|  
        Europa | 
|   | 
Sobre la insurrección de los suburbios en Francia
Samir Amin y Rémy Herrera 
Traducido del francés para Rebelión por S. Seguí
Tanto en Francia como en el extranjero se ha escrito mucho sobre los 
acontecimientos que los medios de comunicación han denominado la "insurrección 
de los suburbios" o la "guerrilla urbana", deformándolos parcial o 
completamente, y que se desarrollaron entre finales de octubre (a raíz de la 
muerte en condiciones poco claras de dos jóvenes perseguidos por la policía en 
Clichy-sous-Bois) y finales de noviembre (tras la decisión del Gobierno Chirac-Villepin-Sarkozy 
de prorrogar el estado de urgencia por tres meses). El ridículo se alcanzó 
cuando las embajadas de varios países extranjeros difundieron consignas de 
seguridad dirigidas a sus nacionales residentes en territorio francés. Francia 
no está en llamas. Los desordenes sólo tuvieron lugar en las ciudades satélite y 
los barrios suburbiales más pobres del país, donde habitan numerosas familias de 
las capas populares en grandes torres y masas de hormigón (y donde raramente se 
ven turistas u hombres de negocios). Los jóvenes que se rebelaron contra el 
orden establecido la emprendieron contra bienes materiales, incendiando coches 
(por millares), centros comerciales, comisarías de policía, bancos, etc. no 
contra las personas, con la excepción de las fuerzas del orden. Nuestra 
intención aquí no es justificar estos actos de violencia gratuita, sobre todo 
cuando se sabe que afectaron a bienes públicos (escuelas, transportes públicos, 
etc.), sino intentar comprender las razones de esta rebelión. Ya que, aún sin 
aceptar las formas que ha tomado, muchos Franceses comprenden esta explosión y, 
para decir todo, la esperaban como algo absolutamente ineludible. Sabemos todos 
que esta sociedad (capitalista) nuestra no ofrece nada a estos jóvenes: ni 
condiciones de alojamiento satisfactorias, ni una educación que les permita 
conseguir un empleo estable, ni esperanza de promoción social, ni 
reconocimiento, ni escucha. La relación más tangible de estos jóvenes con el 
Estado (capitalista) consiste en los controles policiales, a veces brutales, 
siempre intimidatorios y humillantes, basados en el aspecto. 
Muchos observadores hicieron oír sus voces, con razón, contra la represión, pero 
lo hicieron limitándose en general a concentrar las críticas sobre el ministro 
de Interior, en campaña para las elecciones presidenciales de 2007. Es evidente 
que su dimisión, por sí sola, no resolvería los problemas de los suburbios. Las 
provocaciones de Sarkozy --que pretendía limpiar "con mangueras de agua a 
presión" las calles de la "inmundicia" que "las contamina"--, se consideraron 
como insultos --que es lo que son-- por los habitantes de las ciudades satélite, 
y también como una manifestación de odio contra los pobres. Son las clases 
populares en su conjunto, todos los que sufren y resisten a la ofensiva 
destructiva del neoliberalismo, quienes se sintieron aludidos. 
Ha habido gentes cuya lectura de estos motines se ha basado en criterios de raza 
y religión. Ello significa olvidar que esta rebelión plantea básicamente un 
problema de clase. Se trata de una rebelión de jóvenes de las clases bajas 
urbanas precarizadas, que están aprendiendo el significado de la lucha de clases 
a fuerza de golpes que les asestan los aparatos represivos de Estado: 
reinstauración de hecho de la doble pena (prisión + expulsión), justicia 
expeditiva, juicio en comparecencia inmediata la noche misma de su detención y 
condenas a penas desproporcionadas (un año de prisión por haber incendiado cubos 
de basura, expulsión de titulares de un permiso de residencia arrestados por la 
policía, etc.) La represión que se abatió sobre estos jóvenes es una represión 
de clase, dirigida contra los pobres, contra ese subproletariado de las ciudades 
satélite, sin distinción de orígenes. Que muchos de ellos sean de origen 
extranjero (norteafricanos y subsaharianos sobre todo) no impide ver que el 
punto en común de estos rebeldes, tanto si son franceses de origen como si son 
inmigrantes o extranjeros, es la pobreza. Y eso se traduce, geográficamente, en 
un urbanismo que los relega a estas zonas de exclusión. 
Esta represión de clase, agravada por el odio de raza de unas élites francesas 
que, autistas y saciadas de dividendos, abruma hoy a los jóvenes de los 
suburbios se explica, entre otras cosas, por un hecho a menudo ocultado. Incluso 
en la confusión de los enfrentamientos, las luchas de estos jóvenes –que son 
también pueblo de Francia y en su gran mayoría "gente como todo el mundo"– son 
portadoras de una alternativa a la sociedad actual. Esta alternativa no ha sido 
teorizada, ni conceptualizada, ni siquiera a menudo aclarada, pero se practica y 
está en fase de aplicación en la dura realidad de las ciudades satélite, en el 
infierno de la vida cotidiana: fracaso escolar, discriminación, desempleo, 
edificios ruidosos y deteriorados, transportes públicos deficientes y demasiado 
costosos, escasez de infraestructuras sociales y culturales, etc. La alternativa 
de la que son portadores estos jóvenes de los barrios populares es la antítesis 
del proyecto antisocial de la burguesía francesa y las élites europeas, es la 
inversión simétrica del apartheid urbano-racial-social predicado por la 
extrema derecha de Le Pen, rencorosa, xenófoba y reaccionaria. Esta alternativa 
se sitúa exactamente en el punto opuesto del apartheid mundial querido, desde 
Estados Unidos, por Bush. La paradoja, y una parte de la dificultad para 
entender el sentido de estos motines, proviene de que estos jóvenes se hallan 
alienados y son totalmente permeables al modo de vida consumista 
estadounidense: prendas de vestir, comida, juegos, jergas, referencias 
culturales, etc., pero, debido a su antirracismo puesto en práctica en las 
ciudades satélite, rechazan la modalidad de existencia de Estados Unidos, es 
decir, la violencia de un sistema de segregación dentro del país y de guerra 
fuera de él. No se trata ya de la violencia de grupos de jóvenes que incendian 
coches, sino de la del primer Estado terrorista del mundo, en lucha contra los 
pobres. Aunque la mayoría de estos jóvenes amotinados no esté politizada, su 
acción es política. 
La alternativa que se construye hoy, en primer lugar en estas ciudades 
suburbiales, y por la cual luchan en primera línea estos jóvenes, junto a sus 
padres, amigos y vecinos es la de una Francia mestiza, multicolor, abierta al 
mundo –especialmente al Sur, al Tercer Mundo–, una Francia fuerte y orgullosa de 
sus diferencias, cosmopolita y acogedora. Una Francia que no olvida que, en 
1789, su Revolución concedió un acta de diputado a un alemán (Anacharsis Cloots); 
que la Comuna de París contó, en 1871, con representantes polacos (Wrobleski, 
Dombrowski); y sobre todo que millones de extranjeros dieron su vida para 
defenderla. Lo que estos jóvenes nos recuerdan, hasta en la furia de estos 
acontecimientos, es que Francia está en pleno mestizaje, que Marianne 
tiene la piel morena. La evidencia está a la vista: en las clases populares, 
muchos jóvenes y menos jóvenes, han tomado ya partido desde hace tiempo. Más 
allá de las dificultades a que se enfrenta ese proyecto antirracista, en los 
barrios pobres, campos de batalla sobre los cuales se desarrolla el combate 
decisivo contra el racismo, amplios sectores populares, incluidas clases medias, 
ha optado en conciencia, con valor y tolerancia, por aceptarse, vivir y 
construir juntos, en el respeto del otro. La gran mayoría de los jóvenes que se 
alzaron es francesa y no tiene ninguna necesidad de "integrarse" (por otra 
parte, ¿con quién? ). Exigen ser aceptados y reconocidos por lo que son y lo que 
hacen: son franceses como los demás, y construyen la Francia de mañana: una 
sociedad de aceptación del otro, de mestizaje, de confraternización de razas y 
nacionalidades. 
Estamos muy lejos del tópico de una Francia racista, en curso de fascitización 
bajo el efecto de las tesis de Le Pen. Heredero de la Francia de la vergüenza, 
de Vichy a la OAS, de la Francia de esta Europa "indefendible" como decía Aimé 
Césaire, el Front National renació a principios de la década de 1980, de 
la mano de un Mitterrand deseoso de romper la influencia del Partido Comunista 
Francés. El Frente Nacional creció sobre el abono nauseabundo de la historia de 
la burguesía francesa, la de la esclavitud, la colonización, la colaboración con 
el nazismo, el imperialismo. Le Pen consiguió pudrir lo que el neoliberalismo 
habían empobrecido. Y la victoria contra él en 2002, gracias también a esa 
juventud abigarrada de los suburbios, que supo asimismo movilizarse y decir "no" 
en mayo al referéndum sobre la Constitución Europea, fueron decisivas para la 
defensa de los valores de la República y de lo que 1789 tuvo de universal. El 
peso político del FN no se debe a un supuesto racismo del pueblo de Francia, 
sino más bien a la reacción de las fracciones extremistas de la burguesía 
nacional ante la opción antiapartheid adoptada y ya practicada por los jóvenes 
de los barrios populares. Y queda aún mucho camino por recorrer antes de que 
nuestras élites acepten abrir el debate sobre lo que ellas hicieron sufrir a los 
pueblos de Francia y el mundo anteriormente: de la esclavitud a las guerras 
coloniales, del colaboracionismo de Pétain en Francia a los apoyos a las 
dictaduras neofascistas del Sur. Tanto camino hay aún para que se abra el debate 
sobre lo que nuestras burguesías, dirigentes transnacionales y altos 
responsables del Estado, hacen a Francia y del mundo: mantenimiento de zonas 
enteras del pueblo en el desempleo y la pobreza, saqueo imperialista del Sur por 
sus empresas y su Estado. Son estos jóvenes de los barrios que hacen frente a Le 
Pen y a sus sustitutos de la derecha "moderada" por medio de los cuales gobierna 
por delegación. Son estas ciudades satélite las que más sufren los innumerables 
desastres sociales causados por la política neoliberal impuesta al pueblo 
francés desde el principio de los años ochenta por esta alternancia sin 
alternativa de la derecha tradicional y el Partido Socialista. 
Pero Francia es un país democrático, puesto que su Presidente fue elegido por el 
pueblo. ¡Hasta por un 82%! ¡Y ahora un 70% de los franceses afirman hoy no tener 
confianza en él! Votaron contra Le Pen, y Chirac aprovechó para seguir con más 
de lo mismo: cada vez más neoliberalismo. No se trata de minimizar aquí la 
importancia del voto. Pero si para la mayoría de los Franceses la democracia 
representa darse un paseo, un domingo al año, hasta la mesa electoral para hacer 
cola (en silencio), asentir con la cabeza al oír su nombre (en silencio), 
deslizar un sobre en la urna (en silencio) y volver a casa (en silencio), 
entonces es bien poca cosa. Cuando una minoría impone una política antisocial a 
la mayoría, no es democracia. Votar para que sólo cambie lo necesario para que 
nada cambie, no es democracia. La cohabitación de la antigua derecha 
(tradicional) y la nueva derecha (PS), la una más neoliberal y atlantista que la 
otra, no es democracia. Es el "poder fuera del pueblo, sin el pueblo, contra el 
pueblo"; el capitalismo moderno, neoliberal; el poder de las finanzas; es decir, 
una "democracia de accionistas". Votamos el 29 de mayo y dijimos "no" a la 
sumisión atlantista de las élites europeas, votamos "no" a la 
constitucionalización del neoliberalismo en Europa, un no de clase, un no de 
esperanza. Y ganamos. ¿Se oyó nuestra voz? No. Todos ellos fueron derrotados, 
democráticamente; todos siguen en sus sitios, ¿democráticamente? ¿Cómo se espera 
que los jóvenes de las clases populares crean en esta ficción de democracia, "puenteados", 
sin estar representados por nadie y pudiendo contar sólo con ellos mismos? 
Así, desde el 8 de noviembre de 2005, en las "zonas sensibles", para los 
rebeldes (a veces menores), es el estado de urgencia; régimen de excepción que, 
"en caso de peligro inminente resultante de ataques graves al orden público " 
libera a las autoridades administrativas (los prefectos) del principio de 
legalidad que regula normalmente su actividad, mediante la ampliación de sus 
poderes en forma de: prohibición de circular, arresto domiciliario de las 
personas cuya actividad resulte peligrosa para el orden público (sin la 
"creación de campos donde se mantendrían detenidas las personas"), cierre de 
salas de espectáculos y de comercios de venta de bebidas, prohibición de 
reunirse con miras a causar o mantener el desorden, registros a domicilio día y 
noche, controles de prensa, publicaciones, radios y cines, competencia de los 
tribunales militares en los casos de delitos de derecho común, etc. Es decir, 
una ley represiva a la que los "demócratas" que nos gobiernan sólo recurrieron 
contra los argelinos (1955) o los "canacos" de Nueva Caledonia (1985). En la 
metrópolis, no lo hicieron ni en 1968. Alcaldes de derechas que imponen en sus 
municipios el toque de queda a partir del atardecer (como ha hecho en Raincy 
Éric Rault, ex ministro UMP de la ciudad). A excepción de algunos cargos 
elegidos socialistas que se declaraban francamente satisfechos de las medidas 
adoptadas por el Gobierno, la izquierda en su conjunto condenó esta escalada de 
la represión: Partido Comunista, Liga Comunista Revolucionaria, Verdes, 
Federación sindical unitaria, MRAP, Liga por los Derechos Humanos, Sindicato de 
la Magistratura, Comité de personas sin domicilio fijo, Asociación de 
trabajadores magrebíes de Francia, Centro de Estudios e Iniciativas de 
Solidaridad internacional, etc. etc. Las reacciones del Partido Socialista, en 
cambio, han sido por lo menos mesuradas: el primer secretario del PS, François 
Hollande, declaró que "la aplicación de la ley de 1955 debe limitarse en el 
tiempo y en el espacio" y que su prórroga era "un mal símbolo". En noviembre de 
2001, su esposa, Ségolène Royal, entonces viceministra de la Familia y la 
Infancia del gobierno Jospin, ofuscada por la validación por el Consejo de 
Estado de un orden municipal toque de queda ya había dicho: "el término toque de 
queda es inadmisible… es un término belicoso". Jean-Marc Ayrault, presidente del 
Grupo Socialista de la Asamblea nacional, por su parte, se ganó los favores de 
un hemiciclo mayoritariamente de derechas declarando: "en tales circunstancias, 
las formaciones democráticas deben saber concebir un pacto de no agresión". 
No es menos cierto que muchos jóvenes de suburbios, y de toda Francia, se hallan 
hoy completamente desvinculados de las luchas de emancipación del movimiento 
obrero francés y de la memoria de su historia. La escuela no les enseña esta 
materia –y menos aún las luchas de los pueblos del Sur–, y tampoco lo hacen los 
partidos y los sindicatos de izquierdas. Pero lo que es seguramente más grave 
aún, es que muchos militantes progresistas ignoran casi todo de la historia y de 
la actualidad de las resistencias de las ciudades satélite y la inmigración en 
Francia. Ahora bien, estos dispersos movimientos asociativos, molestos, en 
ebullición, son la expresión autoorganizada de las poblaciones de los barrios 
populares, franceses y extranjeros pobres mezclados que avanzan codo con codo 
para una transformación progresista de la sociedad. Estas luchas surgen sin 
cesar de las ciudades satélite, alimentadas por la dificultad de las condiciones 
de vida y (de falta) de trabajo, estallando después de cada "atropello" 
policial. Estas luchas se esfuerzan en organizarse, estructurarse, unirse, 
debilitadas por las ofensivas de recuperación, instrumentación y desvío de sus 
energías. En Francia, la historia de las luchas de los habitantes de las 
ciudades satélite se solapa –aunque sin encubrirla—a la de los inmigrantes. 
Hunde sus raíces, a partir del desencadenamiento de la crisis de los años 
setenta, en los combates llevados por los inmigrantes de la "primera generación" 
venidos del Sur, que se organizaron en grupos autónomos con el fin de defender 
sus derechos e intereses en el lugar de trabajo o residencia (Étoile nord-africaine, 
Mouvement des Travailleurs arabes, Maison des Travailleurs immigrés, etc.) Desde 
el principio de la década de 1970, las huelgas del hambre de los 
"indocumentados" (contra la Ley Marcelin) produjeron varias decenas de millares 
de regularizaciones. A pesar de una dura represión, en 1976, las huelgas de 
alquileres de los trabajadores de los hogares Sonacotra, en protesta contra unas 
condiciones de alojamiento lamentables, luego las de familias enteras en 
"ciudades de tránsito", permitieron arrancar nuevos alojamientos. 
Estas luchas se reforzaron en la década de 1980, ante los efectos sociales 
devastadores del neoliberalismo y el ascenso del Frente Nacional, con la 
aparición de los movimientos de jóvenes de las ciudades satélite y de la 
inmigración de la "segunda generación". En 1982, una serie de agresiones de 
carácter racista y de atropellos policiales causó la creación, entre otras 
cosas, de la Association Gutenberg, en Nanterre, que contribuyó a coordinar las 
acciones de resistencia contra el racismo y las discriminaciones y a la 
autoorganización de las luchas de los habitantes de los barrios populares. Estos 
últimos se movilizaron poco a poco en torno a una multitud de asociaciones e 
iniciativas, sobre todo en las regiones de París y Lyon. Fue el caso, después, 
de las confrontaciones entre jóvenes y fuerzas de orden en Minguettes (Vénissieux) 
y el llamamiento "Policía y justicia iguales para todos", de una serie de 
asociaciones de barrios: Zaama d’Banlieue, en Lyon; Lignes parallèlles, en Vaulx-en-Velin; 
o, en los suburbios parisienses, Wahid Association y el Collectif des Mères des 
victimes de crimes racistes et sécuritaires. El año 1983 es un momento de 
inflexión: las asociaciones de Minguettes (SOS Avenir, en particular) lanzan la 
iniciativa de una gran marcha pacífica "en favor de la igualdad de derechos y 
contra el racismo", que sale en octubre de Lyon y llega a París en diciembre, y 
reúne a más de 100.000 personas. Para sorpresa de todos, el impacto de esta 
marcha fue enorme, con su parte positiva, como la instauración de la "tarjeta de 
residencia de 10 años", y negativa, muy especialmente la puesta en marcha por el 
Partido Socialista de la máquina de recuperación electoral de los movimientos de 
las ciudades satélite, y en primer lugar de los jóvenes beurs. La 
ilustración más acabada de esta manipulación de las demandas de los jóvenes fue 
el nacimiento de la asociación SOS Racisme en diciembre de 1984. Nacida en los 
salones del Elíseo, se benefició de medios materiales considerables, además de 
los apoyos de Matignon (Fabius), la Juventud Socialista, los medios de 
comunicación (Libération, Le Matin), intelectuales y publicitarios mediáticos, 
etc. Seguirán, en este espíritu, la creación de France Plus (1985), las 
subvenciones a Radio Beur y a la Amicale des Algériens, la moda de la 
"ciudadanía" en torno a Mémoire Fertile (1987), y la promoción de lo que 
podríamos llamar una "beurgeoisie".