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Venezuela: triunfo popular y resistencia semiótica
Gustavo Sánchez 
gsanchez22@Argentina.com
El triunfo de Chávez en el referendo revocatorio constituye una contundente 
victoria del pueblo venezolano, aunque más no fuera porque supone una derrota 
considerable para sus enemigos más acérrimos. Pero el juego social siempre está 
abierto –que de eso se trata la historia-, y algunas de sus determinaciones más 
eficaces siguen estando potencialmente del lado de los dominadores: no sólo el 
poder económico y político de la oligarquía y el imperialismo, sino también el 
largo aliento de la dominación ideológica que en el imaginario social de las 
clases subalternas -y en el discurso de los medios de masas- tiende a corroer 
todo intento de reforma que pueda poner en cuestión los valores dominantes (aun 
cuando este cuestionamiento sea por el momento sólo parcial e indirecto en el 
proceso bolivariano). 
El nacionalismo popular del proyecto chavista explicita el enfrentamiento de 
clases, y su formulación populista –en la que intervienen también otros 
elementos de conflictividad distintos de la clase- bien puede ser interpretada 
como una apelación al colectivo nacional en forma homóloga pero inversa a las 
construcciones burguesas de "pueblo" y "ciudadanía" (que los medios han logrado 
sintetizar y reformular bajo el simplismo "gente"). Si la ideología burguesa 
necesita para hacerse hegemónica del camuflaje de su carácter faccioso, no 
debería sorprender una operación tal por parte del bloque popular en el poder, 
que pone el énfasis en el concepto de nación sometiéndolo a una disputa por el 
sentido en el intento de convertirlo en instrumento eficaz de construcción 
contrahegemónica. Porque hay que decir que los conceptos y los constructos 
sociales que aquellos pretenden designar no nacen puros ni se mantienen 
inalterables a lo largo de la historia, ni pueden nunca ser definidos por fuera 
del contexto en el que operan. 
Pero el triunfo popular constituye además un claro -y raro- ejemplo de 
resistencia semiótica, aun en un contexto socioeconómico que dista en mucho del 
ideal. Esto sin soslayar que el ideal, para un proceso revolucionario en 
efectiva marcha, no puede ser otro que el posible para unas circunstancias dadas 
en las que se debe actuar de manera concreta, aunque esta idea le resulte tan 
hostil a la abstracción revolucionaria que, en su verborrágica radicalidad, no 
puede ver si no con encono aquellas construcciones que los pueblos pueden 
verdaderamente realizar, con sus contradicciones e impurezas, sujetos las más de 
las veces a condiciones de extrema dificultad. 
En este marco resulta necesario formularse algunas preguntas antipáticas: ¿Cúantos 
referendos más podría ganar Chávez? ¿Cuántos embates puede soportar airosamente 
una fuerza popular en el poder, bajo condiciones de efectiva dominación 
capitalista? Aun en el mejor de los escenarios socioeconómicos, el proyecto 
revolucionario tiende a tropezar con lo que en la vieja terminología llamaríamos 
el desfase de las transformaciones siempre más lentas en la superestructura que 
en la base. Y la "dictadura del proletariado" se ha mostrado tan ineficaz en la 
construcción contrahegemónica como el apego a la constitucionalidad burguesa. El 
problema aún insoluble sigue siendo el de la transformación profunda del 
imaginario social, y el de cómo el ejercicio del poder estatal puede ponerse en 
función de ella entendida como condición esencial para el proceso revolucionario 
(por no decir que tal transformación no es sino un sinónimo de ese proceso). 
Hay todavía un elemento nuevo, o cuya dimensión debe ser considerada como nunca 
antes: en la modernidad tardía, la vida social no sólo está mediatizada por los 
dispositivos de comunicación de masas, sino que ellos modelan y producen una 
parte sustancial de la experiencia social. Modelan, porque recortan las 
significaciones posibles y proveen de repertorios amplios pero limitados de 
relatos socialmente disponibles. Producen, porque de por sí ocupan una porción 
considerable de la experiencia ordinaria construyendo subjetividad, fragmentando 
y reelaborando identidades a través del mercado de los bienes simbólicos. La 
comunicación de masas es cada vez más el lugar donde se juega lo imaginario que 
define lo real, y tanto sus formas como sus prácticas son al menos tan 
importantes como el contenido de los mensajes. Formas de percibir, 
deconstrucción de identidades en reelaboración, prácticas de consumo donde se 
forjan subjetividades dominadas. 
No afirmaríamos la supresión de la experiencia inmediata por efecto de las 
representaciones mediáticas, lo que supondría poco menos que el fin de la 
historia, pero sí que el consumo de tales representaciones opera de cierto modo 
sobre la experiencia ordinaria a la vez que supone un cúmulo de prácticas 
específicas del que nunca resulta posible sustraerse del todo. Si la resistencia 
semiótica puede tener lugar, es porque la recepción no es un proceso pasivo y 
los receptores son capaces de leer los mensajes de modo diferencial de acuerdo 
con sus propias competencias culturales y trayectorias sociales, pero no debe 
olvidarse nunca la asimetría constitutiva que hace que la relación entre medios 
y públicos sea siempre, en el sistema capitalista, esencialmente una relación de 
dominación. 
El pueblo venezolano ha podido resistir nuevamente una batería de fuerzas 
hostiles. Desde la violencia directa en el frustrado intento de golpe de estado, 
hasta los intentos de desestabilización política y económica en el caso de la 
también infructuosa huelga del petróleo. Pero de todos estos embates, el de la 
corporación mediática en la multiplicidad de su despliegue ha sido el más 
poderoso, y también allí la resistencia ha sido efectiva una vez más. Que tal 
cosa haya resultado posible habla de los límites de las clases dominantes y de 
los márgenes de acción de las resistencias políticas y simbólicas; en suma, de 
la vigencia de la historia y la viabilidad de la revolución. Pero el destino no 
está escrito, y mucho menos si se trata de una pretendida inevitabilidad de la 
victoria de aquellos que corrientemente resultan derrotados aun sin saberlo. 
Tomar nota de estas cuestiones supone una afirmación que, aunque pueda parecer 
de perogrullo, no debería minimizarse: no hay democracia posible con el actual 
régimen de medios de comunicación. Y no hay transformación social que pueda 
hacerse efectiva sin una política que en relación a ellos sea capaz de alterar 
sustancialmente las reglas del juego. La escasez de alternativas simbólicas a 
las que se ven sujetas las clases populares, limitadas en sus consumos por 
razones económicas y culturales, inclina aún más la balanza en favor de la 
dominación. Así las cosas, no puede ser razonable la privatización de semejantes 
recursos (ni tampoco su concentración exclusiva en manos del estado, por lo que 
la necesidad de pensar en nuevas políticas comunicacionales que avancen hacia la 
propiedad social de los medios de masas se hace más imperiosa). Esta es también 
una de las tareas urgentes del proceso bolivariano y de todo otro que suponga 
afectar los intereses del bloque dominante.