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Argentina: La lucha continúa

Los deberes y las deudas

Mario Wainfeld

Para empezar con un elogio, valga señalar que la Cámara de Diputados procedió con sensatez en los (diferentes pero simultáneos) debates suscitados alrededor de Luis Patti, Eduardo Lorenzo y Rafael Bielsa. Los "dilemas morales", por usar una expresión en boga, que están a la orden del día, ameritan tratamientos dispares. El ex intendente de Escobar está sujeto al juicio de los legisladores, Borocotó y Bielsa deben ocupar sus bancas, quedando expuestos al debate político y eximidos de otras instancias tanto como el Gobierno, que metió las de andar en ambos casos.
La violación de derechos humanos que se imputa a Patti es un crimen, ni equivalente ni comparable con la defraudación a la voluntad popular en la que incurrieron Borocotó y, de modo transitorio, el ex canciller. Tamaña obviedad no debe leerse como una dispensa a quienes operaron en Palacio contra flamantes contratos electorales, sino apenas como una distinción en aras de la proporcionalidad entre la sanción y la falta. Dicho esto, vamos por partes.

Los derechos humanos de los delincuentes

Patti no ha sido privado de su condición de legislador, que deberá ser discutida en comisión y resuelta por el pleno de la Cámara. Es una cuestión grave que, en caso de duda, debería dirimirse a favor de la validez de su diploma. El respeto a la soberanía popular es fundante en nuestra constitución, que adopta el sistema representativo en su artículo primero. Pero, con carácter de excepción, acepta que se discuta la habilidad moral de los legisladores. Tratados internacionales suscriptos por la Argentina que integran su Carta Magna desde la reforma de 1994 sugieren que los responsables de "graves violaciones a derechos humanos básicos" sean excluidos de cargos públicos si existen "pruebas suficientes de participación". Dichas normas no exigen procesamientos o condenas como recaudo ineludible para negarle investidura, como argumenta Patti, lo que tampoco quiere decir que puedan considerarse cumplidos con ligereza.
En otra parte de esta edición (ver página 11), el diputado Miguel Bonasso enumera argumentos fácticos que contravienen los de Patti. La Cámara deberá analizar a fondo esos argumentos y juzgar si hay elementos suficientes para dar por probado que Patti incurrió (durante la dictadura y aun en democracia) en las graves violaciones que se le achacan.
Viene a cuento recordar un sonsonete al que acude el ex subcomisario cuando se le reprocha no respetar las garantías para los sospechosos. El hombre suele endilgar a sus críticos que los obsesionan "los derechos humanos de los delincuentes". Pues bien, los derechos humanos conciernen a todas las personas, aun a las más patibularias, lo que en este caso debe sopesarse a favor de Patti, si cuadra.
La decisión sobre Patti no equivale a un juicio político en el que se dirime la (amplia y hasta imprecisa) causal de "mal desempeño". El debate debería centrarse en la prueba tangible sobre su conducta y, por ende, parecerse bastante más a un proceso común (incluido el principio "in dubio pro reo") que a un juicio político.
La Cámara deberá procurar estar a la altura de la magnitud de su resolución, que debe poner en ambos platillos el respeto a los que votaron a Patti y la vigencia de principios universales irrenunciables.
Hablemos de temas más livianos.

Siempre fuimos compañeros

La mediatización de la política propone ritmos infernales. Una crisis se genera, se elabora, se discute y se salda en un día o poco más. Esa celeridad, que es causa y efecto de la volatividad, potencia la natural proclividad al error de los protagonistas. Pocas horas bastaron para que las sucesivas renuncias de Bielsa llegaran al clímax de la polémica y decantaran conclusiones. Muchas de ellas soslayan o minimizan un dato esencial que es que el ex Canciller y el gobierno han actuado básicamente de consuno desde hace más de dos años. Proponer a Bielsa como víctima de sus aliados es, como mínimo, una distorsión. Aliados fueron en gestión, también al decidir la candidatura a diputado, asimismo en campaña y al resolver que el ex canciller recalaría en la Embajada en Francia. Las conspicuas divergencias que tuvieron en el discurrir de algunas de esas instancias son menores que sus acuerdos básicos, proclamados por los dos "sectores" en sobradas ocasiones y en especial en la campaña.
Así las cosas, la discusión acerca de si Bielsa pidió o no ser embajador no es central. El ahora diputado aseguró en público que fue el gobierno el ofertante. En la Rosada y zonas aledañas se hace trascender (aunque no on the record) que Bielsa lo pidió. Tal vez no sea determinante saber quién tuvo la iniciativa, tema sobre el cual hay diferencias, palabra contra palabra. Lo sustantivo es que todos decidieron un ascenso a Bielsa (de su condición de diputado más o menos raso a embajador) haciendo primar una decisión cupular respecto de las promesas públicas. Es asombroso que ni el presidente ni Bielsa se percataran de que esa defraudación suscitaría olas de críticas. Puede que ése sea el precio de tomar decisiones en cónclaves cerrados sin diálogo con la sociedad y ni siquiera con media docena de cuadros políticos de confianza.
Las invocaciones del ex canciller a paliques con su familia o con su espejo, enunciadas siempre en primera persona del singular, desnudan una carencia política severa. La política democrática es, debería ser, diálogo, intercambio, orejas abiertas, ámbitos colectivos. La necesidad de requisitos tan primarios se duplica si de cambiar las reglas pactadas se trata. Y se potencia si el damnificado es, tan luego, "la gente" en la que siempre se dice pensar.

Romper contratos

En una época remota, romper el contrato electoral aparejaba sanciones severas. El "doble discurso" erosionó la legitimidad de Arturo Frondizi y a Raúl Alfonsín, fue el comienzo del fin de sus mandatos. La ponderación mayoritaria podía ser acertada o errada. Pero primaba una constante, el que violentaba su palabra estaba expuesto, o más bien condenado, al pronto castigo en las urnas.
Carlos Menem encarnó (como sujeto principal pero para nada solitario) un cambio feroz. Se dio vuelta en el gobierno, reconoció su mendacidad y recibió como contrapartida la reelección. Es difícil mensurar el daño causado a la democracia por ese viraje cultural masivo. Es difícil sobrevalorar su gravedad.
En la década noventista no se produjo un asalto al poder por parte de una camarilla de marcianos sino algo bastante peor. El gobierno menemista y demasiadas personas de a pie concordaron en la propagación del individualismo y el cortoplacismo. La aparente bonanza económica relegó al desván las cuestiones éticas. Los valores colectivos cedieron mucho cuando el uno a uno daba leche.
Mucho se cuestiona hoy esa etapa, en buena hora. El Gobierno hace un culto de su crítica y brega por la repolitización de la sociedad. Esas encomiables intenciones se desmerecen con movidas como las de Borocotó o Bielsa, que coinciden en dejar de lado el compromiso con la ciudadanía.
El oficialismo se encona cuando recibe críticas que atribuye (intramuros) a simplismo mediático, a oportunismo de sus adversarios o a una moralina de baja intensidad propagada en las clases medias urbanas. Puede que de todo eso haya una ración, pero es real que las recriminaciones arraigan tras un evidente apartamiento de la palabra empeñada. Bielsa obró correctamente al hacerse cargo de ese reproche y retractar su renuncia. Interpretar perfeccionada su dimisión –que no fue aceptada y que duró lo que un suspiro– sería pura mala fe, despectiva de la voluntad de los votantes.

En pro de la ética

Un gobierno que se reclama progresista se contradice y se damnifica cuando arría las banderas republicanas o cuando la cede a la oposición. Un detalle llamativo de esta semana fue la conducta parlamentaria de PRO que, contradiciendo su historia y su discurso clásico, se plegó a la negativa al juramento de Patti. El macrismo se alineó con la opinión mayoritaria en materia de derechos humanos, lo que puede despertar sospechas acerca de su sinceridad pero también debería alertar acerca de cuán enchufado está. El oficialismo debería poner sus barbas en remojo por dejarle a tan poco calificado antagonista el lugar de la ética pública. Al ceder ese terreno el Gobierno no sólo pierde convocatoria sino que además defecciona respecto de sus promesas.
El oficialismo sigue sin acometer la llamada reforma política. Adeuda, y no parece muy apurado por proponer, una agenda básica de reformas que comience con el financiamiento espurio de los partidos y se prolongue en los temas de época (¿por qué no legislar sobre violación de mandatos, transfugueadas, sanciones o limitaciones de derechos para los parlamentarios electos que se van a casi cualquier lado, etcétera?). También retacea la emisión de gestos de concordia y de estimulación del diálogo.
La oposición, a su vez, prefiere la descalificación y una mirada gobiernocéntrica, absteniéndose de toda crítica a los poderes fácticos, salvo cuando estos articulan con el oficialismo. La descalificación y la falta de comunicación son el frustrante común denominador.
En conversaciones reservadas y en algún discurso de campaña, cuadros o funcionarios kirchneristas emparentaron a sus adversarios con la Unión Democrática, reclamando para sí los blasones del primer peronismo. Muchos dirigentes opositores parecen tentados, en espejo, a propiciar el mismo escenario. A menudo el debate público evoca esos tiempos. Vale la pena retocar la clásica frase de Marx en 18 Brumario, aquella sobre la farsa y la tragedia: el retorno a ese pasado es más imposible que patético y además indeseable. La sociedad es más plural y sofisticada que antaño, jamás podría acomodarse a un sistema político que tuviera como regla la exclusión del antagonista. La intolerancia y la crispación, la falta de relación entre los principales dirigentes nacionales (carencia que se patentiza en la Capital, un distrito en crisis cuyos referentes ni negocian, ni dialogan ni siquiera discuten entre sí) son un penoso fresco de época.
Prescindamos del, improbable, afán de cuantificar el daño que generarán al gobierno sus errores de estos días. También de especular acerca de cuánto se desprestigiará la oposición si se obstina en ser sólo el telebim del oficialismo. Lo que sí es innegable es que la deuda institucional, como otras tantas de la democracia, está en buena medida impaga y en mora.