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Latinoamérica

La implacable persistencia de la memoria.

REFLEXIONES EN TORNO AL INFORME
DE LA COMISIÓN DE PRISIÓN POLÍTICA Y TORTURA

Igor Goicovic Donoso
Historiador, Departamento de Ciencias Sociales
Universidad de Los Lagos
Osorno, Chile

«Nadie puede realmente entender lo que significa ser torturado, hasta aquel sombrío momento cuando te encuentras desnudo, vendado y amarrado a merced de tus captores», Tito Tricot, Valparaíso,
Diciembre, 2004

Testimonio

El 10 de agosto de 1984 un destacamento de la Central Nacional de Informaciones (CNI), me detuvo en la calle Prat en la ciudad de Valparaíso. Rápidamente procedieron a trasladarme hasta el cuartel que dicho organismo tenía en la calle Agua Santa en la ciudad de Viña del Mar. Permanecí detenido en ese lugar hasta el 15 de agosto, día en que fui trasladado hasta la Fiscalía Militar de Valparaíso, la cual me proceso por tenencia de material explosivo. Mientras permanecí detenido en el cuartel de la CNI fui objeto de torturas por parte de mis carceleros: golpes de pies y manos, aplicación de corriente eléctrica, asfixia por sumergimiento en agua, simulacro de fusilamiento y amenazas a la vida de mis familiares directos. Las torturas físicas, especialmente la aplicación de corriente, fueron acreditadas por un informe del médico legista del Instituto Médico Legal de Valparaíso, de esa época, que me examinó dos meses después de haber abandonado el recinto de la CNI. Estos antecedentes fueron puestos a disposición del Cuarto Juzgado del Crimen de Viña del Mar, el cual, después de una breve investigación sumaria, sobresello la querella al no poder identificar a los autores de los apremios.
Mientras se tramitó la causa por tenencia de explosivos incoada en mi contra por la Fiscalía Militar, permanecí recluido en la Cárcel Pública de Valparaíso. Abandone la Cárcel en agosto de 1986, una vez cumplida la condena de prisión que me impuso el Segundo Juzgado Militar de Santiago. Todos los antecedentes que refiero se encuentran depositados en los archivos de los organismos judiciales respectivos y de las organizaciones de derechos humanos que conocieron de mi caso.
El testimonio transcrito más arriba no fue presentado ante la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura constituida por el Estado chileno en 2003. Las razones de esta actitud, son políticas, éticas e históricas y quiero compartirlas, fraternalmente, con mis compañeros y amigos. Estoy consciente de que muchas de las aseveraciones que se deslizan en este ensayo responden a la situación particular de ser analista y parte del fenómeno en discusión. Ello, probablemente, le reste objetividad a algunos de los juicios que emito, pero eso sólo me preocupa en la medida que afecte a la rigurosidad del análisis. Sí, debo reconocer, que en muchas ocasiones el lenguaje puede parecer particularmente duro, pero también debo advertir, especialmente a quienes han compartido conmigo más de alguna jornada de lucha, que ello es producto de la forma en que internalizó y siento los procesos históricos de los que todos fuimos parte. Entiendo y acepto que puedo estar equivocado, pero también asumo que lo que digo y hago forma parte de una formación personal y política irreductible.
Estado y Represión en la Construcción del Chile Contemporáneo
El cruento Golpe Militar del 11 de septiembre de 1973 no fue un el típico cuartelazo latinoamericano, ni se planteó el ejercicio transitorio del gobierno para restituir a la oligarquía tradicional el poder que le había sido expropiado. Se trato de una intervención institucional —del conjunto de las FF.AA y de orden—, orientado a reconstruir la sociedad chilena sobre nuevas bases económicas, sociales y políticas. Se trato, en definitiva, de una refundación.
Un primer elemento a tener en cuenta es que el Golpe Militar, si bien discursivamente se plantea en sus inicios como una asonada dirigida contra la izquierda marxista, a poco andar develó sus verdaderas intenciones al señalar —especialmente a quienes tenían esa expectativa—, que la clase política en su conjunto fue la responsable —por acción u omisión— de la llegada de la izquierda al Gobierno. Se trataba, por lo tanto, de crear un nuevo sistema político y de formar una nueva clase dirigente, que jamás permitiera que la experiencia marxista se repitiera en el país. Este propósito, en un comienzo precariamente esbozado, comienza a decantar ya en los primeros años de Gobierno Militar.
Podemos observar una primera etapa que va desde 1973 a 1974, en la cual la Dictadura consolida su posición de poder a través de la más brutal e indiscriminada represión. Este es el período en el cual se verifica el más alto número de víctimas de la represión: detenidos desaparecidos, ejecutados sumariamente, torturados, encarcelados, exiliados, confinados, etc. La represión afecta fundamentalmente a los militantes izquierdistas de base, la clase obrera, el campesinado, estudiantes y los pobladores de las periferias urbanas. El terror se convertirá en la herramienta más eficiente para contrarrestar cualquier conato de resistencia o disidencia. Simultáneamente se despliega una serie de iniciativas institucionales tendientes a borrar del escenario político y social a las intermediaciones orgánicas del movimiento popular. De esta manera, a través de sucesivos decretos leyes, se pone fuera de la ley a todos los partidos políticos de izquierda, a la Central Única de Trabajadores (CUT), a las grandes confederaciones de trabajadores afiliadas a ella —minera, metalmecánica, textil, campesina, etc.—; y se declara el receso del Congreso Nacional y subsecuentemente el receso de los partidos políticos opositores al fenecido Gobierno de la Unidad Popular —la Democracia Cristiana y el Partido Nacional—.
Una segunda etapa, iniciada en marzo de 1974 y cerrada en 1978, sienta las bases de la construcción de la nueva sociedad. Con la creación de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), la represión política se torna selectiva. La estrategia de control social, una vez pacificado el país mediante el terror, apunta a impedir la rearticulación del vínculo entre los partidos de izquierda y las masas populares. De esta manera los objetivos más golpeados por la represión serán las direcciones políticas en la clandestinidad —Partido Socialista, PS, y Partido Comunista, PC— y, especialmente, los cuadros político-militares de la insurgencia —Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR—. En 1977 el Gobierno Militar podía proclamar sin remilgos el aniquilamiento de todo tipo de oposición en Chile. Las condiciones políticas para la reconstrucción del Estado y de la sociedad estaban plenamente garantizadas.
Cabe señalar, además que desde septiembre de 1973 la Junta Militar de Gobierno asumió facultades ejecutivas, legislativas y constituyentes. Es decir gobernó, dictó leyes y asumió la tarea de definir un ordenamiento institucional para el país. Es, por lo tanto, un régimen de gobierno que se propone y lleva a cabo un profundo proceso de reorganización. La represión política fue, por lo tanto, una condición imprescindible para garantizar el éxito del proceso refundacional y un elemento clave para destruir definitivamente la estrecha relación entre la izquierda política y el movimiento popular.
Los elementos ideológicos que vienen a explicar este posicionamiento se encuentran estrechamente vinculados a la Doctrina de la Seguridad Nacional. La misma, incubada entre las FF.AA latinoamericanas y la intelectualidad vinculada a ellas en el contexto de la Guerra Fría, supone la existencia de un enemigo, el comunismo internacional, que socava las bases de sustentación de la convivencia nacional introduciendo el desorden social y político. Los portadores de la disolución social no son otros que los partidos comunistas locales y, por extensión, las organizaciones sociales y políticas que le son afines o tributarias.
Se trata, por lo tanto, de una guerra. Guerra que, además, tiene la peculiaridad de ser una guerra interna. Es decir que enfrenta a los defensores del orden democrático y los defensores del comunismo soviético. Es, también, de acuerdo con sus teóricos, una guerra encubierta, en la cual ambos bandos despliegan los métodos de la guerra irregular y psicológica para defender o hacerse con el poder. Para ello el estado de Seguridad Nacional define una estrategia: la Estrategia de Contrainsurgencia. De acuerdo con la misma, el objetivo fundamental del Estado es perseguir, localizar y aniquilar al enemigo interno y a sus aliados. Los métodos para acceder a tal objetivo son los propios de una guerra irregular: la tortura, el asesinato, el soplonaje, etc. En definitiva, el terrorismo de Estado.
Pero en esta tarea de carácter estratégico, las FF.AA. y de orden no estuvieron solas. Por el contrario, el régimen político que se edificaba sobre la matanza institucionalmente organizada tenía beneficiarios y, por ende, son ellos quienes se convierten en la base social de apoyo del nuevo sistema. En concreto hablamos de la antigua oligarquía terrateniente que aspiraba a recuperar las tierras expropiadas por la Reforma Agraria; la burguesía industrial, financiera y comercial, afectada por la política económica de la UP, pero principalmente por los desbordes del movimiento popular. También amplios sectores de las capas medias, representados a través de los colegios profesionales —médicos, abogados, ingenieros, etc.—, transportistas, pequeños y medianos comerciantes. La derecha política y un importante segmento de la Democracia Cristiana (DC), particularmente su tendencia más conservadora representada por Eduardo Frei Montalva, Juan de Dios Carmona y Patricio Aylwin. La Corte Suprema de Justicia y un número importante de magistrados de los diferentes escalafones del Poder Judicial. Ello explica la pertinaz actitud de dichos jueces de no dar a lugar a los recursos de protección que se imponían a favor de las víctimas de la represión.
La tercera etapa de este proceso se abre en 1978. Una vez controlado política y militarmente el país, la Junta Militar de Gobierno dicta el Decreto Ley de Amnistía (DL Nº 2.191), mediante el cual todos los delitos que involucraban causalidades políticas o colaterales con la misma —robos, asaltos, secuestros, etc.—, cometidos entre septiembre de 1973 y marzo de 1978 quedaban sin sanción. Lo anterior no significa que se perdonaba a quienes cometieron los delitos, sino que se borraban sus el delitos. Es decir los jueces, enfrentados a un proceso amparado en la Ley de Amnistía, deben abstenerse de investigarlo. Huelga decir que dadas las características del proceso represivo vivido en Chile entre 1973 y 1978 los beneficiados con este Decreto Ley fueron, fundamentalmente, los miembros de las FF.AA. y de los organismos de seguridad involucrados en violaciones a los derechos humanos. De esta manera el Gobierno Militar se planteaba clarividentemente frente a la historia dictando un decreto de auto-perdón que zanjaba, desde el punto de vista jurídico, cualquier inconveniente posterior.
El segundo paso en esta fase está dado por la dictación, en 1980, del texto constitucional, hoy día plenamente vigente, que establece los marcos institucionales por los cuales debía transitar, en el largo plazo, el sistema político chileno. En esta Constitución se consagraba un sistema político fundado en instituciones autoritarias, con un poder presidencial fuerte, un parlamento debilitado, con gobiernos locales designados, y con unas fuerzas armadas autónomas respecto del poder político y jugando el rol de garantes del orden institucional: El objetivo era generar una sociedad de sujetos obedientes frente al gobierno y leales a la patria —cuya definición correspondía y era atributo de sus defensores históricos: las FF.AA—. Para ello se dotaba a las autoridades correspondientes de los instrumentos legislativos y operativos, que permitieran identificar a los enemigos de la patria para proceder a su extirpación. Entre los instrumentos más recurrentes de la aplicación de dicha política encontramos: la Ley Antiterrorista (1982), el endurecimiento de la Ley de Seguridad Interior del Estado (1933) y de la Ley de Control de Armas y Explosivos (1972), la ampliación de las atribuciones de los tribunales militares —fundamentalmente para conocer y resolver causas criminales civiles—, y la militarización de los organismos policiales y de seguridad: CNI, Carabineros, Policía de Investigaciones y Gendarmería de Chile.
Mientras se arribaba al período de plena vigencia del nuevo orden institucional —marzo de 1990—, el Gobierno Militar administró el poder apoyándose en las 24 disposiciones transitorias de la Constitución antes señalada. Las cuales, básicamente, le entregaban al ejecutivo prerrogativas discrecionales para decretar diferentes estados de excepción. Siendo los más socorridos, mientras arreciaban las protestas sociales antidictatoriales (1983-1987), el Estado de Perturbación de la Paz Interior del Estado y el Estado de Sitio. Situaciones excepcionales que le permitían al gobierno conculcar todas y cada una de las libertades individuales establecidas en su propia Constitución: desplazamiento, asociación, reclusión en recintos de detención públicos, de prensa, etc.
A partir de la crisis económica internacional de 1981-1982, la situación política y social se tornó cada vez más compleja. Entre los años 1983-1987, el descontento popular con el régimen se expresó a través de una serie de manifestaciones populares callejeras que adquirían crecientes grados de violencia. El enfrentamiento social se tornó más agudo y, al amparo del mismo, la oposición política al régimen logró reconstruir sus lazos tradicionales. En ese contexto se perfilaron dos alternativas de superación de la Dictadura Militar: una representada por el Movimiento Democrático Popular (MDP) agrupaba a los partidos de la izquierda histórica: el PC y el PS, a los cuales se sumó el MIR. Su programa involucraba el derrocamiento de la Dictadura, utilizando todas las formas de lucha —incluida la insurgencia armada— y la construcción de una Democracia Popular, que introdujera reformas políticas, sociales y económicas que orientaran nuevamente el país en el camino al socialismo. La otra, representada por la Alianza Democrática (AD), tenía como referente hegemónico al Partido Demócrata Cristiano y al él se sumaba una fracción, de matriz socialdemócrata, del PS, el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), la Izquierda Cristiana (IC) y el antiguo Partido Radical (PR). Su programa político planteaba el término de la Dictadura Militar mediante la movilización social pero sin utilizar la lucha armada. Además, se proponía como meta restaurar el sistema democrático vigente en Chile hasta antes del golpe militar de 1973. Ambas alternativas suponían que, un paso imprescindible para lograr sus objetivos, era derogar la Constitución Política de 1980 a la cual se consideraba intrínsecamente antidemocrática.
En septiembre de 1986 el intento de ajusticiamiento del dictador Augusto Pinochet por parte de un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), no sólo desató una violenta represión sobre el movimiento opositor. También dejó en evidencia, para todos los actores políticos chilenos y para quienes se preocupaban de la situación política en Chile desde el extranjero —especialmente EEUU—, que el desborde social y el accionar insurgente decantaba rápidamente hacia la generación de un escenario de Guerra de Baja Intensidad, como el que existía en esos momentos en Centroamérica, Perú y Colombia. Al amparo de los buenos oficios del Departamento de Estado Norteamericano e intermediado por la cúpula de la Iglesia Católica Chilena, se convocó a los representantes de los partidos políticos opositores —articulados en torno a la AD— y a los representantes políticos de la Dictadura Militar, a concordar un gran Acuerdo Nacional que impidiera el desencadenamiento de una guerra civil, aislando políticamente a los grupos de extrema izquierda, que limitara temporalmente el mandato militar y que restaurará un difuso sistema democrático. Entre 1987 y 1988 las negociaciones llevadas a cabo entre ambos sectores devinieron en la aceptación por parte de los partidos opositores del calendario político y del marco institucional definido por las autoridades militares para restaurar el sistema democrático. Por su parte la dictadura, que aspiraba a prolongar su mandato político hasta 1998, aceptó a regañadientes el fallo adverso de las urnas en el plebiscito de octubre de 1988 y los resultados electorales de diciembre de 1989 que dieron como ganador al representante de la Concertación de Partidos por la Democracia —continuadora de la AD— Patricio Aylwin y entregó el gobierno en marzo de 1990. Se abría, de esta forma, el camino a la Transición Política a la Democracia.
El régimen democrático que inició la transición de Chile a la democracia, lo hizo sobre las bases institucionales definidas por el régimen dictatorial y bajo la constante presión de una intervención militar restauradora. Los acuerdos políticos suscritos por la oposición democrática con la derecha a fines de la década de 1980 determinaron la generación de un escenario político para la década de 1990 signado por las insuficiencias sociales e institucionales y por un arraigado temor a las FF.AA. Estos antecedentes son fundamentales a la hora de identificar el carácter del Estado burgués en la etapa que se inaugura en 1990.
Los acuerdos antes referidos garantizaron la continuidad del modelo económico neoliberal, por cuanto se impuso como amplio consenso —desde los socialistas renovados a la derecha pinochetista—, que éste había sido exitoso y que no era la disposición de ningún sector político racional restaurar el ineficiente Estado de Bienestar de los años setenta. Por el contrario, las actuales autoridades han recreado una imagen modélica de país que se vende eficientemente en el exterior, lo cual incidió notablemente en un incremento de la inversión transnacional en el sector primario. En ello también ha influido el que las actuales autoridades han profundizado la política privatizadora de la Dictadura entregando las últimas empresas públicas al capital privado nacional y extranjero. A su vez la política impositiva, tanto aquella que grava al capital nacional como al extranjero, ha experimentado un importante decrecimiento, y con las continuas rebajas de los aranceles se ha estimulado la inversión de capitales.
La política pública en materia social, orientada a liquidar las profundas inequidades que generó el gobierno militar, ha intentado privilegiar a los sectores sociales más dañados y expuestos: los cordones de marginalidad periférica en las grandes ciudades —especialmente en Santiago—, los jóvenes, los ancianos y las mujeres —particularmente las jefas de hogar—. Pero los esfuerzos no han logrado resolver efectivamente los problemas. Si bien la extrema pobreza —recursos insuficientes para resolver las necesidades básicas— ha experimentado una reducción importante, la pobreza en sentido amplio —deterioro de las condiciones de vida— se ha mantenido en rangos altos. De la misma manera la profunda brecha que separa a ricos y pobres se torna cada vez amplia debido a la inexistencia de una política de redistribución efectiva de la riqueza. Los pobres de la ciudad, los jóvenes, los ancianos y las mujeres jefas de hogar, continúan siendo los sectores sociales más vulnerables de la población. Pero con un factor subjetivo asociado, muchos de ellos han perdido las esperanzas en la alegría que venía y la confianza en el sistema democrático, y buscan a través de la transgresión social y delictiva mejorar, aunque sea pasajeramente, sus condiciones de vida.
Pero esta sensación de frustración y desencanto de la sociedad chilena respecto devenir de nuestra peculiar transición, no sólo se manifiesta como consecuencia de la no resolución de los problemas económicos y sociales de ya larga duración. También tienen que ver con la percepción de que en el plano político no son muchas cosas las que han cambiado. Nadie podría discutir que las libertades públicas se han ampliado considerablemente y que derechos otrora conculcados a diario —a la vida, a la libertad, a la asociación, al libre desplazamiento—, se encuentran hoy plenamente garantizados. Pero la frustración, el desencanto y la indignación, brotan nuevamente al reconocer que todavía subsisten muchas situaciones que dan cuenta de la vigencia (institucional) del entramado político dejado por la Dictadura Militar. Elementos que acreditan que, a pesar de los dichos de las actuales autoridades, la plena democracia continúa siendo más una aspiración que una realidad
Precisamente, la política orientada a contener los desbordes sociales originados en las inequidades del sistema, se configura como una de los fenómenos más difíciles de internalizar entre los sectores populares. Efectivamente, uno de los aspectos más recurrentes en el discurso público y en la difusión del mismo a través de los medios de comunicación social es el crecimiento de la delincuencia, en general, y de la delincuencia juvenil, en particular. Al efecto, quienes definen esta situación —Corporación Paz Ciudadana, Instituto Libertad y Desarrollo, Centro de Estudios Públicos, entre otros—, convocan a la propia comunidad para combatir dicho flagelo. En consecuencia se define un escenario para llevar a cabo esta peculiar guerra: el espacio local.
Los antecedentes que se tienen presente para enfatizar la existencia de este desborde social asociado a la delincuencia son múltiples: la deserción escolar que afectaría a un contingente significativo de jóvenes populares, la configuración de unidades de corresidencia (familia) anómalas, el desarrollo personal inestable, las condiciones económico-sociales deficitarias y el insuficiente equipamiento urbano. Por esta vía se construye un discurso oficial que se asienta en la estigmatización del otro a partir de su criminalización y su exclusión por cuestiones económicas. De esta forma se recrea una espeluznante imagen de los anormales, definidos a partir de una serie de eufemismos de uso recurrente: anómicos, en riesgo, transgresores, insurgentes, delincuentes, vándalos, encapuchados, etc. Sin embargo, en una cultura hegemónica que prioriza el individualismo frente a la solidaridad y la acumulación frente a la integración, es difícil la construcción de un otro integrado. De este modo, lo más fácil es la construcción de un otro peligroso, que acecha sobre lo poco que queda para repartir y lo hace sin escrúpulos violando todas las normas que regulan la convivencia.
La estigmatización viene dada —para los sectores pobres— por la territorialización y hacinamiento en que viven, por la gethización de la pobreza, con lo que las políticas sociales de Estado, han contribuido, junto a estrategias racistas y marginalizadoras, a concentrar en bolsones geográficos de pobreza importantes sectores de la sociedad chilena.
De esta forma se instala el miedo al otro como principio rector de las interacciones sociales. Para ello se ha construido un corpus doctrinario polarizador del entorno social: los delincuentes y nosotros. Lo anterior deviene en la configuración de un diseño discursivo y político que asienta la inseguridad y promueve la masificación de mayores y más intensos mecanismos de control social.
En este nuevo contexto el delincuente reemplaza al terrorista como la nueva amenaza a la seguridad de la nación y la Doctrina de Seguridad Nacional es desplazada por la Doctrina de la Seguridad Ciudadana pero operando ambas, en la lógica del Estado de Guerra y en el requerimiento de un Estado Policial. Así, instituciones como la Fundación Paz Ciudadana se develan como la metáfora del consenso. Consenso en torno a un problema que se define como transversal —la seguridad ciudadana— y que logra articular un discurso que logra uniformar a la intelectualidad conservadora y liberal.
Por otro lado es posible observar una abierta contradicción. Mientras se estigmatiza y se persigue a los jóvenes populares como delincuentes reales o potenciales, por otro lado quienes cometen delitos blancos (económicos), reciben un trato especial —Anexo Cárcel Capuchinos y pensionados— y sus delitos son considerados una viveza, propia del ingenio del chileno, con lo cual se relativiza el daño social que causan. A su vez, quienes participaron en los más horrendos crímenes durante la Dictadura, continúan gozando de una condición privilegiada de reclusión y muchos de ellos ni siquiera han sido objeto de juicio y mucho menos de sanción.
Para enfrentar el problema se conforma un Consejo de Seguridad Local, integrado por Carabineros, autoridades municipales y dirigentes comunitarios, que asume como objetivos, la prevención y el control de los problemas de delincuencia. Para ello se define un plan de seguridad que posee cuatro componentes: diagnóstico, elaboración de un Plan de Acción, ejecución del Plan de Acción y evaluación del Plan de Acción. Este diseño, que apunta a un mayor y mejor control del espacio local, se define en el marco de la «guerra contra la delincuencia». La primera fase la cumplen los medios de comunicación social —controlados monopólicamente por las élites de dominación— que instalan la sensación de inseguridad. Una vez verificado este objetivo, las tareas propias de la constitución del Consejo quedan entregadas a los actores previamente descritos. Luego se construye una red de informantes para, posteriormente, ceder paso a las acciones represivas. El resultado es un mayor control social en una lógica en la cual todos dudan de todos y todos vigilan a todos. Se cumple, con ello, un segundo objetivo estratégico: se daña y deconstruye el tejido social.
En este contexto, las autoridades políticas han desplegado una serie de iniciativas tendientes a dar respuesta a la demanda de seguridad que se alimenta desde los medios y dispositivos ideológicos del mundo conservador. Al efecto se creó la División de Seguridad Ciudadana en el Ministerio del Interior, dedicada exclusivamente al problema delictivo; se implementó una modernización histórica en el sistema de enjuiciamiento criminal; existe un programa de instalación de capacidades locales para desarrollar planes integrales de seguridad ciudadana —el Plan Comuna Segura, Plan Cuadrante, etc.—; las primeras cárceles cuya construcción y operación ha sido concesionada a privados ya están siendo levantadas y, recientemente, el Gobierno ha reconocido oficialmente que la delincuencia es un problema que puede incidir en la gobernabilidad del país. Además, casi no existe área de prevención o control de la delincuencia en la que no se hayan invertido cuantiosos recursos o se hayan creado capacidades técnicas; asimismo, el aumento de la delincuencia —de 77% acumulado entre 1997 y 2002— se ha acompañado de un incremento de 105% en las detenciones policiales y un mayor número de condenas, y, por ende, de un crecimiento total de la población reclusa condenada, de 68% en el mismo período.
Las demandas de los organismos conservadores apuntan a profundizar los diseños y las acciones que permitan una mayor focalización y especificidad de las políticas de reducción de la delincuencia. Así, mientras las innovaciones ya realizadas han creado, en general, capacidades institucionales inexistentes con anterioridad —incluso durante la Dictadura Militar—, la ejecución de programas aún se presenta como un núcleo deficitario que debe ser corregido. Los paladines de la guerra contra la delincuencia, continúan demandando un mejoramiento en la gestión, evaluaciones de resultados y la creación de competencias y conocimientos especializados, a fin de optimizar la estrategia de control social. El objetivo estratégico de estas presiones es la instalación de una mesa de trabajo que defina una Política Nacional de Seguridad Ciudadana. De esta manera la transición de la contrainsurgencia a la criminalización de la pobreza estaría completa.
Memoria Histórica, Reivindicación de Justicia y Reparación de las Utopías
Muchos son los aspectos, temas y problemáticas que se vieron precipitados súbitamente al debate público como consecuencia de la publicación del Informe de la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura —más conocida como Comisión Valech—. A mi juicio existen dos fenómenos relevantes, que se encuentran subyacentes en el Informe, y que es necesario discutir: el carácter del Estado y su legitimación como interlocutor de las demandas del mundo popular y la función política del relato histórico.
La construcción oficial del relato histórico, en este último período, se ha producido en diferentes eventos. El más importante ha sido, sin duda alguna, el que surge del informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, creada por el Presidente Patricio Aylwin, mediante Decreto Supremo Nº 355, de 9 de mayo de 1990. En este Informe se instala una noción de los acontecimientos que, a lo largo de la década de 1990, orientó la reconstrucción de los eventos que rodearon el Golpe Militar de 1973. Sobre este punto la Comisión sostiene que las causas que precipitan el golpe de Estado de septiembre de 1973 se explican por el alto grado de «polarización política» existente en el país, el cual conduce a la creación de un «clima objetivamente propicio a la guerra civil». De esta forma los conflictos tienen responsables históricos evidentes, los partidos políticos que precipitan el enfrentamiento ideológico. Se sobrentiende que dicho enfrentamiento ideológico es artificial, por cuanto la tradición histórica de Chile estaría refrendando la existencia de una entelequia, denominada unidad nacional que, a su vez, estaría en la base de la dilatada estabilidad institucional de nuestro país.
Esta falacia histórica, ampliamente aceptada por quienes hoy día realizan actos de expurgación de sus planteamiento otrora radicales, tiende a subsumir las contradicciones objetivas que atravesaban a la sociedad chilena y que, en el período histórico en cuestión, se expresaban a través de la lucha por la ampliación de los espacios de participación popular y por la búsqueda de un horizonte de humanización explicitado programáticamente en la lucha por el socialismo. En síntesis es la lucha de clases, la que alcanza en el período 1957-1973 un determinado grado de desarrollo, la que genera las condiciones objetivas para el incremento de la movilización de masas y que deviene en el surgimiento de nuevas vanguardias políticas (el MIR) y en la radicalización de la izquierda histórica (PS). No obstante los abjuradores profesionales, como Carlos Altamirano, Ricardo Núñez, Antonio Leal y otros de similar calaña, se apresuran a concurrir hasta los espacios de discusión abiertos pos la burguesía y sus acólitos, para consensuar con éstos la culpas implícitas en los anhelos y sueños del mundo popular y, a partir de la deconstrucción de la memoria histórica, alcanzar el reconocimiento de clase política responsable.
Así, mientras que para un sector del antiguo campo revolucionario el Informe Rettig abrió las compuertas para sucesivos y cada vez más patéticos ejercicios autocríticos, para las Fuerzas Armadas, y en particular para el Ejército, el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, careció de todo valor. Cabe recordar que la salida pactada suscrita entre los partidos opositores y los representantes de la Dictadura a fines de la década de 1980, no había cuestionado el rol fundamental de los dispositivos militares y policiales, como garantes del régimen burgués y como columna vertebral del sistema represivo. De ahí que demandarles la negación de su vocación principal, la represiva, era, a lo menos, una estupidez. No extraña, entonces, que el comunicado del Ejército, de abril de 1991, reivindicara abiertamente lo que ellos denominaban «el uso legítimo de la fuerza» en la resolución de los problemas políticos del país.
Cabe entonces preguntarse ¿cuál era, a juicio de los militares, el problema político que ameritaba el uso legítimo de la fuerza? Pues ellos mismos, sin vacilación alguna, respondían: «La Unidad Popular, en su proyecto ideológico, concibió la transformación de la sociedad chilena, en una sociedad comunista». Obviamente inaceptable. Pero consecuente con los procesos formativos de que habían sido objeto los militares chilenos desde el período de la Prusianización en el siglo XIX, hasta llegar a la difusión de la Doctrina de Seguridad Nacional a comienzos de la década de 1960. En ambos casos, y durante toda la etapa en cuestión, los militares chilenos alimentaron un profundo odio y desprecio por la clase obrera y sus vanguardias políticas. Ello se expreso manifiestamente en las sucesivas acciones represivas que desplegaron en contra del movimiento popular a lo largo de todo el siglo XX: Valparaíso (1903), Santiago (1905), Escuela Santa María de Iquique (1907), La Coruña y Pontevedra (1925), Copiapó (1931), Ranquil (1934), Santiago (1946), Valparaíso y Santiago (1957), El Salvador (1967), Puerto Montt (1969), entre otras.
En consecuencia, pretender que los militares chilenos prescindieron de participar en política o que eventualmente mantuvieron una conducta proba es, también, una falacia histórica. Cuando las FF.AA y los organismos policiales fueron requeridos a efectos de neutralizar o reprimir al movimiento popular, siempre y sistemáticamente cumplieron con dicha función. No es extraño, por lo tanto, que a partir de 1973, cuando las clases dominantes delegan en las FF.AA la tarea de resolver la crisis política del régimen capitalista, se aboquen a ello desplegando todos sus recursos materiales y humanos disponibles. Para justificar la masacre, los militares y sus adeptos recurrieron al eufemismo: «Estado de Guerra», establecido en el Decreto Ley Nº 5 de la Junta Militar de Gobierno, de 22 de septiembre de 1973. Es este mismo argumento, recurrido sistemáticamente y amparado en la leyenda de los 15.000 cubanos armados y en la supuesta organización de un ejército paralelo, el que ha permitido generar una historia oficial. La misma se impuso en un contexto de censura aceptado de buena gana por aquellos que, desde los medios de comunicación adictos —«El Mercurio», «La Tercera» y «La segunda», Televisión Nacional, Canal Trece, etc.—, realizaron todo tipo de contorsiones y genuflexiones para agraciar a la Dictadura, colocándose al servicio del ocultamiento de la verdad. Contaron incluso con el apoyo de periodistas que no sólo se mostraron obsecuentes y acríticos con las versiones emanadas desde los ministerios u oficinas políticas de la Dictadura, sino que además, acompañaron y participaron en operativos de seguridad que derivaron en la muerte de opositores al régimen. Ellos también tienen nombre y apellidos: Claudio Sánchez, Pablo Honorato, Julio López Blanco, Ricardo Coya y Esteban Montero.
Los acuerdos alcanzados por la Mesa de Diálogo también se apoyan en una línea de argumentación similar. Parten estableciendo que el país habría vivido, a partir de la década de 1960, «una espiral de violencia política que los actores de entonces provocaron o no supieron evitar». Con ello se abstraen de la violencia como un elemento fundante de la relaciones sociales de dominación impuestas por el régimen capitalista en América Latina desde los inicios de la conquista y colonización española. Por el contrario, la violencia sería, a juicio de los abogados de DD.HH. y de los militares y autoridades que participaron del evento, un problema que afectó al país sólo a partir de la década de 1960. Es más, como esta violencia fue activada, obviamente, por la izquierda marxista, es una violencia artificial, ya que no se desarrolla a partir de condiciones objetivas —como la explotación, la exclusión o la sistemática política represiva—, sino que sólo obedece a la intrusión en el país de doctrinas disolventes. Si observamos la prensa oligárquica de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, podemos encontrar un discurso similar.
No obstante lo más grave, para tan distinguidos sujetos, fue el hecho de que algunas organizaciones políticas «hayan propiciado la violencia como método de acción política». Es decir, se hayan propuesto introducir una estrategia de acción política que se planteaba poner fin, de manera definitiva, a las condiciones de explotación y opresión que el régimen capitalista suponía para las amplias masas de la población. Se cuestiona con ello a quienes no aceptan las condiciones del juego gatopardista burgués, que supuso, por lo menos desde la década de 1930, la integración subordinada de la izquierda al escenario político definido por la burguesía y, con ello, la imposición de un régimen de compromiso que no alteraba las condiciones de vida y de participación del mundo popular.
Tras cartón, los abogados de organismos de derechos humanos, concuerdan con los representantes del Estado burgués, que las acciones atentatorias contra los DD.HH. son tanto aquellas cometidas por los militares como las derivadas de las acciones de resistencia antidictatorial. Cito textual: «Sin embargo, hay otros hechos sobre los cuales no cabe otra actitud legítima que el rechazo y la condena, así como la firme decisión de no permitir que se repitan. Nos referimos a las graves violaciones de los derechos humanos en que incurrieron agentes de organizaciones del Estado durante el gobierno militar. Nos referimos también a la violencia política cometida por algunos opositores al régimen militar». Se pretende imponer, de esta manera, la «teoría de los dos demonios», ya esbozada en el Informe Rettig. Así, violaron los derechos humanos los agentes del Estado, al tratar de contener los desbordes provocados por el desorden político anterior a 1973 y, cometieron similares violaciones, quienes intentaron defender sus vidas y a sus organizaciones con las armas en la mano.
Frente a semejante diagnóstico, la conclusión era obvia: «El país necesita hacer todo lo humano posible para que nunca más se recurra a la violencia política o se violen los derechos de las personas en nuestra patria». A través de esta simple afirmación se le niega a los sectores populares la autonomía para definir qué estrategia política desarrolla en función de las condiciones objetivas que eventualmente se presenten. No obstante —Dios nos libre—, ello no supone, en ningún caso, arrebatarle a los dispositivos del Estado el monopolio de las armas. Por el contrario, ello queda explícitamente establecido: «Reafirmamos que es condición del estado de derecho que el ejercicio legítimo de la fuerza quede entregado exclusivamente a los órganos competentes en un sistema democrático, como también el rechazo absoluto de la violencia como método de acción política. Se hace indispensable desterrar y rechazar, de manera categórica, cualquier forma de acceso al poder por vías distintas de las democráticas».
La opción epistemológica implícita en esta forma de comprender y de narrar la historia se encuentra claramente definida. Para estos actores la historia asume una función conciliatoria. Es decir, una suerte de pedagogía de la subordinación: recordemos para no volver soñar. Dicho de otro modo, no debemos olvidar lo ocurrido, básicamente, para no volver a cometer los errores del pasado. Esta afirmación, con la cual cualquier sujeto podría estar de acuerdo, no es, en todo caso, aséptica. Lo que efectivamente se nos pretende decir es que no debemos intentar repetir el «error histórico» de tomar el cielo por asalto. Así, el mundo popular debe asumir la justicia en la medida de lo posible, la democracia restringida y una redistribución de la riqueza miserable. Los sueños y utopías de un mundo más humano ya no sólo son peligrosos. También son un error histórico.
En su particular estilo pedagógico el presidente Ricardo Lagos nos señala: «El quiebre de nuestra democracia se produjo en medio de tormentas crecientes que el país y sus líderes no fuimos capaces de controlar. Por ello es necesario que quienes vivimos ese quiebre y teníamos responsabilidades en las distintas áreas de la vida nacional, no dejemos nunca de pensar y reconocer, con humildad y realismo, cuáles fueron los errores individuales y colectivos que nos llevaron a un momento tan terrible en nuestra historia patria. Tal vez, el momento más terrible». De esta forma, el momento de mayor exaltación del triunfo popular, el crisol vertiginoso de los sueños y las realidades, la concreción de la utopía posible, se convierte en el «momento tan terrible en nuestra historia».

Este esfuerzo por eludir un análisis riguroso del rol del Estado y en particular de sus dispositivos de seguridad en la represión sobre el mundo popular, es evidente en el discurso público. Sistemáticamente las autoridades pretenden demostrarnos que sólo en la coyuntura 1973-1990 se habría actuado con violencia sobre el pueblo y sus organizaciones. Ello queda de manifiesto en la intervención del Presidente de la República al momento de dar a conocer el Informe de la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura: «El informe nos hace mirar de frente una realidad insoslayable: la prisión política y las torturas constituyeron una práctica institucional de Estado que es absolutamente inaceptable y ajena a la tradición histórica de Chile». Que desparpajo. Aparentemente el Presidente de la República desconoce los aspectos básicos de la construcción histórica de la sociedad chilena. Desconoce que la historia de Chile se encuentra plagada de abusos y crímenes, precisamente en contra de los más humildes. Pero el olvido no es sólo una capacidad intrínseca de nuestro Primer Mandatario. También su equipo de gobierno se hace partícipe de esta suerte de amnesia colectiva. Así, el Ministro de Defensa, Jaime Ravinet, al recrear la historia patria en un seminario organizado por el Ejército, nos regresa, prácticamente, a una época dorada: «En nuestro país habíamos vivido muchas décadas en paz; los apremios ilegítimos eran algo muy excepcional. Vivíamos la democracia como una institución natural e incluso algunos la calificaban como burguesa o formal, aunque después, los mismos de la manera más dura y cruel, la aprendieron a valorar. Durante buena parte del siglo pasado la violencia política fue algo extraño en el desarrollo del sistema político chileno y sólo comenzó a incrementarse, aunque aún de manera circunscrita, a partir de mediados de los años 60, en plena Guerra Fría». Nadie se hace cargo y mucho menos quiere recordar que , el proceso de Conquista del territorio nacional por la hueste hispana se realizó sobre la base de las masacres colectivas, el despojo de tierras y la compulsión laboral; la guerra interoligárquica por la independencia y los conflictos civiles posteriores se verificaron enganchando por la fuerza a los sectores populares; la transición del modo de producción colonial al sistema capitalista se verificó a través del «encierro» y de los castigos físicos; y que la irrupción y construcción del movimiento obrero fue enfrentada con matanzas sistemáticas por parte del Estado. La práctica de la represión y de la tortura, Señor Presidente, no ha sido en absoluto ajena a la «tradición histórica de Chile», por el contrario, ha sido un elemento fundante de la sociedad chilena.
Desde una óptica de análisis similar, el Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, reconoció, en noviembre de 2004 —en el marco de la creación de la Agrupación de Seguridad Militar—, que el Ejército tenía una responsabilidad ética e institucional en las violaciones a los derechos humanos cometidas en Chile entre 1973 y 1990. En su intervención indicó que fue el contexto de Guerra Fría, imperante hasta fines de la década de 1980, el que explicaba, más no justificaba, las violaciones a los derechos humanos cometidas por los miembros de las FF.AA. El General Cheyre apuntó a que las FF.AA. se sentían parte de un conflicto e intervinieron en él considerando que lo que hacían era lo correcto.
Al igual que otros, Cheyre instala nuevamente la imagen de que los acontecimientos de 1973 fueron excepcionales por la odiosidad y división que provocaron al interior de la sociedad chilena y en cuanto circunstancia excepcional nunca antes se habría verificado una conducta similar. No obstante habría que preguntarse ¿si el pueblo chileno opta nuevamente por reiniciar un proceso de transformaciones sociales, políticas y económicas como el vivido en el período 1970-1973, qué podemos esperar de nuestras FF.AA.? El general Cheyre insinúa una respuesta: «Se trata [el período de la Unidad popular], de una época y de una manera de existir, como pueblo y como Nación, que se ha dejado atrás». Efectivamente, ha quedado atrás. Es pasado. Pero la historia, con sus porfiados devenires, puede, nuevamente, producir las condiciones históricas que permitan construir una alternativa popular de poder. Y, en ese evento, general Cheyre, en el cual se reinstalen las odiosidades y divisiones propias de la lucha de clases, ¿qué hará el Ejército de Chile? Me permito adelantarme a su respuesta. Hará lo que históricamente ha hecho: defender los intereses de clase de los sectores dominantes a sangre y fuego.
El Ejército puede darse por satisfecho. La refundación de la sociedad chilena en función de los requerimientos del sistema capitalista, mostraba una falencia; las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Dictadura entre 1973 y 1990, si bien habían generado las condiciones políticas para la instalación del nuevo sistema, abrían una brecha importante entre las FF.AA. y la clase política. Era necesario avanzar en la depuración de las tensiones para alcanzar los consensos necesarios en todos los planos del nuevo orden sistémico. Juan Emilio Cheyre, con meridiana lucidez, descubre en el Seminario que dicho consenso por fin se ha alcanzado; y señala: «(…) en nuestro país predominan ampliamente visiones que, como fuera expuesto por Ricardo Núñez, Jorge Burgos y Andrés Allamand, han transitado desde posiciones confrontacionales y rupturistas hacia escenarios donde todos los sectores —independiente de sus diferencias— aspiran a una sociedad democrática, estable, no confrontacional, desarrollada con equidad, tolerante, donde hayan espacios para cada chilena y chileno, y donde la cohesión social —entendida ésta como la unidad en la diversidad, sin fragmentación— nos permita construir el Chile que todos anhelamos». Misión cumplida. Los rebeldes fueron definitivamente silenciados y los obsecuentes cierran filas con sus antiguos perseguidores, defendiendo el nuevo diseño de país. El mismo que hasta hace una década execraban.
Esta recurrencia a la historia, pero muy particularmente a la historia política de Chile del período 1970-1973, adquiere el carácter de fetiche que exorciza todas las culpas y responsabilidades. Al respecto el Cuerpo de Carabineros de Chile señaló recientemente: «La Institución considera que el contexto histórico de la década del 70, en que el país sufría graves alteraciones sociales y políticas, llevó al conjunto de la sociedad chilena a un clima de confrontación y violencia». El contexto histórico lo explica todo y, a la vez, invisibiliza o encubre las responsabilidades específicas. De esta manera las conductas de los chilenos, en particular la de aquellos que se propusieron la reorganización de la sociedad en un modelo de carácter socialista, constituye la base explicativa de la ofensiva represiva desatada con posteridad. La osadía popular de construir una sociedad ajena a la explotación y a la exclusión, se evalúa como desencadenante de la crisis y como factor clave para explicar los fenómenos represivos posteriores.
Un enfoque similar sostiene la Armada cuando señala que «Sin duda que no hay ningún contexto que justifique la violación a los Derechos Humanos. Sin embargo, si verdaderamente queremos entender por qué ocurrió en Chile esta suerte de locura colectiva, no podemos abstraernos del clima de polarización y odio que se había generado desde antes de 1973. Es la única forma de prevenir que estos hechos se repitan». Similar enfoque, diferentes argumentos. En este caso el proyecto de cambios revolucionarios que intento llevar a cabo el movimiento popular en el período aludido, era simple y llanamente, una «locura colectiva». En consecuencia quienes lo protagonizaron no podían ser otra cosa que enajenados. Prevenir semejantes arrebatos involucra, entonces, generar las condiciones de interdicción institucional y cultural —historia oficial—, que impidan la reedición del proyecto emancipador.
No escapa a esta suerte de discurso homogéneo la visión que sobre los hechos posee la Fuerza Aérea de Chile: «Los hechos mencionados en el informe ocurrieron en un marco de convulsión, de polarización y de escenarios confusos asociados a la guerra fría, que afectaron a la sociedad en su conjunto, dividiéndola ideológicamente en sectores irreconciliables y sobre los cuales cada chileno puede tener su opinión». Para la Fuerza Aérea, al igual que para los demás actores institucionales, el conflicto fue eminentemente ideológico. La sociedad chilena fue escindida no por las contradicciones de clase —que al parecer jamás han existido—, sino que por la prédica virulenta de los portadores del odio.
Si bien la declaración de la Corte Suprema no profundiza respecto de los acontecimientos previos al golpe de Estado de 1973, no es menos efectivo que también recurre al contexto histórico para intentar evadir su responsabilidad institucional y la de algunos de sus miembros en particular, en las violaciones a los derechos humanos. Para los supremos, las restricciones impuestas al Estado de Derecho por las autoridades militares se convierten en la causal fundamental de la ineficacia de los tribunales en la defensa de los ofendidos. Así, en el punto 3 de su nota, sostienen que no se les pude acusar de «connivencia con quienes cometieron los excesos y violaciones que se han conocido». No obstante ello, es público y notorio que los ex presidentes de la Corte Suprema, Enrique Urrutia Manzano e Israel Borquez, no sólo entregaron el respaldo institucional a los golpistas, sino que, además, negaron sistemáticamente la existencia de detenidos desaparecidos y de cárceles secretas. Con ello, señalaron a los demás jueces un derrotero para los fallos de los recursos de amparo presentados por los familiares de las personas detenidas. Esto, indudablemente, dejó en la más absoluta indefensión a quienes buscaban amparo en los tribunales.
También los agentes civiles de la Dictadura concurrieron al debate instalado por el Informe de la Comisión Valech. Y lo hicieron con el cinismo y la hipocresía propios de aquellos que instigaron y ampararon las violaciones a los derechos humanos, pero jamás tuvieron el coraje de ponerse en la primera fila del enfrentamiento social y político. Aquellos que, como dijera el Presidente Allende, esperaban con mano ajena que los militares les hicieran el trabajo sucio. Uno de ellos es el actual Presidente del Senado, Hernán Larraín, quien manifestó ante los militares que: «Nunca antes habíamos tenido que enfrentar una situación tan compleja y dolorosa como difícil de explicar, por cuanto la legitimación del uso de la violencia produjo entre nosotros daños inéditos en nuestra historia patria». La violencia, nuevamente, aparece como un fenómeno excepcional, propio del clima de agitación propiciado por los partidos de izquierda. En la intervención de Larraín, la explotación de clase propiciada por los sectores sociales a los cuales defiende y representa, no existe.
Pero Larraín va incluso más allá. Se hace cargo de la participación de los civiles en el régimen militar, pero abjura de la represión y de su función de instrumento de control social. Por el contrario, pretende demostrarnos que la incorporación de civiles al aparato de gobierno devino en la atenuación de la represión. «¿Se puede participar en él aún cuando sea para reducir sus efectos o ello no es aceptable bajo ninguna circunstancia? Este es el dilema de quienes participan en la reconstrucción de un país en un gobierno de facto, sean civiles o militares. Los gobiernos autoritarios no se deben ver, aunque así lo parezcan a primera vista, como una expresión monolítica. Existen siempre en su interior tendencias que luchan por llevar el poder de la fuerza por distintos caminos. ¿Resulta legítimo o conveniente, o explicable por la teoría del "mal menor", permanecer en ciertas funciones ante la inevitabilidad del rumbo del régimen, como una manera de atenuar o impedir los errores u horrores cuya existencia muy probablemente ni siquiera se conoce en su dimensión real? ¿Qué resulta más conveniente para quienes pueden ser objeto de la acción desquiciadora, la ausencia de estos contrapesos o la actuación ilimitada de los poderes oscuros?». Pero a la retórica exculpatoria no concurren antecedentes concretos. Por el contrario, los mismos acreditan que la represión desatada en Chile a partir de 1973 generó las condiciones políticas y sociales necesarias para la construcción del nuevo sistema de dominación social, del cual ha usufructuado tanto la burguesía, como la élite política que la representa. Pero, además, Larraín no recuerda que fue precisamente durante la gestión de de un ministro civil, en la cartera de interior —Sergio Onofre Jarpa—, que se produjo las más brutal de las acciones represivas contra la movilización de masas antidictatorial. Efectivamente, durante la jornada de protesta del 11 y 12 de agosto de 1983 el régimen militar, a través del Ministerio del Interior, declaró el Estado de Sitio y las tropas del Ejército, unidas a la policía de Carabineros y a los agentes de la CNI, se dieron a la tarea de asesinar a balazos a 25 compatriotas.
De un tenor similar son las declaraciones de Andrés Allamand, quien insiste en que las divisiones engendradas antes de 1973 son, exclusivamente de carácter ideológico: «El horror no apareció de la noche a la mañana. Se fue gestando a la par del socavamiento de la democracia chilena, de la validación de la violencia política, del irresponsable entusiasmo revolucionario por la vía armada, de la alimentación sistemática del odio de clases, del pesado influjo de la "guerra fría", en fin, de la borrachera ideológica que asesinó la tolerancia entre nosotros».
Incluso quienes hasta 1973 internalizaron y agitaron el proyecto de transformaciones de la sociedad chilena, aparecen hoy día contorsionándose políticamente y abjurando de todo aquello que adoraron hasta hace poco tiempo. Ricardo Núñez, declamó muy contrito en el Seminario organizado por el Ejército en diciembre pasado, «Permítaseme hacer una afirmación dolorosa. Ninguna fuerza política había internalizado profundamente los valores de los Derechos Humanos. Ellos no estaban en el currículum de nuestras principales instituciones educativas. No formaban parte de nuestro acervo cultural. Esto permitió que la sobre-ideologización, la polarización política, la pérdida de la convivencia cívica, las visiones totalizantes de la vida; se convirtieran en el sustrato que posibilitó que, en 1973, se clausurara nuestra democracia, a través del golpe de Estado que encabezarán las Fuerzas Armadas y de Orden y que terminó con la vida del Presidente Salvador Allende y La Moneda bombardeada». De esta manera el revisionismo histórico se hace transversal. Ricardo Núñez, al igual que sus colegas de la derecha, que el Gobierno y las instituciones del Estado burgués, desecha las contradicciones objetivas que atravesaban a la sociedad chilena hasta ese momento. La Reforma Agraria y la demanda de los campesinos por la tierra; las ingentes utilidades que las transnacionales esquilmaban del país; las profundas inequidades en los accesos a los servicios básicos; la desigualdad, la explotación, la pobreza y el abuso sistemático en contra de los pobres y los trabajadores. Nada de ello, al parecer, ocurría. Sólo la sobreidelogización de la sociedad, que el asume como responsabilidad propia y de la izquierda, explicarían la crisis de la sociedad chilena hacia 1973.
En este corifeo de voces conciliatorias no podía estar ausente la verborrea del historiador oficial del Estado burgués: Gonzalo Vial. Luego de despachar de manera breve y elegante sus propias responsabilidades como apologista y ministro de la Dictadura, Vial se revuelve de manera virulenta contra el Informe de la Comisión Valech. Al referirse a quienes presentaron su testimonio ante dicha Comisión, Vial nos retrotrae al lenguaje de la burocracia represiva y los denomina «presuntas víctimas», cuestionando y subestimando sus relatos, a través de este mecanismo discursivo. No podemos dejar de mencionar que fue a este sujeto a quien el gobierno de Patricio Aylwin, primero, y la administración de Eduardo Frei Ruíz-Tagle, después, le otorgo legitimidad política, al incorporarlo a la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación y luego al integrarlo en la Mesa de Diálogo, en su condición de preclaro e insigne historiador. Es como si el Tribunal Internacional de Nüremberg les hubiese entregado la investigación de los crímenes del Nacionalsocialismo a historiadores revisionistas como Robert Faurisson o Greg Raven.
Incluso el sujeto de marras, al momento de cuestionar la fiabilidad de los testimonios se permite deslizar, groseramente —como suele ser su estilo—, que al momento de indemnizar a las víctimas de torturas «es preferible compensar a quienes no lo merecen, antes que dejar de hacerlo con quienes lo merecen». Es decir, a juicio de nuestro insigne narrador, existirían torturados de segunda categoría que sólo acceden a los beneficios de la indemnización por descarte. El escenario, en consecuencia, se revierte: las víctimas son las enjuiciadas. Ahora el torturado, para satisfacer la curiosidad de nuestro historiador, debe demostrar, fehacientemente sus llagas físicas y psicológicas, debe demostrarnos que no miente, porque, ni más ni menos, se encuentra en juego la honra de sus torturador.
Pero también es posible, e incluso necesario, desmenuzar cada una de las aseveraciones de Gonzalo Vial, contrastarlas históricamente y concluir que el tipo miente. Profundicemos sólo en una de ellas. Cuando cuestiona la comparación que hace el Informe de la Comisión Valech, entre la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP) y el Frente Nacionalista Patria y Libertad (FNPL), y sostiene muy suelto de cuerpo que, «Patria y Libertad, cualquiera cosa que opinemos sobre ella, jamás cometió un asesinato político selectivo», es que o estamos frente a un ignorante supino —cosa que dudo— o intenta —como lo hizo al escribir el Libro Blanco o desde el Ministerio de Educación—, adulterar los hechos para «reescribir» los acontecimientos. Señor Vial, por si no lo sabe o lo olvido, el Frente Nacionalista Patria y Libertad tuvo participación acreditada judicialmente en los asesinatos «selectivos» de Arturo Araya Peters, Edecán Naval del Presidente Salvador Allende y de Jorge Henríquez González operador de televisión en Concepción. De la misma manera es la mano de Patria y Libertad la que se encuentra detrás de la asonada golpista del Coronel Souper, de junio de 1973, que le costó la vida a más 50 personas en la capital. Ni en el mejor momento de su capacidad de intervención operativa la VOP logró desplegar acciones de esta naturaleza.
No puedo en todo caso dejar de compartir con Gonzalo Vial que, especialmente a fines del período de la Unidad Popular existía un verdadero «clamor bélico» en las filas del movimiento popular. No obstante, la retórica de la violencia en la izquierda no tenía, objetivamente, su correlato en los recursos humanos y materiales necesarios para hacer frente a la asonada golpista. Ello no exime a las direcciones políticas de la izquierda revolucionaria de la época —especialmente del MIR y del PS— por la irresponsabilidad de agitar un discurso revolucionario que colocaba en el centro de la intervención estratégica del movimiento de masas, el accionar armado, y no generar efectivamente las condiciones materiales y operativas necesarias para desplegar dicho potencial. No se explica de otra forma que, una vez convocado el pueblo y los trabajadores a defender sus fábricas, barrios y centros de estudio, y ocupados dichos recintos por el movimiento popular, la capacidad de resistencia haya sido casi nula, como consecuencia, precisamente, de la falta de recursos materiales para la defensa. Objetivamente, no había un ejército paralelo, ni miles de armas dispuestas para la defensa. Sólo una retórica de la violencia y un gran voluntad de combate, que resultaron insuficientes para contener el golpe.
Lo que evidentemente genera repulsa, a lo menos académica, es seguir el resto de la argumentación de Gonzalo Vial. Particularmente cuando cuestiona a los partidos y dirigentes de la Unidad Popular por generar las condiciones políticas —más no militares—, para intentar defender el gobierno de Salvador Allende —por lo demás, señor Vial, gobierno legítimamente constituido—. En el criterio de nuestro historiador los esfuerzos en ese sentido de la izquierda desembocaban necesariamente en la guerra civil. Ergo, lo lógico, de acuerdo con Vial, era la renuncia de Salvador Allende a la presidencia de la República y la restitución del poder a la burguesía.
Por último se nos revela el verdadero Gonzalo Vial. El defensor no sólo de la Dictadura y de los torturadores, sino que el irrestricto paladín del orden burgués. Y lo hace planteando exigencias: «El ¡Nunca más la tortura!, es un grito inútil si no añadimos otro: Nunca más el contexto de la tortura, las condiciones que la fomentan, la prédica y práctica (aunque parezcan embrionarias) del odio, la violencia, el aplastamiento, el juego al todo o nada con la vida, el honor o los bienes del prójimo!». En definitiva, lo que reclama nuestro narrador es: nuca más un movimiento popular capaz de cuestionar las bases económicas, sociales y políticas sobre las cuales descansa el orden burgués y en el cual él se desenvuelve con particular soltura.

No obstante, a contrapelo de la larga exposición de Gonzalo Vial, en Chile jamás existió terrorismo de izquierda. El único terrorismo —tal y como lo define Vial «la violencia física extrema para imponer una idea o hacerle propagada»—, corrió por cuenta del Estado y de sus organismos de seguridad. Cabe preguntarse, en todo caso, sin eufemismos ¿Desplegó la izquierda, después de 1973, una estrategia política que consideró el uso de la violencia? La respuesta es categórica: Sí. Asumiendo al efecto la doctrina internacional que reconoce el legítimo derecho de los pueblos a la rebelión y apoyándose en acciones que siempre tuvieron como objetivo a un enemigo armado, superior en recursos y equipamiento. Jamás las acciones de la izquierda insurgente se orientaron a dañar o amedrentar al pueblo y a sus organizaciones. Por el contrario, la violencia popular fue la respuesta legítima de las masas a la política de exterminio desatada en su contra por la Dictadura.
Más complejo resulta discutir y polemizar con los compañeros, camaradas y amigos que durante la larga noche de la Dictadura compartieron las trincheras de la resistencia. Respeto no sólo su consecuente conducta política e intelectual, sino que también la línea de argumentación que sostienen respecto del Informe de la Comisión Valech. Pero no puedo dejar de mencionar que discrepo con ellos en varios aspectos. El principal y el más importante es el de la legitimación de la Comisión, en consecuencia, la validación que le otorgan a un espacio de denuncia abierto por el propio Estado burgués. Me refiero, en este caso, a quienes desde el ámbito de la historia elaboraron el Manifiesto de Historiadores Chilenos II, hecho público el 16 de diciembre pasado. Ellos sostienen que «El mérito del Informe Valech no radica sólo en que el Gobierno haya ordenado constituir la comisión respectiva, sino, principalmente, en que recopila y revela un trascendental testimonio ciudadano, cuya importancia no es judicial ni es sólo ética, sino, más bien, histórica y política». Pero cabe preguntarse, ¿Estos antecedentes son efectivamente nuevos?, ¿Acaso la sociedad chilena desconocía los múltiples testimonios que en su momento fueron recopilados por los organismos de derechos humanos, como el Comité Pro Paz, la Vicaría de la Solidaridad, la Comisión Chilena de Derechos Humanos, La Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas y el Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo?, ¿No existe registro, acaso, de los múltiples informe elaborados por los relatores nombrados por la Organización de Naciones Unidas para investigar las violaciones a los Derechos Humanos en Chile?, ¿No están disponibles los informes de Amnistía Internacional y de la Comisión Internacional contra la Tortura sobre nuestro país? La respuesta es categórica: Los testimonios existían y han sido sistematizados en múltiples oportunidades. Es más, los antecedentes al respecto relevan que fueron más de 120.000 los chilenos que durante el régimen militar sufrieron prisión política y torturas. De manera que el Informe Valech recopila sólo una fracción de dichos antecedentes. En este caso en particular, no correspondía reivindicar ante el Estado burgués las problematizaciones propias de las violaciones a los derechos humanos y mucho menos dar legitimidad política al Informe de dicha Comisión. Por el contrario, el verdadero poder ciudadano debió articularse en torno al Coordinador de Derechos Humanos y, desde esa tribuna, denunciar, no sólo las brutalidades cometidas por los militares, sino que, también, representar la política de encubrimiento e impunidad que se encuentra en marcha desde el momento mismo en que la Concertación de Partidos por la Democracia se hizo con el poder. El hecho político que se demanda no debió haber sido jamás protagonizado por el Estado, debió quedar siempre en manos del mundo popular.
Por otra parte no puedo menos que compartir el análisis retrospectivo del contexto histórico. Especialmente cuando se hace referencia a la crisis de largo plazo que afecta a la sociedad chilena. Es, efectivamente, esa crisis estructural la que genera las condiciones de contexto que devienen en una agudización del enfrentamiento social. Pero sostener que fue la juventud de las décadas de 1960 y 1970, la que protagonizó los procesos de cambio, es subsumir a la clase trabajadora y al conjunto de los sectores populares en un enfoque estereotipado, acuñado por los medios de comunicación derechistas de la época, que adscribían a la defensa del orden burgués. Los jóvenes, al igual que otros segmentos específicos de la sociedad, como las mujeres y los profesionales, se posicionaron en el enfrentamiento social de acuerdo con las pertenencias de clase y en función de los programas políticos que los identificaban. No existe, en definitiva, un movimiento juvenil con características propias, que se coloque por encima del enfrentamiento de clase, sino que, por el contrario, son los jóvenes populares los que le imprimen un dinamismo especial al movimiento popular de la época.
También comparto el análisis de la violencia utilizada por el Estado contra los sectores populares a lo largo de la historia. Pero a diferencia de mis compañeros de historia, no demando del mismo nada diferente. Por el contrario, entiendo que el Estado burgués hace lo que tiene que hacer, por cuanto encarna y defiende los intereses de clase de la burguesía y de sus aliados. Invocar otro tipo de conducta es hacerse cargo de que el Estado y sus dispositivos represivos se encuentran al margen de la lucha de clases. Por ello, tampoco comparto la ingenua aseveración que señala: «El monopolio de las armas, que la Nación ha confiado a los institutos uniformados, no autoriza en ningún caso volverlas contra el propio pueblo». El problema, estimados compañeros, es precisamente ese. El pueblo jamás ha entregado al Estado el monopolio de las armas. Es el Estado y las clases dominantes los que le han enajenado al pueblo la soberanía de la defensa. En consecuencia, no tiene sentido demandarle al Estado que deje de reprimir al pueblo, por cuanto ello constituye una función específica del mismo, en particular de sus dispositivos militares y policiales. Resulta imprescindible que el pueblo recupere la plenitud de su soberanía, en la administración de los recursos económicos, en la organización de la sociedad y en el terreno de la defensa y de la seguridad. Ello, obviamente, jamás será una concesión y mucho menos una orientación de la actual política pública.
Pretender, por lo tanto, reeducar a las FF.AA, en el contexto del actual régimen de dominación, no sólo es iluso, también es políticamente estéril. Las FF.AA, como lo han venido demostrando hasta el momento, han sido capaces de incorporar nuevas temáticas a sus programas de formación e incluso han integrado a académicos provenientes del campo progresista a sus planteles docentes. Ello, sin duda, ha contribuido a reposicionar a los organismos represivos del Estado en el nuevo escenario abierto con la transición política. No obstante, la naturaleza del Estado no se modifica, tan sólo se readecua. Como lo señalamos en un acápite anterior, la subversión política ha sido reemplazada por la delincuencia social, pero los roles y funciones de la represión continúan siendo los mismos. Por ello, no debe ser tarea de los revolucionarios el intentar reeducar a las instituciones armadas y de seguridad, sino que desmantelar sus bases ideológicas, políticas, organizativas y operativas.
Tampoco puedo compartir, en su integridad, la declaración de la Coordinación de Organizaciones de Ex Presas y Ex Presos Políticos de Chile, cuando demanda al Estado —y estamos hablando del Estado burgués—, que establezca las responsabilidades y el castigo a quienes torturaron y mucho menos que se demande al mismo una «reparación integral (…) moral, social, jurídica y económica». Demandar algo así es no reconocer las características del Estado que ellos mismos combatieron o combaten. Es asignarle el carácter de interlocutor válido para resolver una condición que sólo es posible alcanzar en un escenario político diferente. Ellos jamás concederán lo que se demanda. Se traicionarían a sí mismos. Por el contrario, para conceder algunas migajas nos plantean exigencias, sacrificios y voluntad de consenso. Las experiencias anteriores desplegadas por los sucesivos gobiernos de la Concertación —Comisión Verdad y Reconciliación y Mesa de Diálogo, entre otros— son una expresión de ello. Interlocutar estos temas con el Estado sólo nos divide y debilita. Y nos debilita, aún más, si aceptamos la «reparación económica». Me resisto ha asumirme como pensionado de guerra del régimen burgués. Me parece inaceptable que los revolucionarios formen fila para estirar la mano en las cajas de la dádiva concertacionista. Ello ofende no sólo nuestra dignidad personal, sino que también hiere la memoria de todos los combatientes que entregaron sus vidas por derrocar el régimen burgués y avanzar hacia la construcción del socialismo en Chile.
No obstante, no puedo dejar de reconocer el impacto político, social y cultural que ha provocado el Informe de la Comisión Valech. No sólo por lo que señala explícitamente respecto de las violaciones a los derechos humanos en Chile, sino que, fundamentalmente, por los dinámica política que detonado a nivel nacional. Se suceden los pronunciamientos públicos, los desgarros de vestiduras, los mea culpa y los actos de contrición. De hecho, al momento de constituirse la Comisión, el Presidente de la República indicó el camino que, un año después, habrían de transitar la mayoría de los expurgadores oficiales. Con un dejo levemente emocionado Lagos señaló, en agosto del 2003: «Mucho ha sido el sufrimiento de víctimas, de quienes estuvieron presos, estuvieron detenidos, muchos de ellos fueron también torturados. Ellos merecen, de parte de todos los chilenos, independientemente de las ideas que cada uno profese, el mayor respeto por las terribles experiencias que ellos vivieron. Su dolor, bien lo sabemos, no puede ser reparado sino en parte muy pequeña. Con el fin de otorgar esa mínima reparación, he decidido que se creará una Comisión responsable de establecer rigurosamente quiénes pueden ser beneficiarios de una indemnización austera y simbólica, que simbolice el perdón que Chile les pide por lo que en un momento se hizo en sus cuerpos». Quiero decirlo con mucha honestidad, pero también sin vacilaciones: A mí, en particular, no me interesan los mendrugos que caen de la mesa de los opulentos o las miserables dádivas con las cuales el Estado burgués pretende repararme. La única reparación real y legítima tiene que ver con un proyecto colectivo de transformación de la sociedad, ajeno al Estado y a los intereses de clase que defiende; tiene que ver con el movimiento popular y sus luchas; tiene que ver con reparar los sueños y las utopías; tiene que ver con rearmar, política, ideológica y militarmente al pueblo y a sus vanguardias. Por ello no es posible que los revolucionarios pretendan empuñar en una de sus manos el arma de la lucha anticapitalista y con la otra, subrepticiamente, no se nieguen a recoger las migajas que el mismo sistema capitalista les entrega para reparar los dolores inflingidos. No es correcto, no es ético, no es moral.
¿Debemos renunciar acaso a la justicia? Sin duda que no. Pero no podemos hacernos cargo, parafraseando a Gabriel Salazar, ni de la justicia diplomática, ni de la justicia política, ni de la justicia arbitral. Si es necesaria la justicia histórica y la misma se construye en los espacios de discusión que el mundo popular de manera autónoma ha venido abriendo en estas últimas décadas. También relevamos la justicia ciudadana, pero no aquella que emerge eventualmente para los actos electorales convocados por la burguesía, sino que la que se manifiesta en la organización y lucha popular. Pero está también la justicia de los ofendidos —personal y corporativa—; la de aquellos que se vieron violentados, humillados y escarnecidos. La justicia de los cuerpos lacerados y las mentes horrorizadas. La justicia legítima que se ha de impartir en cualquier lugar y momento, sin consulta previa; antes que el tiempo, con su irreductible rutina, nos arrebate los cuerpos de los culpables.
Avanzar en el proceso de esclarecimiento de las circunstancias en las cuales fueron torturados, asesinados y hechos desparecer nuestros compañeros, constituye una tarea pendiente y aún necesaria. Pero también es necesario acelerar el proceso de vindicación de los ofendidos. En este punto es imprescindible ser claro y explícito. No sólo es culpable el que apretó el gatillo. No sólo es culpable el que dio la orden directa de torturar y asesinar. No sólo es culpable el que planificó y generó las condiciones políticas para la masacre. También son responsables directos del genocidio quienes concurrieron con su apoyo ideológico y profesional a la Dictadura. Historiadores, como Gonzalo Vial, que construyeron una imagen de los derrotados (El libro blanco) que sirvió de soporte al encarnizamiento sobre sus cuerpos. Jueces, como Enrique Urrutia o Israel Borquez, que se destacaron en la denegación de justicia a los perseguidos. Políticos, como Jaime Guzmán, que edificó el entramado institucional sobre el cual ha descansado la represión, la exclusión y la explotación durante estas últimas tres décadas. También son responsables de la matanza, los que en esa época se desempeñaban como jóvenes ministros, burócratas, gobernadores y alcaldes de la Dictadura. Los mismos que hoy día, ya maduros profesionales de la política, pretenden erigirse en paladines de una democracia castrada. No hay inocentes, todos son culpables. En consecuencia, todos deben responder.
Osorno, 31 de diciembre de 2004