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Latinoamérica


 

Maremoto jurídico en Bolivia

Wilson Jaime Villarroel Montaño

Un maremoto sorpresivo se ha producido en Bolivia luego de las declaraciones de un magistrado del Tribunal Constitucional reafirmando lo que ya muchos sabían, aunque jamás se presentaron acciones legales específicas acusando el vicio: los 76 contratos de riesgo compartido suscriptos con las empresas petroleras transnacionales, no fueron nunca aprobados por el Poder Legislativo que debió cumplir el artículo 59, atribución 5ª, de la norma fundamental que requiere de esta ratificación congresal para su validez jurídica.

El problema es, a nuestro juicio, más impresionante que real. Sin embargo, sus connotaciones reavivan, y grandemente, el debate sobre la validez legal -y aún constitucional- de las operaciones a cargo de las petroleras. Es más, podría alentarse una reactivación inesperada de la presión social más radicalizada, aunque esta contingencia parece más improbable que posible.

El tema sale a propósito de una demanda presentada en la vía ordinaria -ante juez civil comercial, como si el contrato fuere uno de carácter privado- por un diputado asesorado por grupo de abogados e ingenieros. En la demanda, equívoca en su planteamiento ante un órgano jurisdiccional incompetente para pronunciarse sobre la nulidad de los contratos de riesgo compartido en ejecución desde 1997, se pretende, casi extemporáneamente, restar validez y consiguiente eficacia jurídica a los contratos que, según la nueva Ley de HC, deberá 'migrar' al nuevo régimen normativo que se espera aprobar en las siguientes semanas.

El problema es de índole jurídica pero revela, también, la escasa fortuna de las acciones emprendidas contra a) la Ley de Hidrocarburos Nº 1689 promulgada en el primer período presidencial del renunciado Sánchez de Lozada, b) el Decreto Supremo Nº 24806 de 4 de agosto de 1997, dictado también por Sánchez de Lozada; y, por supuesto, c) los contratos cuyo modelo fue aprobado por el citado decreto.

En efecto, sorprende la escasa capacidad de análisis de las connotaciones jurídicas de los instrumentos que autorizan la explotación y comercialización del gas natural a las petroleras transnacionales en Bolivia. Las fuerzas que se oponen al modelo privatizante adoptado, no cuentan, por lo visto, con asesoramiento suficiente que impugne, oportunamente, los instrumentos legales, reglamentarios o contractuales del sistema vigente.

El Tribunal Constitucional -cuya labor se centra exclusivamente en el alcance de las demandas incoadas ante su jurisdicción- no puede ir más allá del debate sobre los puntos precisos de reclamo de la constitucionalidad de la Ley Nº 1689, del susodicho decreto, o de los contratos suscriptos. Las demandas, por lo visto, carecieron del suficiente rigor técnico en el análisis delicado de las disposiciones redargüidas. Por ello, no es de extrañar que ya en ocasiones anteriores el TC declarara la constitucionalidad de la ley citada y el decreto acusado.

La célebre Sentencia Constitucional 114/2003 debe ser estudiada con más detenimiento. En rigor, según entendió el Tribunal, la Ley Nº 1689, al autorizar disponibilidad a las petroleras -en la llamada 'boca de pozo'- sobre el gas natural extraído de su yacimiento, no vulneraba la Constitución. En verdad, el artículo 139 constitucional proclama que los yacimientos se encuentran sometidos al dominio 'directo, inalienable e imprescriptible del Estado', no así el gas extraído y cuantificado en 'boca de pozo'. En este razonamiento hay una gran diferencia entre el 'yacimiento' y el producto extraído, esto es, el gas obtenido y su reservorio natural. La confusión del lego debe imputarse a la lectura rápida del citado artículo 139 que reza: 'Ninguna concesión o contrato podrá conferir la propiedad de los yacimientos de hidrocarburos'. Siguiendo la doctrina del Tribunal, atribuyendo el gas a las petroleras, con destino a su transporte y ulterior comercialización, no se violenta la norma constitucional que sólo reserva al Estado la propiedad del yacimiento, la que ha permanecido intacta.

Este argumento del Tribunal es recogido oportunamente por las petroleras que, en los últimos días, afirmaron que el gas extraído 'les pertenece' pues, efectivamente, conforme a la anterior normativa (Ley Nº 1689, con más su decreto y los contratos aprobados por éste), el gas natural, una vez extraído del yacimiento, se encuentra a disposición de las empresas que, en contrapartida, una vez cuantificado y valorados el volumen y características técnicas del gas natural, hacen pago de las regalías y comunican estos datos, así como los relativos al transporte y comercialización, a la Administración tributaria a efectos del cálculo impositivo.

Cualquier análisis, luego de la sentencia constitucional emitida en 2003, tenía que indagar en los requisitos formales de los contratos, atentos a que la constitucionalidad de la ley y el decreto quedaba reafirmada. Desde luego, reconozcamos, los contratos de riesgo compartido, versando sobre 'la explotación de las riquezas naturales', según previene la atribución 5ª del artículo 59 constitucional, debieron ser objeto de autorización y aprobación congresal.

Los contratos de riesgo compartido sólo llevan la firma del representante de la empresa petrolera y el presidente ejecutivo de YPFB, según el modelo aprobado por el decreto fundado, a su vez, en la ley vigente. Si la ley y decreto -pero no el contrato- fueron declarados constitucionales por el Tribunal, los posibles recurrentes: a) no advirtieron del requisito constitucional o, b) no fundaron convenientemente la ausencia de aprobación congresal como causal de inconstitucionalidad de los contratos. He ahí su error pues el Tribunal no puede resolver fuera de lo estrictamente demandado.

La ausencia de dicha aprobación impide evidenciar la manifestación de voluntad del pueblo soberano que, a través del Poder Legislativo, debiera culminar la expresión de su conformidad con un contrato una de cuyas prestaciones tiene por objeto la explotación de la riqueza natural. Hay un vicio del consentimiento del Estado cuyo alcance está en una zona difusa entre la nulidad y la anulación. Posiblemente, por el tiempo transcurrido desde la suscripción del contrato (1997), la ineficacia ya no puede fundarse en la segunda.

Aunque el vicio se origina en la inobservancia de una disposición constitucional expresa, su tratamiento -en cuanto entidad nulificadora de lo obrado- pareciera incardinarse más bien en la esfera del control de la legalidad y no de la constitucionalidad. Lo sustancial reside en un vicio de la voluntad, materia propia de discusión legal y no constitucional. La voluntad estatal, en este tipo de contratos, a nuestro juicio, se conforma con la concurrencia de manifestación expresa del Poder Ejecutivo, a través de un modelo de contrato previsto según un decreto específico, fundado en la ley, y el Poder Legislativo, en la aprobación congresal. Ambas parcelas del Poder Público completan, cada una desde sus competencias específicas, la manifestación de voluntad requerida para la validez del consentimiento estatal.

En nuestra opinión, si sólo operara la aprobación congresal -supuesto hipotético difícil de concebir- entonces la validez del supuesto contrato quedaría igual discutida pues, recuérdese, la ley previó que una norma reglamentaria (decreto) establecería el formato y contenidos del contrato. Como dicho decreto no podría emitirse por el Legislativo, entonces tendríamos un problema de legalidad y no de constitucionalidad pues ésta quedaría aparentemente cubierta por el pronunciamiento del Congreso. Pero, nuestro caso es a la inversa y, ausente la aprobación congresal exigida en la Constitución, se quiere suponer, engañosamente, un tema de constitucionalidad. No parece ello evidente pues, en sustancia, el problema es el mismo: falta la concurrencia de los Poderes inmiscuidos en la producción del consentimiento estatal. Por ello, creemos, en lógica jurídica, que el problema es de legalidad y no estrictamente de constitucionalidad.

Esta distinción, que a ojos del 'profano' parece poco importante, es vital para atribuir a un determinado órgano el conocimiento de una controversia concreta. En principio y de manera general, si el problema es de constitucionalidad, ahí está el Tribunal Constitucional. Si es de legalidad, lo será la Corte Suprema, sea en alguno de sus órganos menores, o por ella misma. Este es el caso presente.

En efecto, la demanda de nulidad no puede presentarse ante un juez civil-comercial, como ha ocurrido recientemente, en razón a que no es un asunto de índole privada sujeto a las reglas de derecho común. Es decir, aunque estamos ante un contrato, éste no es un contrato civil o comercial (1). El órgano competente para declarar la nulidad del contrato estatal, por expresa prescripción constitucional contenida en el artículo 118º, atribución 7ª es la Corte Suprema, reunida en Sala Plena que atribuye a ésta el conocer de las 'causas contenciosas que resulten de los contratos, negociaciones y concesiones del Poder Ejecutivo…' Esta atribución se reitera, inequívocamente, en el artículo 55º, atribución 10ª de la Ley de Organización Judicial.

Es más, la Ley de Administración y Control Gubernamentales (Ley SAFCO) Nº 1178 de 20 de julio de 1990, vigente siete años antes de los contratos de riesgo compartido, señala en su artículo 47º que los contratos suscriptos por el Estado son administrativos (2). Entonces, ni duda cabe que los contratos de riesgo compartido, por expresa determinación del legislador boliviano, son también administrativos y jamás podrían ser materia de controversia ante un juez civil.

Existe un procedimiento específico para la tramitación de controversias suscitadas por los particulares en ocasión de los contratos estatales, contemplado, todavía, en el Código de Procedimiento Civil en los artículos 775 y siguientes. Este procedimiento específico, alguna vez derogado erróneamente (3), pero fue repuesto, de manera discreta, por la Ley Nº 1979 de 24 de abril de 1999 (4).

Por tanto, la demanda presentada por un diputado nacional y varios abogados e ingenieros (5), además de equivocar gruesamente la vía procesal, podría culminar rápidamente en desmedro de su pretensión (6) que, aunque legítima en el fondo, no puede prosperar por un camino equivocado. Es, para nosotros, otro error que confirma la fragilidad de la estrategia jurídica de quienes aspiran a revertir el modelo privatizador de la explotación de las riquezas naturales. Teniendo el gas natural una connotación social de semejante trascendencia pública, los errores son casi imperdonables.

En cuanto al problema de fondo, esto es, el cumplimiento del requisito extrañado de la aprobación congresal de los contratos, ya se han escuchado algunas opiniones que restan importancia al hecho. Alguno ha afirmado que, por ejemplo, en muchos de los demás contratos celebrados por el Estado a propósito de otras riquezas naturales, no ha operado jamás tal aprobación (7). El argumento no nos parece conducente pues, al fin y al cabo, los mandatos constitucionales son indiscutibles y su redacción, que se remonta a tiempos lejanos en que los contratos estatales eran poco frecuentes, permanece todavía vigente. Igual sucede con otros dispositivos constitucionales que la dinámica de los tiempos actuales ha venido en tornar anacrónicos (8).

El Congreso podría muy bien subsanar el vicio, confirmando la voluntad del Estado -a través del Poder Legislativo- en la suscripción de los contratos de riesgo compartido. Es una solución cuya legitimidad puede ser discutible (9), pero que podría ahorrar el enorme esfuerzo interpretativo de encontrar en la constitucionalidad de la ley y su decreto reglamentario, la aprobación que ha sido extrañada.

Después de todo, al Congreso boliviano no le falta voluntad política para consumar la aprobación de la nueva Ley de HC en los contenidos ya señalados por la Cámara de Diputados. La Cámara de Senadores se ha mostrado harto dispuesta a encontrar un renovado punto de 'equilibrio' entre las expectativas de las empresas petroleras y la presión social de los sectores más estatizantes o radicalizados. Se anticipaba, hasta antes de la contingencia que ahora estudiamos, la deducibilidad y/o acreditabilidad del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH), así como otras disposiciones que provean mayor 'viabilidad' al texto legal (10).

No hay, entonces, tal maremoto. Es casi un fantasma.

El tema suscitado no debiera, al menos en el papel, revestir la trascendencia que se ha sugerido con tono de alarma. Y, por supuesto, no parece ser un obstáculo insalvable a la aprobación de la nueva Ley de Hidrocarburos en Bolivia, tal como se han propuesto, con visos de urgencia, los Poderes Públicos en este país.

Notas:
1) El contrato no es una categoría única y exclusiva de la esfera privada, esto es, del Derecho Civil, disciplina jurídica que norma, por excelencia, las relaciones entre los particulares, aunque se revela insuficiente para normar las relaciones entre éstos y el Estado. Así, Bercaitz, Miguel Angel ('Teoría General de los Contratos Administrativos', edt. Depalma, Buenos Aires, 1980, pág. 133), advierte que el reconocimiento del contrato administrativo -como una categoría contractual propia del Derecho Administrativo- goza hoy de la recepción doctrinal de los publicistas más connotados, desde Jellinek, Jezé, Laband hasta los administrativistas como García de Enterría y Fernández, Garrido Falla y, en la escuela administrativista rioplatense (Marienhoff, Dromi, Cassagne, Gordillo, Escola, etc.) cuya influencia en nuestro medio es innegable. Así lo atestigua la naciente doctrina nacional como, por ejemplo, Dermizaky, Pablo, edit. Amigos del Libro, La Paz, o Fernández, Lindo: 'Derecho Administrativo', imprenta edit. G.H., La Paz, 1989, págs. 169 y ss.
2) El citado art. 47º señala que se crea la jurisdicción coactiva fiscal para el conocimiento de demandas en ocasión de ...contratos administrativos con el Estado... Pero esta jurisdicción especializada y expedita está destinada al cobro de adeudos al Estado preestableciéndose, conforme a la estructura y función procesal que se atribuye a las partes, que el Estado es el sujeto activo de la pretensión de cobro de un crédito y jamás a la inversa. Concluye el dispositivo señalando que '…son contratos administrativos aquellos que se refieren a contratación de obras, provisión de materiales, bienes y servicios y otros de similar naturaleza'. (El subrayado es nuestro). La distinción entre contratos civiles y administrativos celebrados por el Estado, por decisión del 'príncipe' (la ley), ha quedado establecida casi irrefragablemente optándose por declarar, en los hechos, la inexistencia de los primeros. No hay, que se conozca, una modulación del Tribunal Constitucional o alguna interpretación jurisprudencial de la Corte Suprema, que desarrolle la posible diferencia entre los contratos que refiere esta ley y los 'otros de similar naturaleza'.
3) Fue derogado, inexplicablemente y con exceso, a tiempo de dictarse la Ley del Tribunal Constitucional Nº 1836 de 1º de abril de 1998, creyéndose que este procedimiento especial que figuraba en el Código de Procedimiento Civil, al mismo tiempo que otros procedimientos propios de la jurisdicción constitucional, ya no tenía cabida en un cuerpo de normas procesales destinadas, principalmente, a las controversias suscitadas entre particulares.
4) Pudiera parecer que este procedimiento no puede aplicarse en la materia porque fue repuesto dos años después del comienzo de ejecución de los contratos de riesgo compartido, pero a) a tiempo de la suscripción de los contratos de riesgo compartido y comienzo de ejecución de los mismos, estaba plenamente vigente; b) también está vigente al momento de la presentación de la demanda que aquí estudiamos.
5) Otro punto de interés radica en la suficiente legitimación activa para interponer la demanda aunque la suscripción del mismo por un diputado nacional, que arguye, al menos, la representación de su circunscripción electoral, pues y conforme a un adagio de antiguo: 'la medida de la acción se encuentra en la medida del interés'. En otros términos, la pregunta inquiere sobre el 'interés' legítimo -medido en función a la representatividad de los demandantes- para incoar una demanda de esta naturaleza.
6) Una excepción de incompetencia, opuesta por los demandados, esto es, el Estado -a través del presidente ejecutivo de YPFB- y los representantes de las empresas, podría poner punto final a la demanda incoada, a pesar de la validez de sus argumentos pero la impropiedad de la vía elegida. En Bolivia, lo que ocurre, es que hay una práctica común y generalizada de demandar al Estado, en ocasión de cualesquier contrato suscripto por aquél, por la vía civil ordinaria pues no solamente se desconoce el alcance de las previsiones normativas procesales especiales o específicas para trámites así singulares, sino que el órgano competente, nada menos que el Pleno de la Corte Suprema, hace poco menos que infranqueable el camino a la justicia prometida en la Constitución. Los recientes cambios e innovaciones en la legislación administrativa -una Ley de Procedimiento Administrativo, por ejemplo- sólo toman en cuenta el íter procesal en ocasión del acto administrativo pero no del contrato administrativo, estableciendo vías harto dificultosas para la tramitación de las demandas incoadas por particulares agraviados por el incumplimiento contractual del Estado.
7) Tal el caso señalado por el analista energético Carlos Alberto López, que recuerda que la Ley de Inversiones Nº 1182, en sus artículos 15 al 19, establece la figura de contratos de riesgo compartido. Este observador señala, con cierta lógica, que si el Congreso tuviera que aprobar cada uno de los contratos de riesgo compartido, entonces también 'tendría que estar autorizando no sólo los de hidrocarburos, sino también los mineros, forestales y de explotación de recursos hídricos'.
8) Por ejemplo, siguiendo ejemplos parecidos, la necesaria autorización congresal al Ejecutivo para la adquisición de bienes inmuebles según la atribución 8va. del artículo 59 constitucional, o la autorización de empréstitos a las universidades privadas según la atribución 9ª, del mismo artículo, etc. La legislación administrativa, a través del sistema normativo de la citada Ley de Administración y Control Gubernamentales (SAFCO) Nº 1178 de 20 de julio de 1990, permite un tratamiento más eficiente y expedito, al menos teóricamente, de los procesos de adquisición de bienes inmuebles.
9) De hecho, pudiera presentarse una presión de las empresas petroleras para que así se consigne en la ley para cerrar el paso a una discusión tribunalicia sobre la validez de los 76 contratos en curso (aunque algunos sólo señalan 72). La invocación a un vicio del consentimiento -si se aplicaran las reglas de derecho común- ya podría ser extemporánea a casi ocho años de la suscripción de los contratos de marras. El requisito faltante, en el fondo y sustancialmente, según nuestro parecer, es de este tipo y no de otro. Confiando en este argumento, aún sin insertar la aprobación ausente -a fin de evitar el revuelo social que ello supondría- la solución podría alcanzarse sin disparar un tiro. Y, en verdad, la demanda que hablamos puede muy bien llegar ante la Corte Suprema que, de todos modos conocería del asunto, suponiendo que el trámite judicial prosiga su camino o se instaure directamente ante su Pleno. La Corte Suprema es más propicia a este tipo de análisis, esto es, al estudio jurídico de los vicios del consentimiento, incluso de los órganos públicos. Cosa distinta, sin embargo, sería el caso de una renovada demanda de inconstitucionalidad, si llega a tiempo, ante el Tribunal Constitucional que podría resultar -si nos atenemos a las declaraciones contundentes del magistrado Durán para quien los contratos debieron ser aprobados por el Legislativo- en la invalidez de los contratos. En términos más prácticos, el factor tiempo es vital, sea para quienes demanden la inconstitucionalidad, sea para el Congreso y su voluntad ratificatoria. Y, ciertamente, si opera la aprobación congresal, ¿qué sentido tendría demandar la ausencia anterior de la misma? La discusión, siempre en el plano teórico, versaría ulteriormente sobre la validez de esta sui generis confirmación legislativa de un acto incompleto en su requisitoria constitucional. Este es, en rigor, el punto discutible, en la esfera doctrinal, de la legitimidad de la confirmación. Otra vía que pudo haberse incoado, aunque muy improbable por el desconocimiento de las disposiciones aprobatorias del modelo de contrato de riesgo compartido, es la del recurso directo de nulidad ante el Tribunal Constitucional. Este recurso es una figura sui generis en la legislación procesal constitucional boliviana. En esta vía se acusa la usurpación de funciones -y en el caso presente, hubiérase podido argüir que los suscribientes del contrato usurparon una función del Poder Legislativo. Pero este camino ya no es posible porque el recurso directo de nulidad sólo puede abrirse en un plazo de treinta días de conocido el acto supuestamente nulo. Los contratos de las petroleras, aunque hubiesen sido poco divulgados -era información que se mantenía casi en reserva- fueron, en todo caso, aprobados por un decreto, que es una norma publicada en la Gaceta Oficial. En todo caso, ya cerrando el tema, es seguro que este fin de semana ha congregado a los asesores jurídicos de las petroleras, del Poder Ejecutivo y aún del Legislativo. La estrategia emergente pasa por el análisis político de la conveniencia de resolver la cuestión en sede judicial común (Corte Suprema o uno de sus órganos de loa justicia ordinaria, el juez civil-comercial) o en sede constitucional (Tribunal Constitucional).
10) Por ejemplo, la supresión del veto de los pueblos indígenas a las operaciones en sus territorios históricos. Y así otras modificaciones: ya estaba poco menos que sacramentada la supresión del término 'obligatorio' en el mandato legal de adecuación de los contratos al nuevo régimen jurídico. El tema, ahora, es de ver si en el cálculo político de evitar mayores observaciones al texto legal, se puede subsanar el vicio acusado sin provocar problemas sociales.