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Latinoamérica


 

Militares latinoamericanos


Marcelo Colussi
Rebelión

En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada norteamericana.

En la antigüedad clásica del imperio griego, Esparta fue legendaria por sus guerreros; legendaria también era la forma en que los mismos se preparaban: entre otras cosas, debían pasar un día entero sosteniendo el escudo en posición de defensa, sin moverse. Eso templaba el espíritu para la lucha. No hay dudas que el ejercicio en cuestión daba resultado. La capacidad en el combate de los espartanos hasta el día de la fecha sigue siendo proverbial; a nadie se le ocurriría, por cierto, pedirle que filosofaran como sus vecinos los atenienses. Dicho de otro modo: cada uno en lo suyo. Esparta en la guerra, Atenas en la filosofía y en las artes.

Los militares latinoamericanos, desde que existen los estados nacionales por esta parte del mundo –no más de dos siglos– se han dedicado a la guerra, claro está; pero en muy buena medida a un tipo de guerra bastante peculiar: las guerras civiles. En el transcurso del pasado siglo casi no hubo guerras interestatales en la región; la función de las fuerzas armadas se vio limitada a la represión interna.

Como parte de la Guerra Fría (la tercera guerra mundial, como se la llamó), prácticamente todos los países de la región latinoamericana vivieron guerras internas insurgentes y contrainsurgentes. Con distintas modalidades –urbanas, campesinas, con mayor o menor involucramiento de la población civil– en toda el área, entre las décadas de los 60 y los 90, tuvieron lugar feroces procesos de militarización. A la proclama revolucionaria siguieron invariablemente atroces respuestas represivas.

La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los Estados nacionales a través de sus cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en evidencia dos cosas: por un lado ratifica qué son en verdad las maquinarias estatales ("violencia de clase organizada", según la clásica definición leninista de 1917), a favor de qué proyecto se establecen y perpetúan (por cierto, no el del campo popular); y por otro lado, desnuda la estructura de los poderes: los ejércitos reprimieron el proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su mandato; el real poder que usó la fuerza para seguir manteniendo sus privilegios no aparece en escena.

Hoy día, terminada la Guerra Fría y el "peligro comunista", dado que las sociedades fueron hondamente desmovilizadas como producto de la brutal represión ejercida, los cuerpos de seguridad retornaron a sus cuarteles. Incluso en las dos últimas décadas del siglo, habiéndose tornados ya innecesarios los ejércitos para el mantenimiento de la "paz" interior –porque el trabajo estaba cumplido, claro– se inician tibios procesos de revisión de las guerras internas, de sus excesos y abusos.

Pasadas las dictaduras militares, con distintas modalidades, con suertes diversas también en los procesos emprendidos, los países que sufrieron esos monstruosos conflictos armados internos iniciaron alguna suerte de ajuste de cuentas con su historia. Más allá de los resultados de esos procesos, desde el enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos hasta la total impunidad y el retorno al poder por vía democrática en Bolivia o en Guatemala, más las distintas variantes combinadas que esos procesos generaron, el común denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos contrainsurgentes cargan con todo el peso político y la reprobación social respecto a las guerras sucias transcurridas.

Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron sucias, de más está decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas, la violación sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales enteras, fueron parte de las estrategias de guerra seguida por todos los cuerpos militares. Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos revolucionarios de Latinoamérica, tenemos inmediatamente la imagen del verde olivo y las botas militares. ¿Pero no estuvieron preparados para eso los ejércitos de esta región?

La doctrina militar de todos los ejércitos latinoamericanos no se elabora en Latinoamérica: para eso estaba la Escuela de las Américas en Panamá, por años sede del Comando Sur de las fuerzas estadounidenses. Los cuerpos castrenses del área han funcionado lisa y llanamente como ejércitos de ocupación; sus hipótesis de conflicto no eran las guerras contra otras potencias regionales sino el enemigo interno. Los distintos grupos elites que se crearon ("máquinas de matar" era la consigna en más de alguno de ellos) tenían como objetivo mantener aterrorizadas a las propias poblaciones. Esos soldados, preparados en definitiva por Washington en su lógica de contención del avance comunista, adiestrados en las más despiadadas metodologías de guerra sucia, y bendecidos por los grupos de poder locales, en las pasadas intervenciones que tuvieron no hicieron sino cumplir con el papel para el que fueron educados. En otros términos: fueron buenos alumnos.

Hoy día se habla de revisar el pasado. Ello es imprescindible, por cierto. "Los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo", se ha dicho con razón infinidad de veces. El futuro se construye mirando el pasado; la basura no puede esconderse debajo de la alfombra porque inexorablemente, siempre, lo reprimido retorna. Pero me permito expresar una duda: revisar el pasado no debe ser sólo el juicio y castigo a los responsables directos de los crímenes infames que enlutaron las sociedades latinoamericanas las pasadas décadas.

Las fuerzas armadas cumplieron sus funciones, como sus mismos comandantes se cansaron de repetir en cualquiera de los países donde condujeron las guerras internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por supuesto que lo condenable es la extralimitación en que, como Estado, incurrieron estas fuerzas. El Estado no puede reprimir a su población, pero ¿de qué Estado hablamos? Es quimérico pensar que este aparato de Estado es de todos; las dictaduras militares lo demostraron. Cuando el andamiaje real del poder de las clases dominantes es tocado, ahí se desnuda el carácter del Estado, de las democracias parlamentarias. Y lo mismo sucedería en la "cuna de la democracia", los Estados Unidos, si la protesta popular se saliera de cauce.

Si pedimos juicio y castigo a los responsables de los cientos de miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para no olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el enemigo no es el guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo.

Argentina condenó a cinco de sus comandantes militares, los degradó, mandó a la cárcel e inhabilitó de por vida para ejercer cargos públicos. Ello es ejemplar, sin duda, como lo fueron los juicios de Nürenberg luego de la Segunda Guerra Mundial. ¿Logró ese país sudamericano cambios sustantivos en su estructura socioeconómica luego de los juicios? ¿Se mejoró la situación de los derechos humanos? ¿Se terminó con los grupos de poder impunes? Dato a considerar: después de la dictadura militar, con la actual dictadura neoliberal, la violencia cotidiana trepó a niveles demenciales, no conocidos en su historia previa. Los planes neoliberales de remate del patrimonio público, no olvidar, lo hicieron administrac iones democráticas, surgidas del voto popular, y no los militares. Por supuesto que es políticamente correcto el juicio a los asesinos; pero eso sólo no alcanza.

El problema en ciernes es que podemos poner toda la energía en la persecución de los guardaespaldas (¡absolutamente imprescindible, sin dudas!, ellos fueron los masacradores), pero perdiendo de vista que sus patrones siguen igual que hace 30 años. Dicho en otros términos: podemos pedirle que filosofe a un soldado espartano… y él no está preparado para eso. El juicio de Nürenberg fue posible y marcó huella (ahí están Auschwitz o Buchenwald como mudos testigos recordatorios, y el "nunca más" fue una realidad palpable en Europa) porque lo llevaron adelante los Estados ganadores de la contienda. En Latinoamérica el campo popular no ganó la guerra; los militares la ganaron en el terreno de batalla, pero el verdadero ganador sigue con sus negocios, hablando en inglés o en español, y fundamentalmente: homenajeando a los militares –como en la escena final de esa genial película argentina que es "La Patagonia rebelde"– because he is a good fellow! Si el campo popular no ganó, si las estructuras de poder real no cambiaron, pese al esperado juicio y castigo a los militares –que nunca llega o llega con cuentagotas– ¿qué garantías reales hay de que se cumplirá el "nunca más"?

Esto no pretende ser un indulto para ningún asesino sino sólo la expresión de una inquietud de hacia dónde dirigir los esfuerzos; porque no hay ninguna duda que la lucha por un mundo más justo aún continúa.