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Latinoamérica

Bolivia y la revolución

Raquel Gutiérrez Aguilar*

Especial para Econoticiasbolivia.com

México, agosto 2005.- En Bolivia, mayo y junio estuvieron cargados de acontecimientos haciendo evidente que la época revolucionaria, que comenzó en el año 2000 con la recuperación del agua en Cochabamba, está muy lejos de haber terminado. En las siguientes líneas intentaré presentar una explicación general de los sucesos recientes, buscando simultáneamente, reflexionar sobre algunas de las interrogantes más duras que el propio movimiento, sus alcances y sus límites están poniendo a la orden del día. Se trata, considero, de la nada sencilla cuestión del poder, de la posibilidad de dar el paso desde la resistencia generalizada emprendida por hombres y mujeres a través de sus múltiples acciones de movilización y levantamiento, hacia la decisión de autogobernarse. De pasar del despliegue de la contundente capacidad de veto -que en esta ocasión alcanzó a impedir el plan de subordinación de la sociedad por la derecha, auspiciado por el propio Departamento de Estado norteamericano-, a la construcción paulatina de una forma de convivencia y de regulación social distinta.
La pertinencia de hacer lo anterior está en que la segunda batalla de la guerra del gas que se ha producido en Bolivia, es un espejo que nos refleja tanto las dificultades para superar el (des)orden neoliberal, como las potencialidades de la lucha indígena y popular autónoma, que no se conforma con el destino de miseria y muerte que le es impuesto exteriormente.
Los antecedentes necesarios para una explicación
Después de octubre de 2003, los gobernantes y las élites bolivianas implementaron una estrategia de desgaste contra el movimiento indígena y popular apoyada básicamente en dos aspectos. En primer lugar, habiendo visto la capacidad de control del territorio mediante el bloqueo de caminos desplegada por comunarios aymaras y quechuas del altiplano y de los valles interandinos, por vecinos de la ciudad de El Alto, por mineros y cooperativistas de Oruro y Potosí, etcétera; los gobernantes y los partidos tradicionales se esforzaron por mantener y reforzar su control del tiempo, es decir, por marcar el ritmo de los eventos políticos con el fin de diluir el empuje del mandato indígena y popular decretado en la sublevación de octubre. Los dos contundentes planteamientos políticos establecidos por los movimientos sociales en 2003: recuperación de los hidrocarburos -hoy en manos de las corporaciones transnacionales- y realización de una Asamblea Constituyente soberana y con minoritaria representación partidaria, avanzaron a paso de tortuga durante el 2004.
El segundo aspecto de la estrategia de desgaste consistió en intentar subordinar toda la energía popular, los acuerdos alcanzados al calor de la deliberación masiva y la movilización, a estrechas comisiones de supuestos expertos que encaminan las transformaciones buscadas por la población trabajadora dentro del incomprensible mundo de una viscosa legalidad y del enredo burocrático. El referéndum -tramparéndum- sobre nacionalización de los hidrocarburos realizado en julio pasado, la formación de una "comisión" estatal de preparación de la asamblea constituyente que escogió a los partidos políticos tradicionales y a los intelectuales como sus interlocutores privilegiados, son ejemplos de esta forma de proceder.
Pese a esto, las dos demandas fundamentales de la población boliviana trabajadora, de los pueblos indígenas de occidente y de oriente se mantuvieron explícitamente vigentes en el conjunto de las acciones y luchas populares sectoriales durante el 2004. En noviembre pasado, por ejemplo, cuando la población de El Alto decidió expulsar a la transnacional Suez Lyonesse des Eaux, poniendo fin a la privatización de la distribución del agua potable, a través de un paro indefinido con bloqueo de rutas y cierre total de la ciudad; se hablaba también de la necesidad "de una vez" de nacionalizar los hidrocarburos. Posteriormente, cuando los dirigentes vecinales de El Alto quedaron atrapados en interminables reuniones de negociación con los representantes gubernamentales para decidir la manera de "poner fin" al contrato con la Suez y, sobre todo, para "hacer entender" a los funcionarios estatales que los alteños quieren construir una empresa "pública-social", que no es exactamente ni una empresa estatal ni privada y que por tanto "no cabe" en la regulación oficial boliviana; la necesidad de una Asamblea Constituyente para refundar el país, que re-defina sus leyes y que re-invente sus instituciones, se volvió a hacer evidente para la población movilizada.
Ahora bien, si estos dos mecanismos de desgaste fueron utilizados ampliamente durante los casi 20 meses que duró el gobierno de Carlos Mesa, buscando "administrar" la confrontación social manteniendo el conflicto en umbrales controlables; la derecha boliviana, los sectores empresarialmente más beneficiados por las políticas neoliberales, los agroexportadores de Santa Cruz, las élites importadoras ligadas a la inversión transnacional, las mafias de los partidos políticos tradicionales, recuperaron la iniciativa política desde enero de 2005 y se lanzaron a una virulenta ofensiva tendiente a neutralizar tanto la exigencia de nacionalización de los hidrocarburos como la amenaza de una Asamblea Constituyente soberana y no controlada por esos mismos partidos políticos.
El "paro cívico" de Santa Cruz en enero pasado, que aprovechó el malestar generado por la elevación del precio del diesel alentando la participación popular, confrontó a las "propuestas de octubre" con la demanda de "autonomías departamentales" decididas a través de referéndum. El plan del empresariado y la derecha cruceña es muy sencillo: transformación del Estado pero no a través de una Asamblea Constituyente sino a través de un referéndum que consulte a la población acerca de las prerrogativas que deben tener los gobiernos departamentales, en particular, para decidir sobre la normatividad que rija la concesión de los recursos naturales que se encuentren en las regiones -léase gas y petróleo, entre otros. La cuestión de quién gobierna en los departamentos no se pone en duda: ellos mismos, las élites partidarias y empresariales. Por eso quieren imponer también que los prefectos ya no sean nombrados por el gobierno central, sino que se escojan mediante "elecciones prefecturales" donde compitan los partidos tradicionales[1].
De esta manera, entre febrero y mayo se produjo una generalizada polarización de la sociedad boliviana en dos grandes bloques. Por un lado, la derecha más reaccionaria, indignada por la insolencia de los de abajo que ponen en duda su derecho a mandar y que, por ello mismo, ve amenazada la pervivencia de sus negocios. Por otro, el conflictivo mosaico de organizaciones sociales populares e indígenas de todo el país, con sus enormes contradicciones y, pese a todo, con sus profundas coincidencias.
Sin embargo, en esta oportunidad, a diferencia de las anteriores movilizaciones nacionales, el sector indígena y popular no llegó a la confrontación con un horizonte más o menos común del camino a seguir. En relación a cómo impulsar la "recuperación" del gas y el petróleo saqueados, dos posiciones se enfrentaron desde que a principios de mayo, finalmente se promulgó la ley de hidrocarburos: engendro de 15 meses de gestación que nadie reconoce como su criatura. Evo Morales, el partido MAS (Movimiento al Socialismo) y múltiples contingentes cocaleros y campesinos cercanos a esta postura, planteaban una enmienda a ciertos artículos de la ley de hidrocarburos, a fin de garantizar el pago del 50 por ciento de regalías sobre el total de los combustibles explotados, esto es, se declaraban partidarios de disputar la "renta petrolera". Por su parte, las juntas vecinales de El Alto, las federaciones campesinas del Altiplano -léase los aymaras rurales-, la Coordinadora de Defensa del Agua y del Gas de Cochabamba, la COB (Central Obrera Boliviana) y diversos gremios asociados a ella, planteaban la re-nacionalización inmediata de los hidrocarburos entregados a las corporaciones extranjeras, la ruptura inmediata de todos los contratos que el Estado ha firmado con tales empresas y la refundación de YPFB a fin de "industrializar" el gas -YPFB es la empresa estatal del petróleo que fue "entregada" al capital extranjero desde 1995 a través de un tramposo mecanismo privatizador conocido como "capitalización".
Los días de la confrontación abierta
En este marco móvil de conflicto, entre el 23 de mayo y el 9 de junio la ciudad de La Paz estuvo cercada desde El Alto y también por los bloqueos de caminos que, desde el Altiplano aymara, se expandieron poco a poco a todo el país. Pero además, la sede del poder político boliviano, La Paz, estuvo en esta ocasión también ocupada cotidianamente por miles y miles de hombres y mujeres movilizados, que durante todos esos días tomaron las calles principales, se asentaron en las plazas para deliberar y realizar "cabildos" -asambleas- y construyeron zanjas y barricadas en algunas esquinas y cruces para enfrentar a la policía antimotines. Varias veces amenazaron con cerrar el Congreso, y aunque no lograron tomar el edificio, dinamitaron uno de sus flancos.
En medio de estos sucesos que día a día eran registrados por los medios a nivel internacional, los sectores movilizados cercanos al MAS se fueron radicalizando exigiendo "nacionalización". Y con ellos tuvo que recorrerse hacia la izquierda, al menos temporalmente, la propia posición de Evo Morales a fin de no perder su capacidad de influir en el conjunto de los acontecimientos. Esta variación discursiva en la propuesta de Morales le permitió sostener firmemente dentro del movimiento otro aspecto de su propia posición: el respeto a las instituciones estatales, la confianza en la solución de los problemas sociales por las vías diseñadas estatalmente para ello (mecanismos electorales y, sobre todo, prerrogativa de algunos a mandar y obligación de otros de acatar).
En contraste con ello, conviene tener presente que al menos desde la penúltima semana de mayo, en las calles de El Alto y de La Paz se hablaba de "cierre del parlamento" e incluso durante unos días, el cabildo de El Alto acordó junto al movimiento aymara, llevar adelante esa clausura. Hay sobradas razones para ello. En particular, porque más del 60 por ciento de los senadores y diputados bolivianos, electos en los comicios generales del 2002, pertenecen a los partidos políticos tradicionales que han visto descender su influencia y legitimidad hasta niveles minúsculos. Estos "congresales" jamás han respondido ante sus electores, pero ahora ni siquiera lo hacen ante sus partidos pues dentro de ellos cada quien está buscando maneras de salvar los restos del naufragio del sistema político formal boliviano cada vez más inservible e impotente ante la movilización popular. Tales senadores y diputados, los verdaderos progenitores de la ley de hidrocarburos que no satisfizo a nadie, jamás abrirán paso alguno a la solución de las exigencias del movimiento social y eso se discutía en las calles de El Alto desde mayo.
En este sentido, la posición de los y las movilizadas, en términos tácticos inmediatos, osciló con cierta frecuencia a lo largo del conflicto: pasaba de la confrontación directa con la policía para intentar ocupar el edificio del Congreso e imponer el cierre del parlamento, sin mucha claridad acerca de lo que se haría después; hacia incrementar la presión buscando obligar a los parlamentarios a cumplir con su trabajo de "expresar el mandato del pueblo".
Y es que existe, tal como mencionamos, una sobre-representación de los partidos tradicionales y de las élites empresariales en este Congreso que contribuyó a incrementar el malestar social, expandiéndolo hasta las clases medias durante la segunda semana del levantamiento. Los movilizados son capaces de ocupar y paralizar dos terceras partes del territorio nacional -la tercera parte "no ocupada" corresponde a la Amazonía casi deshabitada-, pero no hay más del 30 por ciento de diputados dispuestos a defender institucionalmente la postura manifestada por la población en las calles y caminos. Es muy difícil saber cuánta gente se movilizó en Bolivia en estas semanas; aunque sabemos que en La Paz, hubo al menos tres movilizaciones de más de 100 mil personas, una de las cuales casi llegó al medio millón. Además, los datos oficiales informaron de al menos 70 puntos de bloqueo que, como ya se conoce, se desarrollan sobre una logística comunal de turnos y rotación, es decir, donde se movilizan muchos más hombres y mujeres de los que físicamente ocupan el espacio en un momento determinado. Entonces, una proporción gigantesca de la población boliviana participó activamente para conseguir la nacionalización y la asamblea constituyente. Y sin embargo, dentro del Congreso su voz y sus votos no rebasaban el 30 por ciento del total.
En este desfase entre la capacidad de movilización de los movimientos sociales, entre la fuerza con la que logran paralizar el país y vetar las maniobras de la derecha (ellos tampoco pudieron imponer la ley engendro y no lograron el recambio de Mesa por Vaca Díez tal como lo querían), y su imposibilidad de hacer cumplir las decisiones que se toman en cientos de asambleas, se presenta un nudo que necesita ser reflexionado: el nudo del poder.
El movimiento social indígena y popular boliviano ha mostrado, sobre todo desde 2003 que el Estado no tiene manera de asegurar la obediencia de la población. Está rota la tradicional relación de mando dentro de la sociedad, que se ejerce a través de dispositivos materiales y simbólicos. La constante en la sociedad boliviana por más de dos años ha sido la insubordinación social generalizada que limita o impide a los gobernantes ejecutar sus propósitos. Sin embargo, los de abajo tampoco han conseguido que los de arriba cumplan con el mandato de la sociedad movilizada. En este sentido justamente, la estrategia indígena y popular del cerco y del veto a las maniobras de los poderosos, requiere de su contraparte: la construcción de capacidad material y simbólica real de ejecución de sus decisiones a nivel general. Requiere construir su propio autogobierno pues; y esta necesidad se extiende a múltiples niveles: desde lo local -donde ha ido naciendo en estos años y se va poco a poco generalizando en vastas regiones del campo andino-, hasta lo regional y nacional, donde bien puede comenzar a levantarse dada la fuerza de la irrupción popular.
En esta ocasión, a diferencia de las anteriores oleadas de levantamiento, comenzaron a darse pasos firmes hacia la ejecución práctica de las decisiones indígenas y populares. La ocupación de al menos siete pozos gasíferos en Santa Cruz y en la región de El Chaco, en Tarija, el cierre de válvulas en varios oleoductos y gasoductos, la toma de las estaciones de bombeo y control del traslado de petróleo y gas en zonas rurales alejadas o pequeños poblados indígenas, así como la toma simbólica de la refinería Gualberto Villarroel en Cochabamba durante la primera semana del conflicto y el sitio a la planta de concentración de hidrocarburos de Senkata en las afueras de El Alto -que incluyó el cavado de una zanja alrededor de ésta-, son una ruptura significativa con la actitud de espera a que los parlamentarios decidan cumplir con el mandato popular.
En este sentido, la Coordinadora de Defensa del Agua y del Gas (que dirigió la rebelión del agua en Cochabamba el 2000 y que tuvo escasa participación y peso en los levantamientos del 2003 y del 2005. NdE), planteó desde comienzos de mayo la necesidad de preparar la ocupación de las instalaciones petroleras en caso de que se aprobara la ley de hidrocarburos que eludía la cuestión de la recuperación de los recursos. Incluso la toma simbólica de la refinería de Cochabamba se produjo durante la primera semana del conflicto, para después generalizarse. Y la misma Coordinadora ha dicho en uno de sus comunicados que la siguiente vez ya no solamente se van a tomar los pozos y las instalaciones, sino que desde ahora se comenzará a preparar la capacidad necesaria para poder operar esa infraestructura para beneficio del pueblo. Y este camino desemboca directamente en el asunto del poder y de la fuerza. Esto lo saben todos en Bolivia.
El pueblo boliviano insurrecto entonces, ha confrontado directamente en esta ocasión el problema del poder, del ejercicio del mando a nivel general dentro de la sociedad. El Cabildo de la ciudad de El Alto del día 3 de junio, poco antes de que las élites y los parlamentarios de derecha decidieran irse a la tradicionalmente aletargada y aristocrática ciudad de Sucre para sesionar ahí y hacerse directamente del control del gobierno por la vía de la destitución de Mesa y la elección de Hormando Vaca Díez, comenzó a asumirse ya no sólo como un espacio de organización de la movilización y la lucha, sino también como un órgano de resolución de los problemas más urgentes de la ciudad, como un órgano de poder. La experiencia no logró consolidarse, pues no se alcanzó a dar solución autónoma y coordinada, entre otros, al problema del abastecimiento de alimentos y combustible para los movilizados; pero sin duda quedó el germen, el embrión de una voluntad de autogobierno a nivel de una ciudad de más de medio millón de almas, el empuje hacia asumirse colectivamente como titulares de la soberanía social, con la legítima potestad de organizar las cosas como mejor les convenga, sin esperar ninguna otra sanción que la decisión propia.
Ante este cúmulo de acciones en creciente proceso de radicalización, la derecha tuvo que jugar sus últimas cartas "institucionales": destitución de Mesa, renuncia de los dos siguientes candidatos a ocupar la presidencia -el presidente del Senado y el de los Diputados- y elección como nuevo presidente del titular de la Corte Suprema de Justicia a fin de convocar a elecciones generales a más tardar en seis meses. Este terremoto institucional no es poca cosa, sobre todo si consideramos el abierto apoyo estadounidense a la figura de Vaca Díez como un presidente que representara directamente sus intereses y los de la oligarquía cruceña. Efectivamente, la destitución de Carlos Mesa no fue exigida por el movimiento indígena y popular; eso fue una maniobra organizada por la derecha a través, principalmente, de sus entidades gremiales -la Federación de Empresarios de Santa Cruz, la Cámara Agropecuaria de Oriente, etcétera. Fue una maniobra desesperada que, si bien logró temporalmente detener la movilización, no ha hecho variar en nada las consignas de nacionalización de los hidrocarburos y la convocatoria a la Asamblea Constituyente que están presentes en todos los comunicados de las organizaciones sociales al decidir establecer un tiempo de tregua, en una guerra indígena y popular que ve concluir su segunda batalla habiendo conservado e incrementado sus propias fuerzas. Una vez más el pueblo boliviano no consiguió lo que se proponía, una vez más dio pasos en esa dirección, acumuló experiencia, incrementó su fuerza y aclaró sus futuras estrategias. En fin, en la guerra general contra el neoliberalismo, se obtuvo una victoria.
Algunas preguntas sobre el poder y algunas interrogantes sobre el pensamiento clásico
Para concluir esta apretada reflexión sobre la revolución boliviana en marcha, considero que vale la pena abrir la discusión en torno a la estrategia posible del movimiento indígena y popular en relación a la difícil cuestión del poder y del Estado. Se están oyendo ya las voces que plantean que para encarar el problema del poder el movimiento social no tiene más que dos caminos: o consolida y amplía una representación política frentista -en torno al MAS, o por fuera de él- para participar en las próximas elecciones generales, o prepara una insurrección que, ahora sí, resuelva el "empate catastrófico" en el que se encuentra la confrontación social, la lucha de clases en Bolivia. Es decir, se vuelve a presentar la antigua disyuntiva entre el modo más viable para "ocupar o tomar el aparato de Estado": la vía electoral o la vía insurreccional o armada, pues es solamente a través de la toma del Estado como se entiende la construcción del poder.
Esta discusión, muchos viejos militantes la hemos dado mil veces en otras circunstancias y, por suerte, hay ya bastante reflexión dirigida a cuestionar no tanto lo relacionado a la disyuntiva entre lo electoral o lo armado como la mejor vía para el avance de la revolución. El cuestionamiento más lúcido, en mi opinión, ha ido dirigido a si el objetivo general de un movimiento social revolucionario en marcha puede ser la ocupación o toma del Estado para, después, impulsar la transformación de ese aparato al mismo tiempo que se impulsa la revolucionarización de las relaciones sociales.
Dentro de estas reflexiones, entre las más útiles para iluminar el momento actual, está la idea de pensar el poder como una categoría relacional que vincula, atraviesa y ubica a los diferentes sectores de una sociedad. Alguien ejerce el poder porque alguien más está dispuesto a aceptar el poder del otro. En Bolivia, el poder del gobierno y del parlamento durante las últimas dos semanas se asentó en gran medida en la conflictiva aceptación de su existencia por una parte todavía amplia de la sociedad boliviana; más allá de eso quedaba sólo la impotencia de los gobernantes sobre todo porque en esta ocasión las Fuerzas Armadas jugaron un papel básicamente de fuerza de contención no activa dentro del conflicto[2].
Entonces, en medio de la relación social del poder se define quién está arriba y quién abajo; y en las revoluciones esto también entra en disputa. Alguien manda porque alguien más obedece: ¿quién hace qué? Es lo que se confronta. En este sentido y parafraseando a Foucault, el poder, como "capacidad de influir en la conducta de otros" necesariamente debe ser entendido como la posibilidad de un sector social de influir en la vida y destino de otros, y en la predisposición de otros sectores de acatar las decisiones de los primeros.
Por esta razón, el poder no es un lugar ni una cosa que los subalternos puedan ocupar o tomar. El poder de los de abajo se construye paulatinamente, levantando nuevas certezas acerca de lo que la gente bajo sus formas de democracia directa ha sido y es capaz de hacer. El poder de los de abajo se construye paulatinamente, reforzando el tejido de las múltiples voluntades colectivas que quieren regular su convivencia bajo otras normas, y sintonizando las demandas y acciones de los distintos contingentes humanos autónomos, que se han movilizado desde el 2000 por su propia cuenta y riesgo. El poder indígena y popular se construye, en el caso concreto de Bolivia, organizando y dando cuerpo a la idea de autogobierno y, como comenzó a prefigurarse en esta ocasión, ejecutando las decisiones colectivamente asumidas por la vía de los hechos. "En la siguiente ocasión, no sólo vamos a ocupar los pozos" -dice la Coordinadora del Gas- "vamos a operarlos para el beneficio colectivo de todos y el de nuestros hijos". Hacer eso en relación al gas, al petróleo, pero también a la tierra, al agua, a la riqueza en general, etcétera, requiere de múltiples acciones de lucha, de quiebres simbólicos drásticos en la población subalterna que han de cuestionar la potestad de mando de los de arriba, exige deliberaciones profundas sobre los pasos a emprender, necesita enlaces sólidos entre los movimientos populares e indígenas de las distintas regiones y sectores del país. Y por supuesto, requiere de la construcción paralela de capacidad de autodefensa para resguardar lo que se decida ir construyendo.
Si la naturaleza del poder es dual en tanto contiene simultáneamente la condensación del "poder-sobre" que limita el "poder-hacer" específicamente humano, aunque éste último siempre desafía al primero y lo modifica, en Bolivia se está poniendo a la orden del día la discusión sobre las vías para el despliegue del poder-hacer de los sectores más sabios del país: los indígenas y los sectores populares trabajadores. En Bolivia se está pasando de la resistencia generalizada al autogobierno y ahí, insisto, la cuestión de resolver lo relativo a la autodefensa de lo que colectivamente se vaya construyendo está también pendiente a nivel, sobre todo, de las ciudades.
Son muchos los desafíos que tiene en las horas actuales el pueblo pobre de las ciudades de Bolivia, las comunidades y pueblos aymaras y quechuas del altiplano y de los valles, así como los pueblos indígenas y mestizos del oriente. Es mucho también lo que han aprendido y lo que van enseñando con sus pasos. Junto a la amenaza de intervención estadounidense que comenzó a fraguarse durante la revuelta, en la reunión de la OEA en Florida y al lado de la ofensiva de la derecha cruceña y sus afanes secesionistas, también la confusión en torno a la "ocupación del Estado" como síntesis aparente de los objetivos profundos de transformación radical de las relaciones sociales, sea por la vía electoral o insurreccional, es un peligro más que se cierne, en estos días, sobre los hombres y mujeres de la tierra del cóndor. Confiamos en que su profunda intuición sobre lo que es mejor para todos, sabrá sortear todos estos obstáculos.
Notas:
1. La República de Bolivia no es un Estado federal sino un Estado central donde el presidente del país decide quiénes detentan la autoridad política, los prefectos, en cada uno de los nueve departamentos -estados- que conforman la república. El centralismo paceño, desde la visión y el discurso de las élites cambas o cruceñas del oriente del país, se vuelve intermitentemente el "enemigo" a vencer. Este discurso ad hoc de las derechistas élites orientales achaca todos los males al gobierno central enmascarando su propia participación, en muchas ocasiones decisiva, en tales gobiernos. Sin embargo, una proporción significativa de los sectores populares de Santa Cruz está constituida por migrantes del altiplano de primera o segunda generación, que han vivido en carne propia el racismo y la discriminación "camba".
2. La posición que a lo largo del conflicto tuvieron los militares tiene varias explicaciones: la insurrección de 2003 se produjo sobre y a partir del asesinato de más de 60 personas por el Ejército; acciones que posteriormente han sido repudiadas por la sociedad en su conjunto; Carlos Mesa no estuvo dispuesto a utilizar la fuerza para "poner orden", y así lo declaró desde enero y mantuvo su palabra. Además de esto, el Ejército ha visto ya la inutilidad de sus esfuerzos de desbloqueo de caminos pues, como en octubre de 2003, los soldados se pueden pasar días y noches quitando piedras de los caminos o parchando zanjas, nada más para que éstas aparezcan en otros sitios. Esto es, la "estrategia de pulga", como le dicen los aymaras, es muy eficaz para mantener el control territorial. Hay que considerar también que los militares no están completamente de acuerdo con la entrega de los recursos nacionales a manos extranjeras y, sobre todo, que no han obtenido al menos últimamente, demasiadas ventajas de ello. En fin, son varios elementos los que deben ser considerados para explicar la actuación del Ejército boliviano en este último conflicto. Lo que debe quedar claro es, sobre todo, que si bien en esta ocasión no se confrontó al pueblo con la fuerza militar, no tiene por qué ser así en otra posible ocasión de rebelión y levantamiento. Es decir, la cuestión de la autodefensa está abierta y pendiente para los movimientos sociales.
* Intelectual de izquierda radicada en México
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