VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Argentina: La lucha continúa

Bandidos Urbanos

Guillermo Griecco
El Eslabón

Enfermeros y estudiantes de Medicina curan en la zona noroeste las "heridas de guerra" de los pibes chorros. Un viaje a los suburbios donde funciona una red sanitaria clandestina.
Enfermeros y estudiantes de Medicina curan en la zona noroeste las "heridas de guerra" de los pibes chorros. Un viaje a los suburbios donde funciona una red sanitaria clandestina.
Enfermeros y estudiantes de Medicina curan en la zona noroeste las "heridas de guerra" de los pibes chorros. Un viaje a los suburbios donde funciona una red sanitaria clandestina.
En un confín de Rosario existe un modelo de medicina alternativa que no está incluido en los programas de salud pública ni privada. En vez de sueros y anestesia, echa mano a porros y whisky nacional para mitigar el dolor de los que sufren. Sus pacientes prescinden de las obras sociales y la medicina prepaga, y ni siquiera pueden acudir al sistema sanitario público. Y cuando consiguen llegar, lo hacen malheridos o muertos. Se trata de delincuentes baleados por la policía que buscan atención rápida y clandestina en enfermeros y estudiantes de Medicina que acceden a brindar sus servicios en suburbios donde no ingresan las ambulancias ni se prescriben órdenes formales. En muchas ocasiones, entonces, las tarifas guardan relación con el botín de los asaltos.
el eslabón se inmiscuye en la trama de un barrio de la zona noroeste de Rosario donde los heridos de bala (policiales, de otros asaltantes o de víctimas que se resisten a los atracos) que logran escurrirse, son curados por curtidos enfermeros de la zona. A veces terminan llamando a un médico, o caen en manos de un estudiante de Medicina o curanderos con supuestos poderes de sanación. Si nadie accede, los mismos amigos del herido son los encargados de extirpar la bala. Intentar cualquier salida alternativa es válido antes de caer en la guardia de un hospital: la escala previa a la mazmorra.

Una voz en el teléfono. Una tarde de sábado de octubre sonó el teléfono de la joven estudiante de Medicina que estaba abocada a otra actividad. Para más detalles, se dedicaba en ese momento a terminar una revista barrial. Del otro lado del tubo, una voz entrecortada reclamó su presencia. La explicación fue acelerada: habían baleado a un amigo y si bien lo estaban atendiendo, el cuidado que recibía no era de fiar. La estudiante le prometió a su amiga conseguir un médico, pero nadie quiso hacerse cargo de la situación y la respuesta de los profesionales fue unánime: "Es una locura, no te metas". La joven omitió resguardos, desechó consejos y salió a la calle con desesperación. Caminó unas cuadras y se cruzó al hermano que viajaba en bicicleta. Le contó a las apuradas lo que estaba sucediendo y sin perder demasiado tiempo montó el rodado todo terreno para dirigirse al barrio del noroeste, de donde provenía el llamado de auxilio. La futura doctora no pudo negarse a dar respuesta. Ahora, lejos de la alteración que reinó aquella tarde, dice que hubiese actuado de igual manera ante una súplica desconocida.
El herido de bala policial estaba en su guarida, tirado en una cama, acompañado por sus amigos y su novia embarazada. Tenía un balazo de una pistola 9 milímetros que entraba por el brazo izquierdo, pasaba por debajo del hombro, recorría la espalda para detenerse a pocos centímetros de la columna. Al parecer la mujer que lo estaba atendiendo iba tres veces al día hasta su escondite para reponer el suero, llevarle antibióticos y cobrarle 100 pesos por cada visita. Los amigos del paciente tenían que salir a robar para poder pagarle a la presunta enfermera. Así y todo, cualquier circunstancia resultaba menos espinosa que caer en cana.
Cada vez que surge una complicación durante el desvalijo, la primera resolución que toma el malhechor es refugiarse en su lugar, puede ser su casa o su escondite, donde se siente más seguro y confiado a la hora de buscar ayuda. Otras veces huye sin decir adónde, al sitio menos pensado, como despistando al sabueso. Una vez atrincherado, un poco más tranquilo y con la cabeza en frío, toma alguna decisión y no cabe la posibilidad de equivocarse porque afuera los agentes lo están buscando.
Como quien prevé cobertura ante futuras situaciones inéditas, los bandoleros ya tienen apuntado a su enfermero de cabecera. Es el que los atiende en el barrio en caso de que terminen heridos tras tirotearse con la policía o sus propias víctimas. Según pudo saber el eslabón de los propios beneficiarios del servicio clandestino de salud, las situaciones son diversas, de atención mínima y no existe una posta sanitaria, ya que el curandero prefiere trabajar a domicilio para que su casa no quede "marcada" como salita de primeros auxilios.
Muchos de los que ejercen el curanderismo en los barrios de la ciudad son enfermeras de trayectoria, hábiles en la materia, que pueden conseguir instrumentos y medicamentos de los hospitales públicos con facilidad. Son las mismas que practican abortos y llegan a cobrar buena plata por sus intervenciones fuera de la ley. En relación a la envergadura de los asaltos, las enfermeras acomodan su tarifa. No hay posibilidad de reclamos ante la Oficina de Defensa del Consumidor. También aparecen las curanderas que se animan a todo y se lanzan a mezclar yuyos de variadas especies para calmar dolores insufribles. Están los médicos que se aprovechan de la situación, y llegan a pedir cinco mil pesos para sacar una bala. Encima, después hacen la denuncia a la policía. Más altruistas, otros atienden a los pungas en absoluta reserva y sin pedir nada a cambio.
Sin reclamos. "Primero me hacían preguntas, después vigilaban cada movimiento para ver cómo me comportaba, al principio me tenían mucha desconfianza. Necesitaba sacarle una placa para saber si el recorrido de la bala estaba comprometiendo alguna estructura. El herido no quería saber nada con ir al hospital e insistía para que le saque la bala en ese lugar. Era peligroso sacarle la bala porque le podía meter infección. Yo tenía antibióticos y analgésicos que me había donado una vecina, con eso lo venía controlando, pero sabía que no iba a ser por mucho tiempo", comenta la joven estudiante de Medicina que se animó a darle atención a un joven baleado a punto de ser papá.
Como ella no podía trasladarse tres veces al día hasta el barrio, consultaron a un enfermero conocido en el lugar y con experiencia en estos asuntos, quien accedió sin problemas. "Yo iba a la casa del herido para controlarlo. Un día los amigos me pusieron contra la pared y me apretaron para que le saque la bala. Yo les expliqué que si le sacaba la bala se iba a complicar la situación", cuenta Eugenio, un enfermero que trabaja ocho horas diarias en un geriátrico y gana 850 pesos al mes.
Desde hace algunos años, Eugenio reparte medicamentos entre los habitantes de este barrio de la zona noroeste de la ciudad. Llegó a tener en su casa dos estantes llenos, hasta morfina se podía encontrar en la mini farmacia domiciliaria. "A mí me ven por la calle y me piden remedios. A veces los compro con mi plata. La gente de Cáritas no se mete en algunos lugares. Yo me meto en la villa a cualquier hora de la noche y no pasa nada, ya todos me conocen. Me han llamado a las cuatro de la mañana y fui a atender en mi bicicleta", relata el enfermero, quien admite que se provee de medicina en los estantes de su trabajo. "Si lo mirás desde la parte legal estoy robando, pero desde lo humano me parece bien. Nada de lo que saco de mi trabajo es para mí, lo uso para las personas que lo necesitan y no se los pueden comprar", se justifica.
El enfermero cuenta que en una oportunidad la mujer de un pibe herido le llegó a ofrecer mil pesos para que le saque la bala. Eugenio no accedió, pero además era un riesgo que no estaba dispuesto a correr. "Mirá si me salen mal las cosas, me buscan los amigos del paciente y me hacen recagar. O me denuncian y me llevan en cana. Además me sacan la matrícula por ejercicio ilegal de la enfermería", explica y reconoce sus contradicciones.
"Siempre pensé que por este tipo de cosas que hago puedo terminar en cana. Yo convivo con la realidad del barrio y es muy duro. Acá se nota cómo la gente y los gobiernos te excluyen. Dentro del mismo barrio la cosa está dividida y quizás la víctima y el victimario se cruzan en el almacén de la esquina. Yo voy a seguir yendo a la villa a llevar medicamentos y a atender gente, porque esa es mi decisión", subraya el enfermero, quien dice que jamás cobró por brindar atención a los "heridos de guerra".

La New Age delincuencial. La joven generación de delincuentes, cuentan en el barrio, no tiene objetivos claros y comete delitos desorganizados y poco ambiciosos. A veces, los atracos terminan en tiroteos con la policía. Ante el avance de los asaltantes novatos, los militantes de la mano dura encontraron la excusa perfecta para reclamar más seguridad y, de alguna manera, legitimar el abuso policial ante cualquier presunción. Testimonios de habitantes de este barrio de la zona noroeste coinciden en que después de 2001 la situación en la calle se encrudeció y la policía comete excesos a diario sin ningún tipo de restricciones.
"Acá en el barrio la cana está re picante. Te bardean, te provocan todo el tiempo para que reacciones. A veces el cobani se baja del móvil, se saca la cartuchera y te desafía a las piñas porque está re puesto. Ya no se puede estar en una esquina tomando cerveza con amigos. Vos venís caminando lo más tranquilo y te ponen contra la pared para revisarte. Te hacen quedar mal adelante de todos. Y además, loco, te disparan a matar. Muchos de los ratis que andan por el barrio son pendejos enloquecidos, con ganas de usar el fierro", describe uno de los pibes que padece el abuso policial en el barrio.
Según el enfermero que recorre las calles de este espacio urbano de la ciudad, "se nota una mayor presencia policial". "Muchas veces te paran en la calle para hacerte requisas. Si bien se nota que hay mayor delincuencia, la represión policial no contribuye a garantizar la seguridad. La cana ante la duda dispara, después te plantan un arma con unos pesos al lado y dicen que el pibe estaba robando. En el barrio los pibes están cagados de hambre. Encima nadie los atiende y se cagan muriendo. A la villa es muy difícil que entre el 107 (las ambulancias municipales), la urgencia médica sólo se mete con custodia policial. Yo me siento cuidado por todos ellos. Además saben que también les estoy dando pastillas de hierro a sus mujeres embarazadas", dice Eugenio.

Quirófano colectivo. Hay otro escenario común cada vez que un enfermero está por extirpar el plomo. Los amigos del herido están alrededor y observan con atención cada movimiento para estudiar los métodos de la intervención. "Muchas veces, como no tienen anestesia, los amigos le dan whisky y porro al herido para que se doble. Una vez que está bien en pedo y dormido, aprovechan para sacarle la bala", detalla el enfermero.
En ciertas ocasiones la situación es demasiado tensa y el curandero de turno debe tomar decisiones que alteran el estado de ánimo de los bandoleros que se dirimen entre la vida y la muerte.
"Un pibe estaba rateando y cuando salió corriendo se cayó y se clavó un hierro que se le incrustó en una arteria. Ni bien llego al lugar para socorrerlo, me apretó el viejo y los amigos. Yo traté de hacerles entender que si le sacaba el hierro en estas condiciones corría serios riesgos de morirse. Por momentos la situación es complicada. En ese sentido tenés que estar firme. Yo entiendo la desesperación de los heridos por curarse lo más rápido posible. Pero ellos vienen de robar y están papeados. En cambio yo puedo pensar más en frío y eso a veces es una ventaja. Prefiero que vaya en cana pero que no se me muera ahí", privilegia Eugenio.
Y agrega con sinceridad: "A veces pienso que soy tan delincuente como el que sale a robar. Para hacer este laburo hay que tener mucha conducta, hay que laburar con responsabilidad. Este es un panorama crudo que se ve en todos los barrios periféricos de la ciudad, pasa que muchas veces esto se tapa".

A la guardia. Cuando no queda alternativa, cuando la herida de bala es compleja, no hay más opción que presentarse en la guardia del hospital donde aumentan las chances de terminar entre rejas. Aunque a veces los pacientes se las arreglan para zafar.
"Hace cuatros meses un chico estaba rateando, la policía le metió un perdigón en el antebrazo y otro plomo se alojaba en el abdomen. Por suerte no le tocó ningún órgano. Yo le pude sacar el plomo del antebrazo porque estaba en el músculo, ahora el del abdomen no me animé, tenía miedo de que al sacar el perdigón dañe algún órgano. Este muchacho finalmente fue internado en el Hospital Eva Perón de Granadero Baigorria. Inventó una historia donde había sido víctima de un robo. El policía era joven, sin mucha experiencia, y se creyó el relato. Lo internaron de urgencia y lo operaron con éxito. Cuando se sintió mejor y recobró fuerzas, el muchacho se escapó del hospital", cuenta Eugenio.
Cuando el herido de bala llega a la guardia del hospital público, por lo general lo mandan a Rayos. Debe pasar por un traumatólogo y es probable que quede internado. El Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (Heca) es el que posee alta complejidad, por eso siempre los heridos de gravedad terminan ahí. En el Heca hay un destacamento policial y es muy difícil que queden internados sin ser detenidos. En cambio, en otros nosocomios de la ciudad el escenario puede ser un poco más flexible.
"A los centros de salud del barrio también se van atender porque pueden zafar de la denuncia. Entre los médicos hay mucha contradicción en cuanto a este tema, entra en juego una fuerte cuestión de principios. Muchas veces los heridos de bala son discriminados. En la guardia de los hospitales se ve de todo. El resultado del neoliberalismo de los 90 dejó a muchos trabajadores sin laburo, sin obra social y por ende se van atender a la salud pública que está abarrotada de gente. Los marginales quedan para lo último. Hay profesionales que prefieren trabajar con gente humilde y otros que piensan «mirá si te voy atender a vos si mañana me vas afanar a mí». Yo en la guardia del Hospital Roque Sáenz Peña saqué balas y no hice la denuncia", cuenta un joven médico, que convive con la violencia en distintas guardias de hospitales de la ciudad. Y afirma: "Ante todo hay que brindar atención, no importa si el paciente está acusado de cometer un delito o no. Ese es nuestro deber"•

Violencia policial, delito y exclusión

Opina Enrique Font

Para reflexionar sobre esta cuestión es fundamental vincular la violencia policial y el control del delito con la intensificación de la exclusión, en este caso también respecto del acceso a la salud. En este sentido tenemos que indicar cómo las políticas de seguridad profundizan la dualidad social y la brecha entre "incluidos" y sectores populares.
La cuestión de la seguridad ciudadana se instaló en los últimos años como tema central que pone en juego los derechos básicos de la ciudadanía y la capacidad del Estado para articular la convivencia democrática. Este problema exige políticas responsables y soluciones efectivas que den cuenta de dos cuestiones básicas:
Primero, detrás del problema de la seguridad están en juego derechos fundamentales como la vida, la integridad física, la libertad y los bienes de las personas. Por ello, es necesario rechazar toda concepción de la seguridad que restrinja los derechos, en lugar de promoverlos.
En segundo lugar, la inseguridad afecta a la sociedad en su conjunto, pero al igual que otros muchos problemas sociales, la sufren en forma particularmente grave los sectores de menores recursos. En las zonas más pobres ocurre la mayoría de los homicidios y quienes allí viven ven más restringida su libertad de movimiento y de acción. Es por ello que deben rechazarse las políticas que ven a los sectores más afectados como grupos de riesgo y es necesario buscar políticas de seguridad inclusivas que protejan a los diversos actores y rechazar las políticas que promuevan la seguridad de un determinado grupo social a costa de los derechos de los demás ciudadanos.
Considerar el proceso que ha llevado a nuestra sociedad a hacer de los temas de seguridad un asunto de preocupación central, ayuda a percibir tanto las oportunidades que hoy se tienen para desarrollar políticas de seguridad inclusivas que amplíen los derechos, como los graves peligros de las políticas de seguridad en sentido contrario. Este peligro es que los niveles de exclusión social vigentes sean el terreno para la construcción de un antagonismo social que cristalice una sociedad dual. En este enfrentamiento las políticas de seguridad identificarían el mundo de la ley con los sectores incluidos en la distribución de bienes y el mundo del delito, con los excluidos. La oportunidad que tiene nuestra sociedad, a diferencia de otras, es que aún existe el recuerdo de una sociedad distinta, en la que el riesgo de quedar excluido de toda distribución de bienes sociales era mucho menor. Es necesario aprovechar que el antagonismo creado por la exclusión vigente aún se encuentra en un estado latente, como prejuicio aun vergonzante. Esa vergüenza a generar una sociedad fracturada, debe evaluarse como una oportunidad para no llegar a una situación antagónica. Aun es posible detener el tendido de alambre de púa entre los sectores sociales.
Por ello el desafío hoy es garantizar la seguridad de los sectores más afectados mediante una política que no implique la restricción sino la promoción de sus derechos.