Asia - Africa

El irresistible romanticismo de un tren de vapor

Robert Fisk
La Jornada

Con una hora libre antes de un almuerzo en Líbano, esta semana, volví a visitar las alegrías de mi niñez. Me abrí camino por los centros de clasificación de una estación ferroviaria y me monté en una maravillosa locomotora de cremallera y piñón del siglo XIX. Pese a tener cicatrices de bala, la pintura verde de la magnífica y vieja locomotora suiza refleja las glorias del vapor y del imperio otomano.
Porque fueron los otomanos quienes decidieron adornar Beirut, que era su joya, con la más moderna locomotora, un tren que alguna vez transportó al Káiser alemán a las montañas que se elevaban por encima de la ciudad. En la pequeña estación de dicha localidad, llamada Sofar, la comunidad cristiana le imploró que la protegiera de los musulmanes. "Somos minoría", suplicaron, a lo que el Káiser respondió rugiendo: "¡entonces, vuélvanse musulmanes!"
Esa es otra historia. Las locomotoras siguieron subiendo contentas las montañas hasta 1975, cuando la guerra civil libanesa destruyó muchos trenes, en la mayoría de los casos de manera permanente. En el puerto libanés de Trípoli hay algunas locomotoras más grandes, conocidas como 0-8-0 (que era la configuración de las ruedas de la máquina de vapor), que fueron instaladas con el fin de jalar los trenes entre el puerto libanés y la ciudad siria de Hama. Estas también se encuentran perforadas por balas, debido a que formaron parte de la línea de avanzada palestina que se enfrentó a las tropas sirias en 1983. Se les sigue chorreando el aceite de las juntas metálicas.
Cuando descubrí estas máquinas, tenía contacto con el reconocido experto en locomotoras de Medio Oriente Rabbi Walter Torhschild, de Leeds, quien inmediatamente me platicó su historia. Originalmente, antes de la Primera Guerra Mundial, las máquinas pertenecieron a la compañía alemana Reichbahn y fueron entregadas a los franceses como parte de las reparaciones de guerra que constan en el Tratado de Versalles. Acababa de formarse el mandato francés sobre Medio Oriente, y París envió sus regalos alemanes para operar en Líbano. Así, estos grandiosos mastodontes, que alguna vez trasladaron a las clases medias de Alemania de Berlín a Danzig, acabaron en un deshuesadero de trenes en el norte libanés.
Toda mi vida me han fascinado los trenes. Mi madre solía llevarme a la estación Maidstone East, en Kent, para que viera las máquinas jalando los trenes locales que venían de Ashford, o las viejas locomotoras de los tiempos austeros de la Segunda Guerra Mundial. Eran bestias enormes y feas, cuyas calderas tenían la forma de un rollo de papel higiénico aplastado, y venían jalando kilómetro y medio de vagones oxidados.
A veces me llevaba a la estación anterior, correspondiente a la línea de Bearsted, donde mi padre jugaba golf. El compartimento en que viajábamos, que era de primera clase, se llenaba de humo cuando cruzábamos el túnel que pasaba por debajo de la prisión de Maidstone. Las viejas cortinas para bloquear la luz exterior golpeaban contra las ventanas. Durante una temporada fui todos los días a la plataforma de la estación de Tonbridge para ver las locomotoras clase Batallas de Bretaña, Marina Mercante y las de escuelas (entre las cuales la escuela pública Sutton Valence, a la que yo asistía, estaba rigurosamente excluida), cuando llegaban acarreando barcos destinados a los puertos de Victoria o Dover.
El Golden Arrow, de esos días previos al Eurostar, era la dicha de cualquier aficionado a los trenes. Sus carros color crema y oro eran jalados por una máquina con banderas británicas y francesas que ondeaban desde la caldera. Todos teníamos la biblia de los amantes de los trenes, la de Ian Allen, que contiene el catálogo de números de las máquinas.
Creí que todo eso era fetichismo, hasta que me di cuenta de lo mucho que el sistema ferroviario se ha permeado en el arte. Turner estaba obsesionado con los trenes. La Anna Karenina de Tolstoi se enamora en un viaje en tren, decide dejar a su esposo en un andén y se suicida arrojándose a las ruedas de un ferrocarril de carga. "Y exactamente en el momento en que el espacio entre las ruedas se emparejó con ella, con un movimiento ligero, como si se fuera a levantar otra vez de inmediato, cayó de rodillas... una fuerza enorme e implacable la empujó por la espalda. '¡Dios, perdóname por todo!', murmuró". El mismo Tolstoi murió en una estación ferroviaria.
El punto es, desde luego, que todos los trenes eran "especiales". Mi madre tomó con las primeras películas a color fotografías de Robert, de 10 años, mirando un enorme Trans Europe Express color crema y rojo. Era un tren a diesel, con sólo compartimentos de primera clase, que llegó a la estación de Friburgo, Alemania, en 1956.
Pero era igualmente especial una locomotora de cuerda que mi padre me trajo de Alemania, cuando trabajó en la reconstrucción de Hamburgo. Este juguete, por ser alemán, era tan poderoso que una vez voló de sus vías English Hornby, atravesó la alfombra del vestíbulo, saltó el escalón de la entrada de nuestra casa y rebotó hacia la calle, hasta quedar finalmente bajo el auto de mi padre.
Cuando las autoridades libanesas restauraron brevemente el recorrido costero del este de Beirut al puerto Crusader de Byblos, viajé en la cabina del conductor de una locomotora polaca a diesel. Sólo tenía un carro de madera, importado del imperio británico en India y posterior a la guerra de 1914-18, y que no alcanzaba más de 24 kilómetros por hora porque los libaneses, siendo libaneses, insistían en estacionar sus autos sobre las vías cuando iban a nadar.
A pesar de tener a su disposición los más grandes buques del mundo y del crecimiento del poder aéreo, los líderes -en especial los dictadores- han amado los trenes. Hitler tenía su lujoso tren, con todo y baterías antiaéreas, lo mismo que Goering y Himmler. También Tito. A los comisarios soviéticos les encantaban los trenes.
Los trenes, desde luego, se volvieron instrumentos para el asesinato. Los ferrocarriles turcos llevaron miles de armenios a los lugares donde los asesinaron. Los trenes europeos transportaron a millones de judíos y gitanos a su aniquilación. El silbato del tren de vapor, que aparece consistentemente en la novela Hijos y amantes de D. H. Lawrence, tenía connotaciones muy diferentes cuando se le escuchaba en los alrededores nevados de Auschwitz.
Por alguna razón los aeropuertos nunca han logrado capturar la magia de las estaciones ferroviarias. Menciónenme una versión aérea de Saint Pancras o Gare du Nord o Grand Central. Pero hace unos años comprendí -o creí comprender- en qué radica la fascinación por los trenes. Tiene que ver con la ruta, las vías, con ese camino permanente, tanto como tiene que ver con las mismas locomotoras. En Edinburgh Waverley uno puede ver las vías gemelas y saber que, pese a algunos puntos en los que la soldadura se ha vencido y a ocasionales cambios en la anchura, esas barras rectas de hierro minuciosamente formadas se extienden ininterrumpidamente de Escocia a Turquía, o San Petersburgo o Vladivostok, incluso hasta Bagdad, a menos que los insurgentes las hayan hecho estallar.
Sospecho que este sentido de continuidad es lo que nos atrae. Un avión puede volar una ruta, pero nunca a través del mismo trecho de aire. Un barco tampoco pasa por encima de exactamente las mismas aguas en cada viaje. Pero un tren siempre viajará, centímetro a centímetro, a lo largo del mismo sitio por donde emprendió el viaje ayer o hace 100 años, que es el mismo viaje que emprenderá la semana próxima o en otros 100 años.
Entre la maleza crecida de Beirut, las vías permanecen visibles y conservan su fantasmal nexo con el pasado. Nos recuerdan la permanencia de la historia y del poder. También nos recuerdan la muerte relacionada con el peor papel que les ha tocado jugar a los trenes. Por esto, supongo, los trenes capturan nuestra imaginación y nuestro miedo, desde la infancia hasta la vejez.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca