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Medio Oriente - Asia - Africa

9 de marzo de 2004

(El escandalo de los "atentados suicidas")
Sacarse un cuerpo de la manga

Santiago Alba Rico
Rebelión

Los así llamados "atentados suicidas", que inmediatamente asociamos con la resistencia a la ocupación en Palestina, hieren en lo más hondo la conciencia y los valores de los occidentales, incapaces de comprender una atrocidad semejante
1. "¿Por qué lo hacen?", es la pregunta obsesiva a la que tratan de responder sociólogos, filósofos o analistas políticos ciñéndose siempre a esquemas culturales o -en el mejor de los casos- psicológicos. Aparte el hecho de que el planteamiento bordea sistemáticamente las condiciones mismas contra las que se conciben los atentados -y, en consecuencia, la responsabilidad israelí- e ignora el carácter transversalmente cultural de estas formas extremas de combate (basta pensar en los kamizazes japoneses, en la escuadrilla alemana Schulunglehrgang Elbe o, más recientemente, en los tamiles de Sri Lanka), la insistencia en preguntarse "¿por qué lo hacen?" obvia una y otra vez, como algo que no requiriese ninguna explicación, la cuestión a mi juicio mucho más enigmática de "¿por qué nos escandalizan tanto?". Personalmente me parece que a medida que uno se aproxima más a la realidad cotidiana de Palestina más normalmente terribles se revelan los "atentados suicidas"; y que hace falta alejarse un poco, en cambio, de nuestros periódicos y nuestros supermercados, que tanta seguridad nos proporcionan, para que se nos manifieste todo lo que de anormalmente "humano" hay en nuestro estupor. Más allá del comprensible horror inmediato que provocan, lo verdaderamente asombroso para la inteligencia no son los atentados sino "nuestro" asombro frente a ellos. En definitiva, si hay algo "cultural" y "psicológico" -valga decir sordo, imaginario e ideológicamente sospechoso-, mucho más que el sufrimiento "universal" de los palestinos, es el escándalo "moral" con el que reaccionan los que directa o indirectamente son sus responsables. Hace falta, en efecto, mucha "psicología" y mucha "cultura" -con la eficacia de sus lapsus y su potencia legitimadora- para que la ignorancia o comisión sistemática de una injusticia nos haga sentir, al mismo tiempo, "más buenos", "mas decentes" o "más humanos". En el larguísimo y no pocas veces contradictorio proceso histórico de re-apropiación individual del cuerpo, una de las grandes conquistas de la cultura occidental ha sido la reivindicación del suicidio como un acto supremo de libertad; y esto -al mismo tiempo- frente a la concepción cristiana, que consideraba a Dios el único "dueño" legítimo de nuestro cuerpo y al suicida, por tanto, un ladrón sacrílego; y contra la tradición romana, que convertía al hombre en juguete del Destino y para la cual el suicidio apenas iluminaba la dignidad de claudicar consciente y voluntariamente a la derrota inexorable. Bien porque nuestra cultura es en este sentido mucho más tolerante que otras, bien porque disuelve los marcos colectivos en los que en otros sitios los individuos se sienten integrados y protegidos, lo cierto es que en los países occidentales -como he recordado ya en otras ocasiones- el índice de suicidios es mucho más alto que en los países musulmanes; y la desazón metafísica que suscita socialmente el suicidio va siempre acompañada de un cierto respeto admirativo por el que lo perpetra, respeto tanto mayor cuanto más inmotivado se juzga el gesto; es decir, cuanto más abiertamente declara un puro, desinteresado, desprecio de la Vida sin adjetivos. En definitiva, basta un conocimiento sumario de nuestros valores sociales para comprender que no puede ser la vertiente "suicida" de los "atentados suicidas" la que tanto incomoda y escandaliza a los occidentales. Tampoco, me parece, la vertiente "atentado". Los mismos que pasearían por las calles de los campos de refugiados palestinos contemplando, a un lado y a otro, las fotografías de los "mártires" colgadas en los muros como la fachada visible de un fanático "culto a la muerte", pasean alegremente por las calles de Madrid entre esas vallas publicitarias de Coca-Cola, Nike o Ericsson que celebran sin interrupción "la chispa de la vida"; y se arropan en la superioridad moral de esta diferencia -camino de un cajero y no de un check-point- mientras cruzan la calle Narváez para recorrer la calle O'Donnell y desembocar en la calle Diego de León, tres de los 58 generales (por no hablar de otros rangos o graduaciones) a los que rinde honores el callejero de la capital de España. Bien porque nuestra cultura es también en este sentido más tolerante, bien porque somos en realidad más violentos o más desdichados, lo cierto es que, como en el caso de los suicidios, también el índice de asesinatos en los países occidentales es mucho más alto que en los países musulmanes; y nuestra permisividad frente a la violencia es muy notable, a condición -eso sí- de que sólo la sufran los demás. El mundo llamado occidental ha sido y sigue siendo, sin duda, el mayor consumidor y exportador de violencia a escala planetaria. Contra esa malignización del Islam en la que bruñimos y apuntalamos nuestra inocencia, era un "asesino" de la Yihad palestina el que recordaba recientemente que los gulag de Stalin, el holocausto nazi, las dos guerras mundiales y la colonización -por ceñirse tan sólo a los dos últimos siglos- fueron una obra europea y no musulmana. "De nosotros los civilizados", decía Anatole France, "los bárbaros sólo conocen nuestros crímenes". "Lo que nos asombra de Hitler", decía Simone Weil, "es que está haciendo con los europeos lo mismo que los europeos han hecho siempre contra otros pueblos fuera de Europa". Sin remontarnos a las guerras de Sucesión o de Religión que ensangrentaron durante siglos nuestro continente ni a las bestiales hazañas de la conquista de América ni al oprobio asesino de la esclavitud, basta reparar en la admiración, pragmatismo o indiferencia con la que hemos aceptado, tan sólo en la última década, la sofisticadísima destrucción, desde el aire y sin apenas riesgos, de la antigua Yugoslavia, de Iraq (dos veces) y de Afganistán, con cientos de miles de muertos y millones de desplazados y refugiados convenientemente servidos y degustados en formato televisivo. En este sentido, más que por la violencia que entrañan, parte de nuestra incomprensión hacia los "atentados suicidas" deriva del hecho de que nos hemos acostumbrado a confundir nuestro poder y nuestra seguridad con el orden natural, de manera que damos por supuesto que no hace falta matarse para matar a los demás; y que -al mismo tiempo- matar a los demás sólo sirve para proteger la propia vida. Incapaces de imaginar a nadie privado de nuestros medios de destrucción, el hecho de usar el propio cuerpo para hacer volar un restaurante en lugar de emplear, como nosotros, un helicóptero Apache, un tanque Abram o un B-52 -con su buena provisión de bombas de racimo- sólo podemos atribuirlo a una particular y gratuita crueldad, a un acto, por así decirlo, supererogatorio delatador de un carácter perverso o de una religión inhumana. Al mismo tiempo, incapaces de comprender que el asesinato pueda servir para otra cosa que para proteger la propia vida, nos parece tan extravagante la idea de exponerla para matar a otros hombres que consideramos que ese gesto sólo puede hacerse por el gusto precisamente de perderla y que el verdadero objetivo de alguien que se mata, por tanto, es siempre matarse. Lo que nos parece absurdo y monstruoso en el hombre-bomba es que alguien mate a otros no para poder mantener encendida la calefacción, conservar el coche o seguir comprando cerveza barata sino justamente para matarse, suprimiendo así con ese gesto todas las ventajas que se podrían obtener con ello. Pero al hacer recaer inconscientemente el peso de nuestra atención sobre la vertiente "suicida", subrayamos la gravedad de la vertiente "atentado": las víctimas sobresalen completamente inocentes, completamente injustificables, completamente inútiles. Desde la cúspide de nuestro egoismo artillado, si alguien renuncia a la vida es porque no quiere vivir y esta auto-negación hasta tal punto domina nuestra interpretación que todo lo que podemos ver en el "atentado suicida" es, al revés, "un suicidio atentatorio": la monstruosa acción de alguien que no se mata a sí mismo para causar el mayor daño posible a otros, no, sino que -al contrario- causa el mayor daño posible a otros para matarse a sí mismo, lo que constituye a todas luces -incluso en nuestra cultura, donde este tipo de suicidios por vía interpuesta son más frecuentes- el colmo de la abyección moral. Podemos respetar al que se mata individualmente por pesimismo radical; podemos aceptar con dificultad que alguien se mate por salvar a otro; podemos alabar que alguien mate para salvarse a sí mismo; pero ni siquiera los occidentales somos capaces de no horrorizarnos ante la idea de que alguien mate a otro para matarse a sí mismo. Hay algo todavía "humano" en proclamar: "Acabaré contigo, aunque sea la última cosa que haga". Pero sentiríamos un sincero estremecimiento moral ante el que declarara: "Acabaré conmigo mismo, aunque para ello tenga que matarte". A los palestinos que se hacen estallar en Jerusalén o Tel-Aviv se les niega así incluso la forma más baja y negativa de humanidad (lo que, dicho sea de paso, es políticamente muy rentable, porque a personas que lo que quieren es matarse no se les puede ofrecer nada -la condición de toda negociación- de manera que para seguir conservándolo nosotros todo no tendremos más remedio que expulsarlas, aislarlas detrás de un muro o exterminarlas). El enigma, en todo caso, sigue en pie: ¿por qué a una sociedad que tolera, respeta o admira el suicidio individual y que calla o se embelesa ante el homicidio impune le escandalizan tanto los "atentados suicidas"? Estos son nuestros valores: podemos despreciar la propia vida (agraviando con ello, como decía Chesterton, a todas las mujeres, todas las flores y todas las clases de vino del mundo) y podemos también despreciar la vida de los otros desde el aire y sin exponer la propia; pero no podemos, al parecer, mezclar las dos cosas. Si nos disgustan, si nos sacuden, si nos repugnan los "atentados suicidas" es porque unen dos términos que deben estar separados, a causa -pues- de algo así como una contradicción lógica que interrumpe -hace estallar- nuestra capacidad para seguir razonando. Las dificultades de una sociedad que identifica los límites del derecho con los de su bienestar personal y que comprende -en consecuencia- la decisión del suicidio individual; la dificultad de esta sociedad para entender el significado del "sacrificio" no nos impide, cuando contemplamos las cosas a la luz de la razón, seguir reconociendo que el desprecio de la propia vida a veces no es "desprecio" sino un aprecio superior por la vida ajena. Nuestras crónicas, nuestras leyendas y nuestras películas siguen proponiéndonos, como ejemplo de excelencia moral y al margen de la religión, el comportamiento heroico de los padres que se hacen matar para salvar a sus hijos, de la amante que recibe en su cuerpo la bala destinada al amado, del oficial que da su vida para poner a cubierto a su unidad, del amigo fiel que prefiere morir a delatar, del valiente -en fin- que expone conscientemente su vida a las llamas o a la corriente para rescatar a los habitantes de la casa incendiada o a los pasajeros de la nave naufragada. Antígona, Leónidas, el propio Jesucristo son algunos de los modelos de este "suicidio" positivo, apreciativo, de los que se matan no porque quieran morir sino porque quieren hacer vivir a los demás. Las dificultades de una sociedad que identifica los límites del derecho con los de su bienestar personal y que comprende -en consecuencia- la necesidad del homicidio ventajoso e impune; la dificultad de esa sociedad para entender la legitimidad de la "lucha armada" no nos impide, a poco que examinemos bien las cosas, seguir reconociendo que el desprecio de la vida ajena a veces no es "desprecio" sino un aprecio superior por la dignidad -o la supervivencia misma- del mundo. "Quien mata en nombre de una patria, un Dios o un modelo de organización económica y social no es un patriota, ni un cliente, ni un idealista; es un asesino"2, esta frase bellísima e inobjetable la pronunció ese mismo Aznar que la sabe de todo punto inaplicable en un planeta hirviente de maldad en el que desgraciadamente hay que matar a seiscientos mil niños, bombardear potabilizadoras de agua y destruir barrios residenciales en Iraq para defender el Mercado o "nuestra forma de vida" o "nuestros valores" o la "democracia" o "la civilización", cosas todas ellas que reputamos objetivamente más valiosas que la vida humana que las amenaza. Si en algo están de acuerdo los "demócratas" y los "terroristas" por igual es en ensalzar normativamente el valor absoluto de la vida y en ceder al mismo tiempo a la "necesidad" de relativizarla provisionalmente, en determinadas circunstancias históricas, frente a un peligro mayor o en defensa de valores que se juzgan irrenunciables. Con más o menos legitimidad, Occidente ha sido siempre un gran campeón en relativizar el valor de la vida humana; los españoles, por ejemplo, tuvieron que matar franceses en 1808 para defender la patria amenazada por Napoleón, el cual tenía que matar españoles para liberar una nación prisionera de la Iglesia y el Absolutismo; los resistentes europeos tuvieron que matar soldados -y civiles- alemanes en 1942 para combatir la sombra totalitaria de Hitler, quien en nombre de la paz había incorporado ya varios países a la "universalidad aria". E incluso la aviación de los EEUU tuvo que arrojar en agosto de 1945 dos bombas atómicas sobre el Japón porque -aunque luego se demostrase falso- parecía indispensable derretir a 400.000 personas en cinco minutos para abreviar los sufrimientos de la guerra. El coronel Tibbets, verdugo de Hiroshima a los mandos del Enola Gay, fue recibido en su país como un héroe y, tras conocer las dantescas consecuencias de su acción, declaró: "No tengo remordimientos. Se me ordenó que hiciese una cosa y la hice. Y no me habléis del número de las personas muertas. Yo no quería la muerte de nadie. Afrontemos la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición. Hice lo que me habían ordenado y en las mismas condiciones volvería a hacerlo". La mejor réplica a la lindísima frase de Aznar, por otra parte, es la de su ministro de defensa Federico Trillo, quien el pasado 15 de enero homenajeaba de esta manera al capitán Martín-Oar, muerto en una acción de la resistencia iraquí en Bagdad: "No puede haber ninguna otra muerte que se le compare. Una muerte en acto de servicio es la que da pleno sentido a la vida. No hay frustración, hay absolutamente consumación de la aspiración de moral de servicio y de entrega", por lo que "todos los españoles de bien, sin excepción, están orgullosos" de esa muerte que "ha puesto definitivamente de moda el patriotismo y el amor a España"3. Si sustituimos "españoles" por "palestinos" y España por Palestina, en nada se distingue esta declaración de las que usan los líderes de las Brigadas de Al-Aqsa o de Hamás para homenajear a sus "shuhadá" después de un "atentado suicida". Resta sólo averiguar en cuál de los dos casos puede aplicarse con más coherencia esto de la "moral de servicio" y el "amor a la patria", si en el de un palestino que defiende su propia tierra ocupada o en el de un español que viaja a Iraq a ocupar la tierra de otros. En definitiva, las sociedades occidentales toleran bastante bien tanto el suicidio como el homicidio, pero no la fusión de ambos en una solo gesto. Las sociedades occidentales, al mismo tiempo y a pesar de su egoismo artillado, admiten que tanto el desprecio de la propia vida como el desprecio de la vida ajena pueden en ocasiones expresar un aprecio superior que proyectaría sobre el suicidio una sombra de santidad y sobre el homicidio una sombra de legitimidad, pero rechazan en cambio que pueda haber ninguna clase de aprecio en el desprecio simultáneo de las dos. El desprecio simultáneo, en una única y misma acción, de la propia vida y de la vida ajena parece anular la justificación que cada uno de estos desprecios por separado proporcionaría al otro. Es deprecio de Todo: nihilismo. Uno puede matarse a sí mismo por amor y matar a otros por amor, pero matarse para matar o matar para matarse encierra al que lo hace en el circuito inmanente de la negación pura, donde todo vale nada por igual y donde, por tanto, las condiciones o circunstancias -las acciones de la otra parte- tampoco cuentan nada. Los palestinos que se hacen estallar contra los isrelíes, y la mayoría que los apoya y celebra como héroes, no lo hacen ya (si alguna vez lo hicieron) porque no tengan nada o porque quieran algo sino llevados de un aut(omat)ismo de destrucción que, independientemente del origen de su desgracia, los hace ya irrecuperables para la civilización. La vida de los palestinos, ¿está presidida por la negacion? ¿por el desprecio de Todo? ¿Son un pueblo "enfermo, psicótico", como dice Benny Morris? En su excelente obra Imagen y realidad del conflicto palestino-israelí, Norman Finkelstein reproduce las declaraciones de un soldado israelí tras la salvaje invasión del campo de refugiados de Jenin en abril del 2002: "Convertí el centro del campo en un estadio de fútbol. Quería destruirlo todo; pedí a los oficiales que me dejaran arrasarlo todo, de arriba abajo. Durante tres días no hice otra cosa que destruir y destruir. Me alegraba con cada casa que caía porque sabía que no les importaba morir pero que les preocupan sus casas. Cuando tiras una casa entierras a 40 o 50 personas durante generaciones. Si algo lamento es no haber arrasado la totalidad del campo. Me satisfizo mucho; realmente lo disfruté"4. Estas declaraciones son interesantes por un doble motivo. En primer lugar porque exponen a la luz del día la paradoja escondida en "nuestra" superioridad moral: de lo que se trata es de que los que "apreciamos la vida" encontremos un procedimiento para hacer el máximo daño posible a los que la desprecian. Pero lo son también porque exponen al mismo tiempo la paradoja escondida en "su" desprecio de la vida, testimoniando sin querer a favor de la salud antropológica de sus víctimas: los palestinos aprecian las casas. El soldado israelí, en efecto, mataría aún más palestinos si eso a ellos les importara algo; contra el que desprecia la vida todo nos está permitido, pero en realidad contra el que desprecia la vida ya no podemos nada, ni siquiera satisfacer en él nuestra crueldad. El soldado israelí, que no sabe contra qué proyectar su superioridad moral, localiza el último lazo cuya disolución hará aún gemir a los palestinos; y él, que aprecia la vida, destruye varias veces, no una, sino "40 o 50 personas durante generaciones" con su bulldozer. ¡Las casas! La casa es la unión de los sexos, la seguridad de los niños, la comida elaborada y compartida, la lata de conservas de la tradición, la memoria en piedra que sobrevivirá a la propia vida: la condición misma, en suma, de la existencia humana. La casa es también, sobre todo, la forma primera y última de agarrarse a un territorio cada vez más exiguo y amenazado, el cuerpo anclado, enganchado en el espacio del que querrían aventarlos, el pacto de civilización -la tierra bajo los pies- que nosotros olvidamos o desdeñamos no porque seamos más ligeros sino porque olvidamos o desdeñamos el suelo que nadie va a venir a quitarnos. Sería demasiado sencillo decir que los palestinos se matan para no quedarse en el aire, contra el nihilismo del viento que querría llevárselos de allí; como sería demasiado sencillo decir que los israelíes han destruido 12.000 casas palestinas en los últimos tres años porque les interesa la tierra que hay debajo. Pero lo cierto es que hace falta siempre ser muy rebuscado para cometer un robo y convencer al mismo tiempo a todo el mundo de la propia inocencia. "A unos trescientos metros vemos a un pobre pastor, a un pobre pastor beduino", confiesa Roi, un paracaídista israelí de 20 años. "El oficial dice: 'ok, disparen'... Ni una palabra. Nada. Nos tiramos al suelo, una bala a un lado del rebaño, otra bala a la derecha del rebaño, otra bala... Nuestros compañeros lo hacían por divertirse, como si disparasen a una diana. Para ellos, disparar en Hebrón era simplemente un juego de vídeo". "Si alguien me dijera, mi oficial o el comandante de mi compañía", declara Erez, soldado israelí de 20 años enrolado en una brigada Nahal, "'tienes que dispararle a esa niña de 7 años', yo dispararía sin vacilar"5. "Cuando veo a un terrorista tirado por el suelo, bañado en su propia sangre, me entra un apetito..."6, le espeta otro soldado a la activista Neta Golam. Por su parte, Liran Ron Furer, sargento en la reserva que tuvo luego el valor de denunciar su propia conducta, cuenta "cómo (sus compañeros) se tomaron una fotografía de recuerdo con unos árabes atados y ensangrentados a los que habían machacado a golpes, cómo Shahar orinó sobre la cabeza de un árabe porque el hombre había tenido la osadía de sonreír a un soldado; cómo Dado obligó a un árabe a ponerse a gatas y ladrar como un perro". El mismo confiesa haber golpeado a un árabe esposado y tendido en el suelo de su jeep que "lloraba suavemente" y haberlo conducido ensangrentado y semi-inconsciente a la base, donde fue recibido con vítores y silbidos de entusiasmo: "Uno de los soldados se le acercó y le pegó una patada en el estómago. El árabe se dobló en dos y resopló y nosotros estallamos en carcajadas. Era divertido... lo golpeé con fuerza en el culo y salió volando justo como había calculado. Mis compañeros me gritaron que estaba loco y se echaron a reír.. y yo me sentí feliz. Nuestro árabe era un deficiente mental de 16 años"7. En Roma citta aperta, del cineasta italiano Rossellini, hay una escena particularmente espeluznante: la del oficial nazi que abandona la habitación en que está siendo torturado el resistente -atado a una silla, desnudo, con el pecho quemado- y con tan sólo abrir una puerta se incorpora naturalmente a la deliciosa soirée de un salón elegante en el que la música de un gramófono realza la superioridad de estos hombres y mujeres que leen filosofía, juegan al ajedrez y liban refinados licores. Por su parte Primo Levi, ese hombre que "ya no estaba lo suficientemente vivo para poder suprimirlo", nos cuenta en Si esto es un hombre cómo a partir de febrero de 1945 era trasladado todas las mañanas al laboratorio del Lager de Auschwitz, un laboratorio como cualquier otro del mundo, caldeado y agradable, donde las trabajadoras alemanas, a pocos metros de las cámaras de gas, se limaban las uñas y comían rebanadas de pan con mermelada, hablaban de sus novios, de sus casas y de sus planes para las próximas vacaciones. Roi, Erez, Liran, jóvenes israelíes completamente normales, vuelven en dos horas -como otros de su trabajo- a Jerusalén Oeste, a Tel-Aviv o a Haifa, donde les esperan sus novias y sus padres, hacen deporte, bailan en discotecas, van a pizzerías y a conciertos de rock y recuperan los valores que caracterizan una vida civilizada y superior. Van y vuelven en autobús -por así decirlo- a la Ocupación; hacen excursiones a la estructura siniestra de su Normalidad. Este radical cambio de plano casi sin transición ilustra al mismo tiempo la agnosia moral de la sociedad israelí, que puede seguir creyendo que "sueña" su ferocidad, y la desventaja de los palestinos, los cuales no pueden jamás retirarse a ningún lugar lo suficientemente seguro, a ninguna ficción de normalidad, porque la Ocupación los persigue hasta el interior mismo de sus casas. En este sentido, el horror que provocan los "atentados suicidas" se debe en parte a que los palestinos que se hacen estallar en discotecas, restaurantes o paradas de autobús de Israel han venido a despertar a los isrelíes de este "sueño" de inocencia (y para mantenerlos dormidos hay que construir a su alrededor un muro de 250 km. de longitud). La furia festiva de estos soldados israelíes, de la que encontramos numerosos ejemplos en los cuadros más bajos del IDF, representa a la vez la consecuencia lógica y el fracaso del proyecto sionista. Este proyecto, en efecto, consistió desde el principio, y sigue consistiendo, en una misión de altísima moral olímpica que jamás entró a considerar ni individual ni colectivamente la existencia de esa gente (un "puñado de negros", según Chaim Weizmann) con los que tropezó y sigue tropezando en su camino, ni siquiera para odiarlos o divertirse con ellos. El ya citado Finkelstein dedica algunas páginas al mito de "la pureza de las armas", según el cual los sionistas habrían acometido y acometerían las matanzas, las expulsiones, las torturas, "con repugnancia" y "sin animosidad personal", obligados por la necesidad ("sentía piedad por aquellos pobres desgraciados", "me sentía orgulloso de haber combatido decente y moralmente, suprimiendo el sadismo y el instinto de matar", "luchamos contra nuestros enemigos porque es vital hacerlo, pero no los odiamos", "comprendía que había que hacerlo pero simplemente no podía soportarlo"), de manera que la conciencia queda siempre a cubierto del lodo y los israelíes son una y otra vez las víctimas, no tanto porque los palestinos se comporten como unos bárbaros asesinos cuanto porque esa barbarie pone a los israelíes en permanente peligro de degradarse moralmente. Los israelíes matan desde la pureza más exigente, pero la obstinada resistencia palestina les hace cada vez más difícil mantenerse puros. "La cuestión es durante cuanto tiempo nosotros, que estamos hechos de carne y sangre corriente, podremos soportarlo", escribe el escritor de "izquierdas" Amos Oz sin darse cuenta de que sólo un inconsciente racismo puede negar a los "suicidas" palestinos el derecho a utilizar el mismo argumento para justificar sus acciones. "¿Se puede usted imaginar viviendo de esa forma y siendo la misma persona, la misma nación, al cabo de unos años? ¿Podremos hacerlo sin que llegue un momento en que simplemente los odiemos? Sólo odiarlos. No quiero decir que nos complazca matarlos ni que nos volvamos sádicos. Simplemente un profundo y amargo odio por habernos obligado a llevar esta vida"8. Es difícil voltear la realidad con más "literario" desprecio por el otro: hasta tal punto Amos Oz considera incuestionable la superioridad "judía" que no sólo culpabiliza a los palestinos por no haber cedido de buena gana su territorio -obligándoles a ellos, por tanto, a disparar a niños y apalear pastores y a "llevar esta vida" un poco menos moral de lo que les gustaría- sino que pasa enteramente por alto el tipo de vida que ellos obligan a llevar a los palestinos como posible fuente de un "profundo y amargo odio" que explicaría la transformación de un pueblo normalmente pacífico en una sociedad exhausta y desesperada. La fanática resistencia palestina podría llegar a convertir al "héroe místico israelí" en un bastardo y también de eso tendrían los palestinos la culpa; pero no cabe pensar que la ocupación israelí pueda convertir al hombre común palestino en un vengativo harapo: sus "crímenes" se deben a que es esencialmente un "pueblo enfermo, psicótico" y eso no es por supuesto responsabilidad "nuestra". De hasta qué punto este "narcisismo moral" opera inconscientemente incluso en las reacciones más nobles, moldeando también a algunos sectores pacifistas o izquierdistas israelíes, da buena prueba, por ejemplo, la reciente y valerosa intervención en un acto público de uno de los 100 pilotos que en julio del 2002 rechazaron participar en operaciones indiscriminadas en los Territorios Ocupados. Yonathan Shapira, ex-comandante de un escuadrón de helicópteros Blackhawk, un hombre sin duda admirable, sigue invocando la "pureza de las armas" para denunciar como "ilegales" e "inmorales" los así llamados "asesinatos selectivos", con su secuela de muertos inocentes, en la convicción de que con ellos se estaría cruzando por primera vez "una línea roja" y sin plantearse, por tanto, la "ilegalidad" e "inmoralidad" del proyecto sionista mismo: estas acciones "están corrompiendo a la sociedad israelí en su conjunto", "constituyen un golpe mortal para su fortaleza moral" y por eso "debemos luchar para combatir a los terroristas sin llegar a parecernos a ellos"9. Como es sabido, tampoco los nazis odiaban a los judíos. "La máxima de Himmler", escribe el historiador Heinz Höhne, "era que el exterminio en masa debía llevarse a cabo fría y limpiamente; incluso cuando obedecían una orden oficial de asesinar, los hombres de la SS debían seguir siendo 'decentes'". "Puedo decirles", decía el propio Himmler, "que es horrendo y odioso para un alemán tener que ver tales cosas. Es así, y si no sintiéramos que es horrendo y odioso, no seríamos alemanes". O también: "Pasar por esa experiencia (la de matar a miles y miles de personas) y seguir siendo decentes; eso nos ha hecho fuertes". Rudolf Hoess, por su parte, aseguraba no haber "odiado nunca personalmente a los judíos" y que era "la dura necesidad" la que le obligaba "a parecer frío e indiferente" mientras "las madres entraban en las cámaras de gas con sus hijos que reían o lloraban". En su esfuerzo titánico por conciliar en su interior las brutales exigencias de una "misión histórica" y la aspiración superior a la pureza moral, los nazis también creían sufrir mucho más que sus víctimas: "la tensión era mucho más intolerable", declara por ejemplo Paul Blöbel, jefe del Einsatzkommando 4ª, "en el caso de los hombres que llevaban las ejecuciones que en las víctimas. Desde un punto de vista psicológico era un momento espantoso". El exterminio de judíos no fue obra del odio y el sadismo de unos cuantos pervertidos sino la "necesidad" interna de un plan superior -ejecutado por hombres superiores- que contemplaba la eliminación de los obstáculos en términos puramente sanitarios: los judíos, en efecto, eran "hongos", "bacterias", "chinches", "bacilos" o "triquinas". Para Himmler, el antisemitismo era "exactamente lo mismo que el despiojamiento. No hay cosmovisión alguna involucrada en quitarse los piojos. Es tan sólo una cuestión de higiene. Pronto estaremos despiojados". Y el propio Efraim Zuroff, director del centro Simon Wiesenthal en Israel, admitía sin vacilaciónes que Hitler no tenía conciencia alguna de estar haciendo mal: "¡Por supuesto que no! ¡Hitler se creía un médico! ¡Mataba gérmenes! ¡Eso es lo que eran los judíos para él!"10. Esta frialdad quirúrjica, esta particular "decencia" de hombres que habían dejado a un lado toda animosidad personal no sólo ilumina la inhumanidad de los verdugos sino que tenía el efecto, en el que insiste una y otra vez Primo Levi, de deshumanizar a las víctimas, proceso en virtud del cual se retro-justificaba su asesinato al mismo tiempo que se minaba su capacidad de resistencia. Del mismo modo y salvando todas las diferencias cuantitativas, el proyecto sionista trató siempre a la población de Palestina como una "plaga" a la que había que erradicar -sin contagiarse- del "espacio vital" que necesitaban los "judíos" para instalar su superioridad ética y racial. Desde el negacionismo radical de Golda Meier ("no hay tal cosa llamada palestinos") hasta las recientes declaraciones (23 de febrero de 2004) del viceministro israelí de Defensa, Zeev Boïm, acerca de las "taras genéticas" de los palestinos, la visión sionista de sus víctimas árabes se ha asentado históricamente en esta convicción de la "pureza de las armas" sionistas contra un amenaza, en definitiva, sanitaria. "Perros", "chacales", "negros" o "indios", "gente mugrienta y contaminada" e incluso "células cancerosas", el derecho de los sionistas sobre Palestina no podía -ni puede- ser cuestionado por unos pocos y confusos grumos de vida crecidos al margen de la humanidad, según el razonamiento del "hombre del siglo XX" y sionista goy Winston Churchill: "No estoy de acuerdo en que el perro tenga derechos sobre el comedero, aunque haya comido en él durante mucho tiempo". Puede que al final los israelíes, como se lamenta Amos Oz, acaben odiando a los palestinos por obligarles a odiar a los palestinos, pero en principio no tienen nada contra ellos, aparte del hecho mismo de que estén ahí, de que se acumulen y reproduzcan en una tierra a la que Yahvé ha reservado un destino mejor. "La amenaza palestina es una manifestación cancerosa", declaró en abril del 2002 Moshe Ya'alon, jefe del Estado Mayor del ejército israelí; "algunos dirán que es necesario amputar órganos. Pero por el momento estoy aplicando quimioterapia". En esta misma dirección, entre el higienismo y el "destino manifiesto", Benny Morris, el decano de los "nuevos historiadores" israelíes, no dudaba en aprobar, durante una entrevista concedida a Ha'aretz en enero de este mismo año, la política de expulsiones y matanzas que él mismo ha ayudado a exhumar de los archivos: "Bajo ciertas condiciones, la expulsión no es un crimen de guerra. No pienso que las expulsiones de 1948 hayan sido crímenes de guerra. Uno no puede hacer una tortilla sin romper huevos. Hay que mancharse. (...) Incluso la gran democracia americana no habría sido creada sin aniquilar a los indios. Hay casos en los que el bien general, final, justifica actos crueles y duros que son cometidos en el curso de la historia". Y también: "Un Estado judío no habría nacido sin desarraigar a 700.000 palestinos. Por ello fue necesario desarraigarlos. Era necesario limpiar el interior y limpiar las áreas fronterizas y limpiar las principales rutas. (...) La necesidad de establecer este Estado en este sitio superó la injusticia cometida contra los palestinos al desarraigarlos". O más aún: "Si Ben Gurión hubiera completado su obra, si hubiera realizado una gran expulsión y limpiado todo el país -todo la tierra de Israel hasta el río Jordán-; si hubiese realizado una expulsión total en vez de parcial, hubiera estabilizado el Estado de Israel por generaciones". Y por último: "(la sociedad palestina) es una sociedad enferma. Debería ser tratada de la misma manera en que tratamos a individuos que son asesinos en serie. Tenemos que tratar de curarlos(...) Pero hasta que se encuentre la medicina, tendrán que ser contenidos para que no puedan asesinarnos. Hay que construirles algo como una jaula. Sé que suena terrible. Es realmente cruel. Pero no hay alternativa. Se trata de un animal salvaje y tiene que ser encerrado de una u otra manera". Como Amos Oz, también Morris es un "izquierdista"; y como Amos Oz, aunque con menos sutileza, Morris se ve abocado a aceptar una diferencia racial -racista- para resolver la contradicción de negar a los "atentados suicidas" la misma justificación que sirve, en cambio, para las expulsiones, los "asesinatos selectivos" o la construcción del muro: "la preservación de mi pueblo es más importante que los conceptos universales de moral"11. ¿Cómo conciliar esta frase con la condena moral de los hombres-bomba? Con la misma natural y devastadora sencillez con que lo hicieron los nazis: identificando el destino de "mi pueblo" con el destino de los valores universales y de la humanidad en su conjunto; Israel, en efecto, es "la rama vulnerable de Europa" en Oriente Medio, el "cordón sanitario" de la Civilización contra los bárbaros que la amenazan, como amenazaban Roma en el siglo V. Puede "sonar terrible" y "es realmente cruel", pero "no hay alternativa"; sin odio, con el pulso firme y providencial de un cirujano, en aras del "bien general" y en defensa de principios superiores (el valor absoluto de la vida, el derecho y la democracia) tenemos que estar dispuestos a asumir algunos "efectos colaterales", término también de inspiración sanitaria muy "occidental"; es decir, tenemos que estar dispuestos a aceptar la muerte de otros niños, la expulsión de otros hombres, la desaparición de otros pueblos. Nuestro escándalo ante los "atentados suicidas" encubre en realidad todo este muestrario de temas tribales, silogismos racistas y delirios teológicos. Admitamos que, a la espera de que se complete esta obra de contagio tan temida por los "guerreros puros", el odio está sobre todo del lado de los palestinos, que no pueden despreciar desde el aire a sus enemigos. "Mi deseo es convertirme en metralla mortal contra los sionistas", declaraba Reem Salih al-Rayasha antes de hacerse estallar en un control de Gaza el pasado 14 de enero. ¿Es ése el mínimo de "humanidad" en esta desmesura que no deja el más pequeño asidero a la moral? Podemos lamentar la pérdida de todas las proporciones de la sensibilidad, la sustitución de todas las reglas de medir por instrumentos de cálcular, podemos dolernos del apagón de muchas luces que será luego muy difícil volver a encender, pero no nos empeñemos en trazar "líneas rojas" en un lago de sangre, y mucho menos en trazar "líneas civilizadas". En términos morales, en términos de "civilización", el conflicto Israel-Palestina define un recinto tan obscuro, tan monstruoso, tan descorazonador para todo el mundo, que en él tenemos que resignarnos a escoger entre una "inhumanidad" que extermina sin riesgos y sin odio a un pueblo entero y una "humanidad" resentida que se hace estallar en los autobuses y las discotecas. Cada vez que escogemos, aumenta la corrupción de todos; cada vez que aumenta la corrupción de todos, más fácil nos resulta escoger. Pero, ¿por qué? ¿Por qué -insisto- una sociedad que compadece o admira literariamente a los suicidas y que aprueba o acepta a los asesinos se escandaliza de esta manera ante los llamados "atentados suicidas"? Atribuirlo a cinismo o a manipulación sería ignorar la espontánea sinceridad del estremecimiento, al que subyace quizás un ingenuo respeto por las reglas en general, con independencia de la naturaleza del juego -confundida en el horizonte con el relieve mismo del mundo; una especie de homenaje virtuoso a la sombra legal de un alba de fuerza que se ha dejado atrás. Un comerciante puede olvidarse de que vende mercancías robadas y no consentir que se truquen los pesos. Un soldado puede matar a un civil desarmado y censurar al compañero que quiere desvalijarle los bolsillos. Ana Palacios puede aprobar los bombardeos de Bagdad y regañar luego a un albañil iraquí por una grieta en el techo de un hospital. Hay reglas. Allí donde aparece un elemento inesperado que no se había declarado al comienzo de la partida; allí donde se introduce un factor que tácitamente se había dejado inactivo o en suspenso; allí donde se unen dos términos que deben estar separados, decimos que se hacen trampas. En algún sentido, cada vez que un palestino se ata una bomba al pecho y se hace estallar en una parada de autobús de Jerusalén o en una sala de fiestas de Tel Aviv, reaccionamos instintivamente como lo haríamos ante un tramposo; nuestra sensación -entre el horror y la sorpresa- es la de que está haciendo trampas. Los palestinos hacen trampas. ¿Con qué? ¿De qué manera? Digámoslo rápidamente: los palestinos hacen trampas con el cuerpo. Trampas, ¿a qué reglas? ¿A las de la moral universal? ¿A las del derecho internacional? Veamos. En esta partida está permitido -porque todos lo permitimos- destruir aldeas y matar mujeres y niños para expulsar por el terror a 700.000 personas; está permitido burlarse de la ONU negándose a cumplir decenas de resoluciones; está permitido dinamitar miles de casas, a veces con sus habitantes dentro; está permitido arrancar cientos de miles de olivos, arrasar millones de fedanes de tierras cultivables, apoderarse de millones de metros cúbicos de agua; está permitido disparar a los niños y torturar a los adolescentes; está permitido invadir el Líbano y bombardear Túnez, Siria, Iraq, sin previa agresión o declaración de guerra; está permitido mantener a cuatro millones de personas en campos de refugiados; está permitido matar a familias enteras para matar extra-judicialmente a un sospechoso; está permitido quemar títulos de propiedad, fichas sanitarias, cédulas de identidad; está permitido destruir ordenadores, saquear los cajones y defecar en las mesas de los despachos; está permitido hacer morir a mujeres embarazadas y a enfermos de riñón en los check-point; está permitido deportar prisioneros, tatuar detenidos, fusilar resistentes en los callejones; está permitido comprar miles de millones de dólares en armas y fabricar bombas atómicas; está permitido bombardear zonas civiles, extender las colonias en territorio ajeno, decretar toques de queda, cerrar las Universidades; está permitido construir un muro de cientos de kilómetros aislando a miles de personas de sus tierras, sus casas o sus escuelas; está permitido, en fin, aprovechar una abrumadora desigualdad de fuerzas para exterminar por hambre, fuego, enfermedad y pena a un pueblo entero cuya tierra otro Dios había prometido, hace cuatro mil años, a otros hombres. Todo esto está permitido. Y entonces, cuando los hemos privado de todo medio de defensa, individual y colectivo, cuando los hemos despojado también de todos los medios de supervivencia, cuando les hemos negado el recurso a las armas y al derecho, cuando les hemos quitado la tierra, la casa, el pan, el nombre, cuando nos hemos acostumbrado a tratarlos como objetos pasivos de nuestro "humanitarismo", cuando los hemos reducido a nada y allanado a cero -y hemos aceptado que eso forma parte de las reglas-, entonces a los palestinos todavía les queda algo; todavía les queda algo con lo que no contábamos o en cuya existencia no creíamos; se sacan de la manga una sorpresa; los palestinos se sacan de pronto un cuerpo. Podemos señalar cínicamente con Morris que otros pueblos se han dejado exterminar sin recurrir a los "atentados suicidas" para no tener que asumir nuestra responsabilidad y poder reprochar a los palestinos que no se hayan dejado eliminar, como a nosotros nos convenía. Podemos decir que los admiraríamos más si no lo hicieran. Podemos preferir que no hubiese ocurrido. Pero lo que no podemos hacer es buscar un misterio psicológico o cultural en sus acciones. No podemos preguntarnos con perplejidad una y otra vez: "¿Por qué lo hacen?". Los palestinos han hecho un descubrimiento técnico y este descubrimiento, que descubre nuestra imprevisión, nos horroriza. Han descubierto en sí mismos, allí donde ningún poder humano puede alcanzarlos, un arma de destrucción capaz de rivalizar con los helicópteros Apache y los tanques Merkava; y lo que nos escandaliza es precisamente nuestra incapacidad para alcanzar y desactivar esa amenaza. Ahora nadie puede pararlos. Es lo que tienen los descubrimientos técnicos: que cuando se descubren ya no se pueden olvidar ni podemos impedir su uso; se extienden y generalizan por contagio, se difunden epidémicamente, como la pólvora o el SARS. Ya se trate de la imprenta o de la bomba atómica, su propia eficacia impone su actualidad generalizada e irreversible. En ese sentido, las invenciones técnicas sólo caen en desuso cuando son desplazadas por otras que las superan, como ha ocurrido con la máquina de escribir o con los discos de vinilo; o cuando -más raramente- su función se vuelve innecesaria, como en el caso de la vacuna de la viruela. Contra los "atentados suicidas" sólo podemos hacer dos cosas; podemos proporcionar a los palestinos medios de destrucción más poderosos, B-52, misiles Scoud, bombas de racimo, lo que quizás alguien podría considerar un "progreso moral". O podemos devolverles sus medios de subsistencia individual y colectiva: sus tierras, sus casas, su agua, su soberanía, sus familias, sus nombres y sus libertades. Nos escandaliza sin duda este uso técnico del cuerpo, que lo trata como si fuese algo "fabricado" o "artefacto", pero antes que eso nos escandaliza el hecho mismo de que los "atentados suicidas" descubran, destapen -naipe y desnudo- precisamente el cuerpo. ¿Quién podía imaginar que los palestinos iban a utilizar un instrumento tan antiguo? La menos puritana de las sociedades es aquélla -la llamada occidental- en la que ya no se cuenta con el cuerpo, en la que el cuerpo no cuenta nada, en la que el cuerpo es más bien un resultado marginal o un residuo vergonzante en una red fluida de intercambios mágicos; en la que nunca se espera ya que el cuerpo aparezca. Expulsado del trabajo y de la economía (al menos idealmente), declarado irrelevante o amenazador por la combinación capitalista de tecnología y de mercado, el cuerpo ha quedado obsoleto como herramienta, confinado ahora en el círculo intransitivo de la higiene y el deporte; y contra su negatividad puramente contagiosa se ha inventado un sistema de cuarentena estructural, una sociedad de almas puras conectadas a través de objetos interpuestos o imágenes proxenetas. Demasiado antiguo, demasiado próximo, demasiado frágil, nos desagrada reconocer su existencia y nos horrorizaría hacerlo funcionar, lo que es propio sólo ya de pobretones, tecermundistas y marginales. Estábamos convencidos de consistir en una constelación de informaciones, imágenes y cachivaches y, de pronto, en medio de este olvido dorado estalla un cuerpo; cuando creíamos haber superado históricamente el cuerpo, un hombre explota en público y nos vuelve a retrasar brutalmente. La paradoja es que el mismo progreso tecnológico que nos permite matar desde cada vez más arriba y desde cada vez más lejos sin exponer la propia vida no sólo vuelve inoperante la protección de las leyes y del Derecho sino que amenaza en sus excesos la propia sociedad ilusoriamente abstracta que ha contribuido a constituir; y convierte al cuerpo que querría desactivar o superar en el centro mismo de la máxima vulnerabilidad y de la máxima agresividad: el caso extremo y periférico del "atentado suicida" no puede impedirnos establecer una relación, en nuestras propias ciudades, entre la creciente inmaterialidad de los intercambios sociales y el aumento del acoso sexual, los malos tratos domésticos o la delincuencia armada. Cada vez se nos ataca más desde ahí; cada vez tenemos que defendernos más desde ahí. La obsesión por la seguridad (en un mundo, al mismo tiempo, de alta tecnología y altos valores institucionales) nos devuelve al marco más primitivo, al calor original de los cuerpos que se agarran con los dientes y se desgarran con las uñas: esa atmósfera pre-histórica en la que la proximidad, la existencia misma del otro, es ya una amenaza. En el mes de mayo del 2003 los medios de comunicación se hicieron eco -en un tono relajado que demuestra hasta qué punto se ha naturalizado este retroceso- de la inminente salida al mercado de la No-contact-jacket, una chaqueta eléctrica que sus creadores definían como una "armadura capaz de emitir una descarga de 80.000 voltios" y dentro de la cual las mujeres estarían protegidas, en sus salidas a la calle, de "los abrazos no consentidos". "Encajonando todo el cuerpo en esta cerca eléctrica", declaraba el diseñador Adam Whiton, "se forma una barrera en la que nadie entrará, so pena de quedar electrocutado". ¿No vemos todo el parentesco entre esta "coraza tecnológica" que convierte al cuerpo en una prisión agresiva y el "cinturón explosivo" que lo convierte en una tumba armada? ¿No hay que pensar ambos adminículos en el mismo horizonte de un retroceso monstruoso a la centralidad de los cuerpos? El cinturón-suicida palestino es en realidad la prolongación natural y la respuesta (en una atmósfera de terror cavernícola y de locura neanderthal) a la chaqueta-eléctrica occidental. Hace falta sentirse muy desprotegido, muy vulnerable, muy amenazado, para responder a un contacto con un calambrazo; hace falta sentirse aún más desprotegido, aún más vulnerable y aún más amenazado, para responder a una agresión haciéndose saltar por los aires. Llegados a este punto, la cuestión es saber qué clase de contrato podemos construir criaturas tan radicalmente amenazadas, por cuánto tiempo podremos aún seguir autodenominándonos humanidad y si no deberíamos inventar de una vez por todas, en lugar de un nuevo sistema de seguridad, una nueva casa para el hombre.



1 He abordado ya este asunto en dos artículos anteriores: Los atentados suicidas: la negación "sí" (www.nodo50.org/csca/agenda/ny_11-09-01/alba_4-01-02.html) y Wafa Idris, el milagro funesto (www.nodo50.org/csca/palestina/alba-5-02-02.html).
2 Frase pronunciada por Jose María Aznar ante la Conferencia sobre Terrorismo organizada por Noruega en septiembre del 2003. Ver, por ejemplo, El País, 23 de septiembre 2003.
3 Ver, por ejemplo, diario El Mundo, jueves 15 de enero del 2004, sección España.
4 Citado por Norman G. Finkelstein, Imagen y realidad de conflicto palestino-israelí, pag. 38, Ed. Akal, Madrid 2003.
5 Uri Blau, Israel: conversaciones de guerreros, publicado por Kol Ha'ir y traducido al castellano por Germán Leyens (www.rebelion.org/sociales/blau130102.htm).
6 Ver el artículo de Neta Golam, El asesinato de Muhammad (carta de Israel), traducido por Germán Leyens (www.rebelion.org/sociales/golan080102.htm).
7 Citado por Gideon Levy en un artículo de Ha'aretz reproducido en castellano el 27 de noviembre del 2003 en www.rebelion.org/palestina/031127levy.htm.
8 Ver Finkelstein, op.cit., pag. 201 y siguientes.
9 Tomado de la -por lo demás- muy valiente intervención de Yonathan Shapira en el simposio celebrado el 18 de enero del 2004 y organizado por el Departamento de Política y Gobierno de la Universidad Ben Gurión.
10 Para esta visión del nazismo como una obra fundamentalmente "sanitaria" y moralmente elevada, acudir al citado Finkelstein, op. cit, pag. 207 y siguientes; y al excelente Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, de Rosa Sala Rose, Acantilado, Barcelona 2003, pag. 230 y siguientes.
11 Todas estas frases del historiador Benny Morris proceden de la entrevista que en enero del 2004 le hizo Ari Shavit en el diario israelí Ha'aretz, traducida al castellano por Germán Leyens (ver Dr. Benny y Mr. Morris, www.rebelion.org/palestina/040113shavit.htm).