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Argentina: La lucha continúa


"¡Ahorcadme!"

(o la balada del Lolo, el Ñato, Bakunin y los mártires de Chicago)

Por Hernan López Echague
especial para www.hlediario.cjb.net

A un kilómetro de mi casa, de cara al río Uruguay, en una construcción estrecha y carcomida por los años, vive Mario Alberto Salas, más conocido como Lolo. Meses atrás era un andariego vendedor de leña, huevos, pescado y hierbas milagrosas, también de tortas fritas y dulces caseros. Hoy trabaja de sereno en uno de los tantos silos que han florecido en Nueva Palmira, empleo tan negro y efímero como el indiscriminado cultivo de soja transgénica que lenta y gradualmente está echando a perder millones de hectáreas en Latinoamérica. Por lo demás, teniendo como toda herramienta un rastrillo de dientes chuecos, y a cambio de un mísero salario de mil pesos uruguayos, cada semana el Lolo debe librar de camalotes y residuos las playas del remanso.
Una vez cometí la ingenuidad de solicitarle su recuerdo del golpe institucional del 27 de junio de 1973. Frunció el entrecejo, se rascó la barbilla con franca ofuscación y dijo: "No, del día del golpe de Estado no me acuerdo". Y era natural que así fuera, pues para él, al igual que para buena parte de los uruguayos, el golpe no fue más que la corroboración oficial de un lóbrego transcurrir, signado por el oscurantismo, la persecución policial y las detenciones infundadas, un estado de cosas que había comenzado años atrás. En su caso, una tarde del verano de 1972 y en pleno centro de Nueva Palmira. "Tenía veinte años, militaba en el Movimiento 26 de Marzo, y me acuerdo que ese día iba a una reunión. Me agarraron unos policías que yo conocía de siempre, me tiraron al piso, me apuntaron con ametralladoras". De la comisaría de Nueva Palmira pasó de inmediato al cuartel militar de Colonia; lo transportaron en una camioneta, los ojos vendados con retazos de arpillera, las manos anudadas a la espalda con cable. Lo golpearon con sevicia. Estuvo detenido hasta noviembre, sin causa, sin proceso, sometido continuamente a golpizas y tormentos psicológicos. Nunca jamás supieron explicarle la razón de su detención, y, menos aun, desde luego, el por qué de tamaña ojeriza. Durante los primeros años de dictadura, solían meterlo preso al amparo de cualquier pretexto; veinticuatro horas, un par de sopapos, amables amenazas, y después lo soltaban. Una tarde de domingo, cuando se dirigía al estadio de fútbol para jugar la final del campeonato local -- era stopper del Club Higueritas, el mejor futbolista del pueblo me han dicho--, dos policías lo detuvieron. Al verlo llegar a la delegación, el comisario, hincha del Higueritas, no pudo ocultar el disgusto:"¿Qué hacés acá? ¿Hoy no tenés que jugar la final?"; acto seguido miró con enojo a los agentes y ordenó: "Déjenlo ir a jugar y traiganló después del partido".
Bien, en cada oportunidad que nos encontramos, cosa que sucede con frecuencia, el Lolo tiene el hábito de anunciarme el estado de ánimo que lo asaltó al abandonar la cama. Por ejemplo: "Hoy me desperté con un comunismo...", y, dejando la frase inconclusa, en suspenso, suelta una sonrisa que torna innecesario cualquier pedido de aclaración: en los risueños pliegues de su rostro está la sencilla razón: se ha levantado con el tal comunismo a cuestas; el mundo debe ser otro, ya; a desalambrar, que la tortilla se vuelva y el pobre coma pan y el rico mierda, mierda, porque, ¿qué culpa tiene el tomate? Todo eso, y mucho más, expresa la cara del Lolo cuando en la mañana despega los párpados con el comunismo instalado en el alma y su día, por lo tanto, cobra una dimensión desconocida.
Hoy, viernes 29 de abril, el alumbramiento me ha tocado a mí, aunque con una menuda diferencia: he despertado con el tal anarquismo devorándome los pensamientos. Al diablo el Estado y la Iglesia, en particular la Iglesia, regida ahora por un energúmeno que trae a la memoria al célebre Cirilo, arzobispo de Alejandría a lo largo de tres décadas. Al diablo la democracia burguesa, los funcionarios contumaces, la corporación política, las multinacionales, los semáforos, los códigos de convivencia, las Fuerzas Armadas, las agencias de publicidad, Bill Gates y los jueces corruptos. Al carajo, en fin, este sistema fundado en el castigo y la contínua ausencia de libertad. ¿No lo dijo Oscar Wilde en 1891? "El hombre no debería prestarse a demostrar que puede vivir como un animal mal alimentado (...)Puedo entender que un hombre acepte las leyes que protegen la propiedad privada y admiten su acumulación en tanto esas condiciones le permitan llevar una forma de vida bella e intelectual. Pero para mí es casi increíble que un hombre cuya vida es destrozada por tales leyes, pueda consentir su continuidad".
De pronto, al cabo de unos mates, me sorprendí sumergido en la lectura de un texto de Bakunin: "Nosotros no sólo no tenemos la intención o el menor deseo de imponer a nuestro pueblo o a cualquier otro pueblo tal o cual ideal de organización social, leído en los libros o inventado por nosotros mismos, sino que, convencidos de que las masas del pueblo llevan en sí mismas, en sus instintos más o menos desarrollados por la historia, en sus necesidades cotidianas y en sus aspiraciones conscientes o inconscientes, todos los elementos de su organización normal del porvenir, buscamos ese ideal en el seno mismo del pueblo; y como todo poder estatista, todo gobierno debe por su esencia misma y por su situación al margen del pueblo y sobre él, aspirar inevitablemente a subordinarlo a una organización y a fines que le son extraños, nos declaramos enemigos de todo poder gubernamental y estatista, enemigos de toda organización estatista en general y consideramos que el pueblo no podrá ser feliz y libre más que cuando, organizándose de abajo a arriba por medio de asociaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda tutela oficial, pero no al margen de las influencias diferentes e igualmente libres de hombres y de partidos, cree él mismo su propia vida".
Confieso que me resulta imposible encontrar siquiera un término que no celebre en este lúcido pasaje de "Estatismo y anarquismo".
* * *
Jamás había reparado con la seriedad pertinente en la historia del primero de mayo y los denominados mártires de Chicago. Lo hice esta mañana, y la lectura de distintos artículos históricos me ha hundido en un estado de atávica indignación. Todo comenzó el 1º de mayo de 1886, cuando la Unión Central Obrera de Chicago, de cuño anarquista, llevó adelante una huelga general y realizó un mitín que reunió cuarenta mil personas. En esos momentos, la mayor parte de los trabajadores estaba sometida a una virtual esclavitud: jornadas de catorce, dieciséis horas de trabajo. El paro fue total. Durante el mitín, cuatro fueron las consignas que podían observarse en pancartas y banderas: los "Tres ochos" (ocho horas de trabajo, ocho horas de esparcimiento, ocho horas de sueño); "El voto para todos"; "Libertad, Igualdad y Fraternidad" y "Trabajadores de todo el mundo, ¡uníos!". Una movilización de seiscientas mujeres fue reprimida con inusual salvajismo por la policía. En los días subsiguientes, los actos y las protestas, y la rabiosa represión policial, se sucedieron por toda parte. Muertos, detenidos, allanamientos violentos e ilegales. Muchos obreros resultaron condenados a penas que oscilaban entre los quince años de prisión y la cadena perpetua. Los democráticos medios de comunicación norteamericanos hicieron gala de una mirada ecuánime. A juicio del Illinois State Register, el reclamo de una jornada laboral de ocho horas comportaba "una de las más consumadas sandeces que se hayan sugerido nunca acerca de la cuestión laboral. (...) La cosa es demasiado tonta para merecer la atención de un montón de lunáticos, y la idea de hacer huelga en procura de las ocho horas es tan cuerda como la de hacer huelga para conseguir paga sin cumplir las horas". En las horas previas a los sucesos del 1º de mayo, el Chicago Mail publicó un soberbio editorial: "Hay dos rufianes peligrosos sueltos en esta ciudad; dos cobardes escurridizos que se proponen armar bronca. Uno se llama Parsons; el otro se llama Spies. (...) Obsérvenlos hoy. No les quiten el ojo de encima. Háganlos personalmente responsables de cualquier problema que ocurra. Denles un castigo ejemplar si ocurren problemas". En su edición del 1º de mayo, New York Times razonó: "Las huelgas para obligar al cumplimiento de la jornada de ocho horas pueden hacer mucho para paralizar a la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país, pero no podrán lograr su objetivo". El mismo día, Philadelphia Telegram expresó: "El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal; se ha vuelto loco de remate. ¡Pensar en estos momentos precisamente en iniciar una huelga por el logro del sistema de ocho horas!". Chicago Tribune clamó: "El plomo es el mejor alimento para los huelguistas", y recomendó a las autoridades echar mano de la prisión y el trabajo forzado como "única solución posible a la cuestión social". Con una tremenda cuota de xenofobia, tan conocida por nuestras playas, Chicago Herald del 6 de mayo vomitó: "La chusma que Spies y Fielden incitaron a matar no son americanos. Son la hez de Europa que ha venido a estas costas para abusar de la hospitalidad y desafiar la autoridad del país". Ante el tribunal que los condenó a morir en la horca, Auguste Spies, Albert Parsons, George Engel, Adolf Fischer y Louis Lingg largaron su proclama.
Dijo Spies: "Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase, enfrente de los de otra clase enemiga. El veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas. Es la anarquía a la que se juzga. Yo me sentencio porque soy anarquista. Podéis sentenciarme, pero al menos que se sepa que estos hombres fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el último triunfo de la libertad y la justicia".
Dijo Parsons: "Yo, como trabajador, he expuesto los que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer de los frutos del trabajo. En los veinte años pasados mi vida ha estado completamente identificada con el Movimiento Obrero en América, en el que tomé siempre una participación activa. Se nos ha acusado ostensiblemente de asesinos y se acaba de condenarnos como anarquistas. Pues bien: yo soy anarquista. ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡No¡ Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero. Quedará el veredicto popular para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa".
Dijo Engel: "¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un orden social donde sea imposible que mientras unos amontonen millones otros caen en la degradación y la miseria. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, la libertad, el bienestar. No niego que yo haya hablado en varios mítines, afirmando que si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista. Esa es mi opinión".
Dijo Fischer: "La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de pro se abandonan con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivindicaciones proletarias por el sacrificio de algunos de sus defensores. Pero aunque los obstáculos que se opongan al progreso parezcan insuperables, siempre han sido vencidos, y esta vez no constituirán una excepción a la regla".
Y Lingg, que había de suicidarse la noche anterior a la ejecución, dijo: "Yo repito que soy enemigo del orden actual y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras aliente. Os reís probablemente, porque estáis pensando: ya no arrojareis mas bombas. Pues permitidme que os asegure que muero feliz, porque estoy seguro que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados ellos harán estallar la bomba. Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad. ¡Ahorcadme!".
En el mediodía del 11 de noviembre de 1886, fecha que con el correr de los años había de recordarse como el Viernes Negro, Spies, Engel, Parsons y Fischer, fueron ahorcados. Vestían una toga blanca. El cortejo fúnebre reunió a medio millón de personas.
* * *
Qué siglo tan deplorable nos ha tocado en suerte. Un mundo repleto de mujeres y hombres que luchan no ya por un régimen laboral de ocho horas, sino, apenas, por un empleo. Ganan las calles para rogar por un bolsón de alimentos, no por el pago de un aguinaldo. A menudo deben sujetarse al degradante acto de firmar un recibo en blanco para conseguir conchabo. Los reprimen, los encarcelan, los matan, no por arriesgarse en la organización de un agitado mitín para reclamar el cumplimiento del sábado inglés, tampoco por exigir el pago de horas extras, sino por tomarse el atrevimiento de salir a las disparadas de un supermercado con dos kilos de arroz y un tarro de leche en polvo a cuestas. ¿Cuántos años hemos retrocedido? Decenas y decenas.
Semanas atrás, en un artículo cargado de profunda melancolía, Eleuterio Fernández Huidobro --el Ñato, senador tupamaro--, escribió: "Ayer se luchaba por la independencia o por la autodeterminación y por la instalación del Estado Nacional para liberarse de cadenas políticas y económicas imperiales que impedían el bienestar y el desarrollo. Hoy se debe pelear por lo mismo pero no alcanza. Al `viejo´ programa de la libertad debemos agregar la lucha por la VIDA. Por seguir viviendo. Ya no se trata solamente (¡) de perder la libertad y de ser explotados en masa: también se trata del aniquilamiento. Porque emigrar a otros lares, enfermarse de enfermedades curables nuevas y viejas, irse a vivir en masa a los asentamientos, vivir de la basura, trabajar por salarios de hambre y marginación, instalar la violencia de pobres contra pobres, llenar el país de cárceles y presos, destruir los hospitales y las escuelas y, en el mejor de los casos, en el más primoroso, vivir encerrados entre rejas, perros de guerra, alarmas electrónicas, no poder andar por la calle y tenerle miedo a todo, es el preludio de la desaparición física y espiritual de algo que pueda ser llamado gente, país, o nación".
Día escalonado el de hoy. Del Lolo a Bakunin; de allí, sin pausa, a los mártires de Chicago. Ahora, en la escarpada superficie del peldaño en que me ha dejado oscilando el Ñato, aparece el recuerdo de Raúl Sendic, fundador de los Tupamaros: ayer se cumplieron dieciséis años de su muerte.
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Son las ocho de la noche del viernes 29 de abril y, pese a todos los conjuros que he improvisado, el tal anarquismo no quiere abandonarme. Mañana partiré hacia Buenos Aires: allí me aguardan los amigos de Cerámica Zanon. El domingo marcharemos juntos, por la noche, nos meteremos en un ómnibus que nos conducirá a Neuquén. Raúl Godoy me ha invitado a comer un asado. El martes, para ahuyentar al menos por un rato el ejemplar y terrible grito de Lingg, que hoy me persigue y atormenta, espero despertar con la tal resaca.