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Latinoamérica

Cómo nos hicimos comunistas

En homenaje al centenario del nacimiento de Luis Vidales, La Rana Dorada reproduce uno de sus mejores testimonios periodísticos. Por él se ve quién le enseñó a escribir al burro Pantxo.


Luis Vidales (Bogotá, noviembre de 1945)

Visur

Publicado en el semanario "Sábado", 10 de noviembre de 1945.
Reproducido en la revista
Folios, Universidad de Antioquia.

Por el año 20 el único café que existía en Bogotá era el Windsor. Era aquel un típico café de una ciudad feudal. Así como no existía sino un café, sólo había tres bancos, El Colombia, El Central y El Bogotá. La capital era una aldea. La chistera y el levitón no habían aún desaparecido. Las mujeres usaban la mantilla y no había para que pensar en que alguna, así fuese la más innovadora, tocase su cabeza con la pastora que vino después a complementar la nueva silueta femenina. Vestir de color hubiese sido un signo de rastacuerismo; todo el mundo se ataviaba de negro. El tranvía de mulas, con su tintineo, su tropel de cascos y los silbidos característicos del postillón, pasaba por la Calle Real como una verdadera arriería metida entre rieles. La plaza de Bolívar, todavía empedrada, era la estación principal de los coches de punto. Allí, sobre el pescante de las victorias y las berlinas, los cocheros, de chistera y casaca, cabeceaban con sus largos látigos en la mano, como practicando el rito de una pesca imposible, según decía Tejada. No había entonces un sólo automóvil de servicio público.
En la calle 13, entre carreras 7ª y 3ª, entre el Windsor y el caserón colonial de los correos, los chalanes hacían caracolear los magníficos caballos traídos de las haciendas de la sabana. Aquel trayecto de ochenta metros escasos era lo que hoy es la esquina de la carrera octava con la calle catorce. El vértice de la vida bursátil. Sólo que entonces no había bolsa negra. Todos los negocios de la economía de aquel tiempo (venta de bestias, de cosechas, transacciones de índole campestre) tenían su mercado libre en este sector. Y en el Windsor, naturalmente, se festejaba el cierre de los negocios. Generalmente, en torno al café tinto, al que tanto le debe la economía nacional, se verificaban estos lazos de unión que luego se sellaban con el famoso brandy Hennessy tres estrellas, compañero de los triunfos durante las guerras civiles en Colombia. Era el licor chic, en todas nuestras aldeas. El whisky no había aparecido todavía. En aquel ambiente del Windsor, al lado de los hacendados y los negociantes comenzó a aparecer un nuevo tipo de hombres. Empezaron a ocupar diariamente las mesitas, sin acuerdo previo, sin una reunión anterior por medio de la cual se declarara fundada con estatutos y reglamento, la nueva generación colombiana. Iban apareciendo allí nuevas caras, trayendo el aporte de su propio mensaje, y sin saberse cómo ni cuándo quedó establecida una nueva generación colombiana, sin mensajes ni manifiesto al país, movida indudablemente por la misma fuerza espontánea que le quitaba al país su cáscara del siglo XIX y lo incorporaba, al transformarlo en el XX, que llegaba retrasado a Colombia, en todos los órdenes. Indudablemente, algunos factores que nada tenían que ver con la transformación que se operaba en Colombia, contribuyeron a aproximarnos unos a otros. Carlos Pellicer, el poeta mexicano, había sido enviado a estudiar en Colombia por la federación de estudiantes de México, en un rasgo de aproximación americanista, que por supuesto a nosotros se nos hacía insólito y que quedó sin reciprocidad como era lógico que ocurriera en el ambiente de un gobierno conservador que ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Pellicer. Entre los estudiantes desorganizados y sin aspiraciones, el significado de la presencia de Pellicer entre nosotros pasó igualmente inadvertido, de modo que su misión tuvo su cabal cumplimiento entre los grupos de intelectuales que por entonces comenzaban a aparecer en Colombia. Pellicer, naturalmente no nos influenciaba con su poesía porque él se hallaba en el mismo período de iniciación que nosotros. Pero sus habitaciones, en el tercer piso del edificio Liévano, fueron antes que el Windsor, nuestro lugar de reunión habitual, cuando Tejada aún no había llegado a la capital. Allí sellamos amistad con León de Greiff, Rafael Maya y Rafael Jaramillo Arango, que ya tenían obra y habían publicado versos. Con Germán Pardo García, Pérez Amaya y Octavio Amórtegui. Con José Enrique Gaviria y Alejandro Navas, Rafael Vásquez, José Silva y yo íbamos ligados por una indisoluble amistad. De esa misma época data la amistad de algunos de nosotros con el poeta Eduardo López, que ya por entonces había escrito unos de sus más populares versos. Eduardo López editaba por esa época su famosa e insuperable obra "Almanaque de los hechos colombianos", que recogía en no menos de dos mil páginas un verdadero compendio de la república en todas sus actividades. Y allí nos publicó Eduardo López a Rafael Vásquez y a mí nuestras primeras producciones poéticas. Era aquel para mí un período primerizo en que difícilmente me debatía con la influencia parnasiana. Recuerdo que mi publicación en el "Almanaque" era un soneto alejandrino intitulado "Cleopatra", en el cual, como es lógico, figuraban la trirreme y Marco Antonio, y en el que sostenía muy heredianamente, que las palmas de la mano de la egipcia llevaban en la M la inicial del amante latino. Tejada llegó a Bogotá ya bien avanzados los fenómenos que nos arrojaban por los caminos de una nueva promoción de literatos y artistas, aunque es bueno advertir que esos profundos hechos no nos dábamos cuenta, y sólo ahora se nos presentan con la claridad que jamás tuvieron para nosotros. Nada sabíamos de la conexión existente entre el palpitar angustioso del mundo de la postguerra y nuestra aparición en la escena colombiana. Aún hoy mismo no ha sido estudiado en qué forma aquel período de ansiedad universal vino a perturbar la tranquilidad de muerte de la vida nacional, arremansada en siglos pretéritos. Aún hoy mismo no se han analizado esos resortes ocultos que sacaron al país de su marasmo y lo colocaron desde entonces en la línea de progreso que lo llevó a la transformación política del año 30. Pero nosotros (hoy lo comprendemos) veníamos como nuncios de esos hechos. Fuimos la generación, que a pesar de carecer del idioma político apropiado, vaticinamos con nuestra sola actitud de iconoclasticismo literario la ruina de la hegemonía. Quizá ninguno de nosotros hubiera podido explicar en qué momento los fenómenos de la postguerra nos colocaban ante una tarea, que solamente podíamos resolver en el campo estrictamente literario. A raíz de la clausura de la guerra, el país adquirió como otros, una importancia de mercado para el reinicio de la producción industrial de los pueblos avanzados que necesitaban expandir su radio de acción económica, en previsión de la crisis, que al fin llegó, señalada por vastos sobrantes de mercancías. Fue entonces cuando llegaron, en equipos de ferrocarriles y en instrumental para carreteras, no menos que en pianolas, en ortofónicas y en toda clase de chucherías, los veinticinco millones de indemnización por Panamá. Fue entonces cuando se abrieron infinidad de bancos y algunas de las principales industrias, especialmente las textiles. El país se puso en marcha. La actividad nacional se multiplicó y se diversificó. El trabajo tomó nuevos cauces de infinidad de labriegos convertidos en peones de carretera y de ferrocarril comenzaron a buscar en las ciudades las oportunidades de absorción de su trabajo atraídos por los salarios urbanos y ya para siempre zafados de la órbita del campo que eternamente los había constreñido a salarios de hambre. Los problemas sociales comenzaron a cobrar volumen en el país. La intranquilidad social, las huelgas, iniciaron su labor invisible de socavamiento del viejo angarillaje feudal de la hegemonía. Con todas las dificultades presentadas por las circunstancias; con la inmadurez de nuestros procesos acumulativos; con las limitaciones e interferencias que se quiera, pero allí había ya dos economías en pugna, la una gastada e incapaz de la campiña, y la otra más avanzada, más liberal, en las ciudades y en las obras públicas. Y ese fue, indudablemente, el telón de fondo sobre el cual se proyectó la actividad de nuestra generación, la misma que ahora está llegando al poder. Cuando Tejada vino a Bogotá, ya traía ese característico sello de vagabundaje que lo hacía pasar absorto, por la Calle Real, como si en vez de casas y gente hubiera allí palmeras, y en vez de Calle Real hubiese allí un camino real. Era un hombre rodeado de paisaje por todos los lados, y en sus ademanes y en su andar se sentía la presencia de parajes arbolados y rumorantes ríos. Ya por entonces Tejada tenía ese chaplinismo inconfundible de hombre que había pasado por muchos apuros y por muchos horizontes. Iba siempre con los pantalones de pasar el río. Cuando yo le conocí, ya era el expulsado de la Normal de Medellín, ya había sido polizón en los barcos del río Magdalena, ya había escrito sus "Gotas de Tinta" en algún periódico de la capital antioqueña, ya había estado de aventura y bronca por la Costa Atlántica y ya había visto la llamita fulgurante de los revólveres rastrillados en la oscuridad de la noche, de que habló después en una de sus crónicas. Ya estaba instalado en "El Espectador" de Bogotá, ya había descubierto el calor de los periódicos, que recomendó siempre como lecho insustituible para el abrigo nocturno, y ya había hecho el invento de los cigarros de hojas de eucaliptus, que elaboraba bajo los árboles del parque del Centenario, y que fumaba con delectante y ensoñadora actitud, sosteniendo que todo estaba en la naturaleza al alcance de la mano y que era absurdo creer que se necesitaba dinero para vivir. Ya era el filósofo y el teórico de todas las cosas habidas y por haber que fue la característica central de Tejada. Confieso que cuando le ví la primera vez sentí cierta repulsión hacia su facha estrambótica. Iba arrebujado en un abrigo negro, con el brazo izquierdo colgado de un pañuelo, también negro, de cuyo trapecio salía, no una mano, sino un atado de trapos. El gran tirolés negro, tragado hasta los ojos, no conseguía cubrir del todo los vendajes que le ceñían la frente y le cruzaban el ojo izquierdo. Acababa de salir de la clínica. Unos carniceros lo habían atacado una noche de juerga, por haberse interpuesto para defender a un amigo, y lo habían dejado tendido en el suelo, completamente tasajeado a cuchillo. Jamás se le oyó la menor recriminación contra sus amigos ni contra sus atacantes. Al día siguiente de mi primer encuentro con él, estaba yo sentado a mi mesa en el Windsor, cuando vi entrar a Tejada. Pensé que la presentación fugacísima del día anterior y mi ninguna prestancia intelectual pues yo estaba inédito y él no conocía mis versos, no le permitirían saludarme con deferencia, y fingí no verlo. Pero Tejada se llegó hasta mi mesa y me saludó con el cariño y la familiaridad más asombrosos, como si hiciera años que alimentáramos la más perfecta amistad. Su naturalidad desarmó mi aprensión. Esa fue la primera admiración que me causó este hombre, y desde entonces la más profunda y noble amistad nos envolvió hasta su muerte. Tejada tenía un poder magnético enorme. De su ser emanaba un fluido atrayente, verdaderamente maravilloso. Una atmósfera casi tangible lo circundaba y dentro de ella quedaban como alelados los que se hallaban en torno. Hacia él refluían, completamente absortas y como desarmadas, las personalidades de todos, sin esfuerzo ninguno, como un placer que se reflejaba en los rostros. No era una tiranía lo que ejercía. No era la fuerza, casi siempre tirante, del líder; el dominio violento del jefe. Era una suave onda, una luz amable, brillante y cálida, que lo conducía a uno a estar pendiente de él, de su extraordinaria palabra, de su discurrir por un mundo de esféricas formas, de amor, entre todas las cosas, de exactitud de misterio, de humor y de inmemorial sencillez a un mismo tiempo, que él iba pintando como si se tratara de un sueño con los ojos abiertos. El era el centro de nuestra generación, el jefe nato, nuestro núcleo rumorante e inquieto. Pocos días después de haberse iniciado nuestra amistad, Tejada desapareció de Bogotá. Había ido a casarse. Me dijeron que con una muchacha Gaviria Jaramillo, de Pereira, hija de don Juan y de doña Dolores. Para mí, aquello era una coincidencia, entre extraña y curiosa. Cuando ya de regreso, me lo encontré en el café, le ofrecí visita y le envié saludos a su esposa. Tejada me miró con cierta sorpresa, como quien no veía bases en mi modo de ser para esta clase de cumplidos sociales. Se habían hospedado en un hotel de la calle doce, arriba de la séptima. Cuando me oyó tutear y estrechar efusivamente a Julieta, su asombro fue aún mayor. Los dos le explicamos los vínculos de familia que nos unían. Y esto contribuyó a hacer más fuerte mi unión con Tejada, Tejada era mi pariente lejano por lo Córdoba y Julieta lo era más próxima por la rama de los Jaramillos; de modo que el traslado a mi casa paterna, que yo les propuse, era una cosa lógica. Allí vivieron dos años. Fue esta la época de "El Sol", periódico que tenía por directores a Luis Tejada y José Mar, y que se editaba en una imprenta situada en la planta baja del edificio Montaña, frente a la plaza de mercado de Las Nieves. Este periódico, cuatro años anterior a la revista de "Los Nuevos", fue el primer órgano de la nueva generación colombiana. Allí aparecimos algunos de los poetas y escritores que después, ya muerto Tejada, hicimos parte de la agrupación de "Los Nuevos". El períodico de "El Sol", que no tuvo una vida larga, fue también el período socialista de Luis Tejada. Era un socialismo que no se atrevía a separarse del partido liberal y que encontraba asidero para esta actitud en el propio pensamiento de Benjamín Herrera, para quien el socialismo, como lo dijo públicamente en varias ocasiones, era algo consubstancial con la entraña misma del liberalismo colombiano.
Tejada no estaba muy convencido de ello; él creía que era necesario la aparición de un partido independiente, pero aceptaba de buen grado la simpatía que Herrera mostraba por el periódico, y la deferente atención que el gran caudillo ofrecía al movimiento juvenil que pugnaba por cristalizar en "El Sol". No fueron pocas las veces que vimos al general Herrera preferirnos en el trato frente a líderes connotados del liberalismo, y en una o dos ocasiones su interés por nosotros se mostró en ayuda monetaria para el periódico. De aquella época, guardo todavía como recuerdo imborrable la figura magnífica de este extraordinario ejemplar humano, poderoso y terrible, inconmovible y como tallado en piedra berroqueña, ante el cual los grandes se veían pequeños. Herrera era un hombre de tan acendrado dominio, de una tan increíble concreción de personalidad, que más que un hombre parecía un mito. Lo primero que se sentía ante Herrera, por reflejo, era el orgullo de ser colombiano, porque en él se hacía tangible la comprensión de un pueblo grande hoy y mañana y siempre. Pueblo que produce esta clase de hombres es un gran pueblo. Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía que nuestros amigos me llamaran "l’enfant gáte" de Tejada. Por las tardes siempre nos citábamos para irnos a casa. El trabajaba en El Espectador y yo en el Banco de Londres. Una tarde, mientras yo lo esperaba en la esquina de la catorce con la séptima, salió del periódico y se vino precipitadamente a mi encuentro, diciéndome sin saludarme: "Aquí en esta casa está en este momento un ruso que quiere hablar con nosotros. Ahí hay una reunión de obreros liberales, que lo han citado para que los oriente sobre la posición de los trabajadores en las próximas elecciones. Subamos. Cuando termine nos vamos con él y charlamos. Esto puede ser muy interesante". La casa de que hablaba Tejada era la misma en que hoy está "La Cigarra". El ruso no era otro que Silvestre Sawinsky. Sawinsky vivía en la vieja y amplia casa que queda inmediatamente después de lo que hoy es la plaza de San Martín hacia el norte. Allí entramos. Recuerdo que en el vasto corredor nos llamó la atención ver numerosos cueros colgados, y Sawinsky nos dijo que se había dedicado a la curtiembre, para ganarse la vida. Nos presentó a su esposa y nos instalamos en la amplia sala ante una gran mesa, cubierta con una gruesatela de terciopelo verde, y sobre la cual una caparazón de tortuga con una caja de metal incrustada servía de cenicero de agua. Pronto comenzamos a menudear las tazas de té, de las cuales tomamos como diez, a la manera rusa, mientras planeábamos el nuevo partido. Como a las nueve de la noche salimos de allí, después de haber dejado un cerro de colillas dentro del recipiente de la tortuga. Habíamos trazado el esquema para la formación del partido comunista en Colombia. Llevábamos la lista de los nuestros, que se redactó de mi puño y letra, y a la cual habíamos agregado algunos nombres que juzgábamos adictos a nuestra causa, entre otros, Luis Cano, Armando Solano y Alfonso Villegas Restrepo. Digo esto, porque nadie sabía cómo se fundó el partido comunista de entonces, es decir de dónde partió la idea, y he oído muchas versiones contrarias a la realidad, de gentes que desean hacerse pasar por personas actuantes (el subrayado es mío). No. Aquella noche no estábamos presentes sino Sawinsky, Tejada y yo. De allí convocamos a una reunión, en la cual quedó constituído el nuevo partido. No está por demás decir que ni Luis Cano, ni Armando Solano, ni Alfonso Villegas Restrepo concurrieron nunca a ninguna de nuestras reuniones. Pronto nuestro partido se encontró con muy serios problemas que nosotros no sabíamos cómo resolver. La cuestión orgánica y nuestra conexión con las masas eran cosas al rojo blanco sin la solución de las cuales podríamos subsistir. Ni Sawinsky ni nosotros sabíamos nada en cuanto a los procedimientos. Ignorábamos por completo cómo se hacía un partido comunista. Era aquella una época en que el resplandor de la revolución rusa iluminaba el universo, y todos los hombres libres del mundo querían ir por esa senda, lo que no significaba necesariamente que quienes así pensaran fuesen teóricos consumados. El conocimiento de Marx y de los métodos revolucionarios de los rusos no se habían generalizado. En la prensa todavía se leía que el general Soviet se había tomado al sur de Rusia una importante ciudad llamada Lenin. En estas circunstancias, nosotros resolvimos como mejor pudimos nuestros embarazantes problemas. Le dimos al partido, por proposición de Moisés Prieto, una secreta organización tipo masónico, por grados, con sus signos, sus convenciones, sus palabras claves para los momentos de peligro. Y en cuanto a programa, yo traduje con Sawinsky el programa del P.C. ruso y echamos diez mil copias en mimeógrafo, que fueron a parar al río Magdalena, a los cuarteles, a las organizaciones obreras, etc. Su distribución fue tan completa, que todavía se acuerdan de haberlo recibido los obreros de muchos lugares del país. No abandonamos tampoco el trabajo en el ejército, y fue por nuestra labor de hojas sueltas, al frente de la cual estaba Sawinsky, que el buen ruso, más terrorista que bolchevique y más niño que hombre terrible fue expulsado del país. Un día me llamó Tejada con mucho sigilo para decirme que habían inventado un grado superior, el último al que sólo tenían acceso los elegidos, pues había ciertas cosas que no se podían tratar delante de algunos camaradas, en los cuales no se tenía la suficiente confianza. Me advirtió que mi iniciación allí se había fijado para una sesión especial, como en efecto ocurrió. Por entonces Tejada ya vivía en una casa de la calle doce, casi contra el paseo Bolívar. En un cuarto oscuro, iluminado apenas por una vela de sebo, se efectuó la ceremonia de mi ingreso al más alto grado. De pie, en torno de una mesa, se hallaban Tejada, Sawinsky, José Mar, Moisés Prieto y Diego Mejía. Sobre la mesa reposaban los símbolos de la purificación y la fe del comunista, consistentes en la constitución rusa, el programa del partido y, encima, una pistola, alegoría de la violencia revolucionaria y a la vez del castigo que esperaba al traidor. El juramento consistía en un largo interrogatorio escrito, que Sawinsky leyó aquella noche, con su particular acento ruso. Se hablaba en voz baja. Tejada se transfiguraba por completo, y a la escasa luz de la vela se le veía poseído de la más intensa emoción. A Sawinsky le temblaba levemente el labio inferior. La respiración de todos parecía contenida. El interrogatorio llegó a aquello de "jura usted no hacer diferencia de razas?", y yo respondí : lo juro; "jura usted no hacer diferencia de nacionalidades?", y yo respondí lo juro. Pero cuando se me dijo: "Jura usted no hacer diferencia de sexos?", dí inmediatamente el grito, separándome del grupo. "No, me es imposible jurar eso", exclamé. La estupefacción se apoderó de todos. Tejada me miraba con angustia escrutadoramente. "Por qué no juras?", me dijo con un tono de ruego. Yo les dije "Lo de la supresión de la diferencia de sexos no lo juro, porque por pepiciego que uno esté siempre sabe quién es hombre y quién es mujer". Todavía oigo las carcajadas de José Mar y las recriminaciones de Tejada, que no concebía que se llevara ningún espíritu ligero a semejante ambiente de solemnidad y de misterio. La conexión con los obreros es capítulo aparte. Este se tornó muy pronto en nuestro insoluble problema central. Habíamos conseguido a un obrero de la construcción, Manuel Avella, y a Lozada, un maquinista del ferrocarril. Pero necesitábamos las grandes masas. Una comisión compuesta por José Mar y Prieto, que enviamos a Girardot, meca entonces del socialismo, había fracasado. Entonces resolvimos todos salir a la conquista de las masas. Se nos había dicho que en el paseo Bolívar por las tardes, se reunían muchos obreros, pues allí se hacía una venta de comestibles calientes y era el mejor sitio para encontrarlos en conjunto. Hacia allá nos dirigimos, pasando por el barrio de Las Aguas siempre en busca de obreros, que no hallamos por el camino. Arriba, evidentemente, se agitaba una muchedumbre desharrapada, en una especie de feria o de fiesta, en torno a las ollas humeantes. Al frente teníamos el espectáculo de la ciudad, con su rumor de órgano, y más allá, hasta el confín verde de la sabana. Nos acercamos a los trabajadores, pero no sabíamos cómo abordarlos, qué decirles, cómo entrar en conversación con ellos. Casi ni nos miraban. Estaban muy atareados en su comida, comprando aquí y allá centavos de cosas. Entonces, cuando ya íbamos a fracasar del todo, Tejada se acercó a nosotros diciéndonos: "Bueno, bueno hagamos una colecta para esta gente". Y vaciamos nuestros bolsillos, para que los obreros pudieran comer un poco mejor aquella tarde. Después, descendimos del paseo Bolívar, sin haber podido hablar ni una sola palabra con aquellos obreros sobre nuestros propósitos, pero felices de haberlos ayudado en algo. Sólo oímos que uno de ellos rezongó algo sobre los electoreros que van a buscarlos con obsequios cuando quieren sus votos. Juro que esta escena me ha ayudado extraordinariamente a comprender a Charlot. Pacho de Heredia, el famoso líder socialista que murió quemado en el incendio de un hotel de Costa Rica, había convocado al tercer congreso socialista de Colombia, que se reunió en un largo salón del tercer piso del edificio Liévano, en la plaza de Bolívar. De Heredia se peleaba con nosotros, pero eso no fue óbice para que nos enviara a todos credenciales de organizaciones obreras que ni siquiera conocíamos, para que asistiéramos como delegados al congreso. Recuerdo que a mí me correspondió representar a los obreros de la Zona Bananera. Allí, en aquel congreso, nuestra actividad fue feroz contra el socialismo. Y, como era natural, nuestras baterías iban dirigidas contra el socialismo de Girardot, que gobernaba la ciudad desde el concejo y que, según nosotros, se había pervertido en el reparto de las preeminencias y del presupuesto.
Nosotros hicimos declarar aquel congreso: Primer Congreso Comunista de Colombia. El mono Dávila, que representaba al socialismo fue nuestra víctima propiciatoria, y se defendía de todos muy airosamente. Sólo una vez que el loco Zambrano (un muchacho enviado por los obreros de Boyacá, que en el congreso se declaró comunista y marchó con nuestras tesis) le acusó de prestar plata al diez por ciento, el mono perdió los estribos, y exclamó: "A quien me vuelva a decir esa impostura, o lo desafío, o lo condeno al desprecio de mis conciudadanos". Y el loco le replicó con toda calma: "Vea camarada: yo prefiero lo segundo". Allí mismo nos encontramos con Alejandro Vallejo, que desde entonces formó parte de nuestra agrupación. Una noche, Vallejo hacía el ataque más violento al programa socialista de Heredia, que había sido promulgado en años anteriores en Honda. Vallejo duró cerca de una hora descuartizando el programa de Honda. Ese programa era una basura; ese programa no valía nada. De pronto Heredia le preguntó al orador: "Dígame una cosa: usted conoce el programa de Honda?"; a lo cual replicó el orador, impertérrito: "Yo no conozco el programa de Honda". La carcajada fue general. Pero era que nosotros señalábamos con anterioridad quienes debían intervenir en los debates no por el conocimiento que tuvieran de la materia, sino por el grado de capacidad para hablar. En aquel congreso conocimos a Raúl Eduardo Mahecha, a quien llevamos a nuestra organización una noche para conocerlo y saber de quién se trataba. Confieso que nos causó pésima impresión. Mahecha se vanagloriaba de sacarles dinero a los yanquis de Barrancabermeja, de amenazarlos con huelgas si no le suministraban la plata y de otras lindezas por el estilo. Lo decía con tal naturalidad como si estuviera convencido de que esa era la esencia el alfa y el omega del movimiento revolucionario. Mostraba esos actos suyos, como grandes triunfos de sagacidad revolucionaria. Al propio congreso había venido con sueldo de la empresa petrolera y con aire de victoria nos mostraba los telegramas en que le anunciaban los giros. A mí me pareció, perdóneseme que lo diga, un criminal nato, inconsciente. Y ese era el presidente del congreso obrero. Pedí que lo derrocáramos, pero la oportunidad de hacerlo parece que no se presentó. Después hicimos Tejada y yo un viaje al Quindío, siempre con la idea fija de buscar obreros auténticos. En un hotelito de Cajamarca redacté el primer manifiesto que yo hacía destinado a los obreros del Quindío, que publicamos en Calarcá, mi ciudad natal. Tejada se mostró sorprendido de mis estilo revolucionario y alabó con mucho entusiasmo mi manifiesto. En Calarcá salieron algunos obreros a recibirme. Tejada estaba optimista. ¿Ves?, me decía; los obreros son muy inteligentes y acabarán por responder a nuestros llamados. Vamos a hacer un gran partido. Pero en Pereira, fin de nuestro viaje, ya no vino nadie a vernos. Allí iniciamos a Fortunato Gaviria, hermano de la mujer de Tejada. La iniciación que se hizo con la solemnidad de la mía, de que ya he hablado, no surtió su efecto de misterio y de sigiloso secreto. La casa tenía una acústica endemoniada; todo el mundo, en la planta baja, de almacenes y tiendas, se dio cuenta de todo cuanto dijimos e hicimos. Y al día siguiente todo Pereira sabía que habíamos ido a la ciudad. Tejada era un comunista convencido. Indudablemente, nuestro movimiento, en el fondo, era un movimiento liberal, como lo fue en gran parte, años después el movimiento socialista revolucionario (el subrayado es mío). El partido liberal, con la pesada herencia del fracaso de la guerra civil iba de mal en peor. Nadie creía ya en que pudiera levantarse de la postración en que se encontraba. Y en estas condiciones, se buscaban sustitutos, otras formulaciones y otros medios que suponían más eficaces para el derrocamiento del conservatismo. Mucho de eso había en nuestro movimiento. Pero no en Tejada. Tejada era comunista, con la visión de una sociedad mejor y más equitativa para la humanidad. De ahí que yo no juzgue a Tejada como obligadamente lo juzga la gente: como un cronista que ha producido Colombia; el mejor, en una abarcadura más ancha, del habla española, que aún no ha sido superado ni igualado aquí ni fuera del país. Porque Tejada era más que eso. Tejada era un apóstol, un líder incomparable del proletariado. Murió en el momento en que se estructuraba ideológicamente en el marxismo, cuando antes sus ojos de visionario la escritura del viejo alemán le abría las puertas de un mundo amable para todos, en el cual había soñado siempre. Amó a la humanidad con un amor entrañable. Amó a los humildes, y supo con toda claridad que ellos serán poseedores de un paraíso aquí en la tierra. Por hacer más próximo ese paraíso, luchó hasta su último aliento. El día que le pegamos a Llorente (20 de julio de 1810)

El día que le pegamos a Llorente

Por Carlos Vidales*

La Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, escenario de los dramáticos sucesos que se narran en esta historia de floreros, reyertas y revoluciones patrióticas. Era, como siempe suele ocurrir, un día de mercado.
Me acuerdo muy bien: todos nos levantamos muy temprano ese día.
Era viernes. Los mercachifles y marchantas del mercado semanal, en número mucho mayor que el acostumbrado, ocuparon sus puestos en la Plaza Mayor, que ahora le llaman "de Bolívar", con tal orden y disciplina, que ya a las cuatro y media de la mañana estaba cada uno en su lugar, con sus achicorias, arracachas, coles y verdolagas dispuestas para el regateo. Había un silencio raro en el aire y se percibía una tensión general, como si todos supieran que algo muy gordo estaba a punto de suceder. Hasta los perros de los marchantes, con las narices mojadas por la niebla fría del amanecer, vigilaban anhelantes la esquina del Cabildo, las ventanas del Palacio del Virrey, la explanada del Colegio de San Bartolomé y la puerta de la Cárcel Mayor.
A las cinco en punto comenzó la misa en la Catedral, que a esa hora estaba ya repleta hasta los topes. Todos los adultos comulgaron, mirándose con recelo los unos a los otros. Los señores chapetones y sus familias, ocupando los bancos mas cercanos al altar, echaban de vez en cuando miradas de odio y desprecio a los criollos y sus familias, que se mantenían todos agrupados más atrás, muy dignos, en las bancadas cercanas a la puerta. El populacho, la plebe, la chusma, es decir el pueblo humilde, honrado y trabajador, oía la misa y se rascaba los piojos de pie, en las naves laterales, donde las imágenes de los santos milagrosos miraban al cielo con expresión de sufrimiento, agobiadas por el olor a ruana sudada, alpargata macerada y enjalma inmemorial.
Todos estaban nerviosos, aunque todos estaban estragados por el sueño y el cansancio. Nadie había dormido la noche anterior. En las casas de los criollos más notables se había permanecido en vela, y grupos de campesinos y arrieros "voluntarios" habían montado guardia en los portones y zaguanes, porque corría la voz de que los chapetones planeaban asesinar a las diecinueve familias más importantes de la cachaquería. Circulaba una lista, supuestamente hecha por los españoles, en que constaban los nombres de los jefes de esas familias: el señor Emigdio Benítez Plata en primer lugar, don Camilo Torres en segundo, don José Acevedo y Gómez en tercero... A este plan siniestro se le había dado el nombre de "La Conspiración Infiesta", porque era precisamente el señor Infiesta, oidor de la Real Audiencia, quien había dicho en corrillo de amigos y compadres que era necesario eliminar a los criollos de más prestigio para garantizar el orden y la tranquilidad. El señor Infiesta pertenecía a esa clase de cretinos que creen posible tranquilizar al pueblo asesinándole su gente.
Los chapetones también estaban agotados, porque entre ellos había corrido el rumor de que esa noche los criollos iban a hacer una matanza general de españoles. Por eso, aunque se habían ido a dormir temprano, se les había pasado la noche revolcándose en la cama, intranquilos, tratando de creer en las palabras del oidor Hernández de Alba: - "Los americanos son como los perros sin dientes: ladran, pero no muerden".
Yo también estaba sin dormir, porque mi papá me había llevado a la casa del sabio Caldas, donde se hizo una reunión en la que participaron don Camilo Torres, don Frutos Joaquín Gutiérrez, don José Acevedo y Gómez, don Miguel Pombo, don Francisco Morales, y otros varios cachacos de lo más fino. Recuerdo que don Camilo Torres, muy elegante con su casaca de paño color carmelita y sus pantalones de lino blanco, se paseaba de un lado a otro y dos o tres veces se lamentó de la ausencia de don Antonio Nariño. Ya hacía dos meses que los malditos chapetones habían mandado a Nariño a Cartagena, con grilletes en las manos y en los pies, porque sospechaban que don Antonio estaba preparando un motín para disolver al Reino. Recuerdo también que a mí, por ser niño, me dieron agua de panela y unas galletas, y que ellos tomaron café con excepción del sabio Caldas, que prefería el "té de Bogotá", traído de la finca de Nariño.
A mí me gustaba mucho estar cerca de Caldas, porque parecía como un niño, con la casaca abierta y la camisa desabrochada, siempre dibujando mamarrachos y fórmulas incomprensibles en sus cuadernos de apuntes. Esa noche, mientras don Camilo Torres daba instrucciones severas a todos y explicaba que era necesario provocar un incidente violento con los chapetones, haciéndolos aparecer a ellos como culpables, porque, según decía, "para asegurar el éxito es necesario que la chispa incendiaria parta del vivac enemigo", Caldas dibujó en un pedazo de papel un óvalo cruzado por una raya, más o menos así: y me preguntó: "A ver, jovencito, ¿qué significa esto?" Yo examiné el enigma desde la altura de mis doce años y le contesté sin vacilar: "O larga y negra partida". El se echó a reír y me dijo: "Esa interpretación vale para cuando a uno lo van a fusilar: ¡Oh, larga y negra partida...! Por ahora la explicación es otra, y yo se la resumo diciendo que basta con partir un solo eslabón para que se rompa toda la cadena".
Don José Acevedo y Gómez, que oyó estas últimas palabras, comentó: "Eso es muy cierto. Y lo que necesitamos en este momento es saber cuál es el eslabón que conviene partir". Luego se llevó a mi papá a un rincón y le habló en voz baja. Los ví discutir unos instantes. Después de eso mi papá vino y me ordenó: "Vaya y acuéstese en la otra pieza. Duérmase, porque mañana tenemos mucho que hacer, y yo lo voy a necesitar para que traiga y lleve recados". Yo le hice caso porque me di cuenta de que ellos querían discutir lo del eslabón sin que mis orejas pudieran oir. Mi papá era admirador de Rousseau y a mí me educaba según el método propuesto en el "Emilio", y por eso para mí era muy fácil obedecerle. Yo confiaba en él.
He contado todo esto para que ustedes entiendan que al amanecer del 20 de julio de 1810 todos los habitantes de Santafé estábamos trasnochados y nerviosos. Todos, excepto don José González Llorente y su familia. Ellos eran los únicos que habían dormido tranquilos, porque don José González Llorente era un pan de Dios que nunca se metía en chismes, jamás hablaba de política con nadie, y por lo tanto él y su familia eran los únicos en todo el virreinato que no sabían lo que estaba pasando.
Don José González Llorente era chapetón, nacido en Cádiz, pero se había casado con una criolla, a la cual amaba y respetaba con veneración. Aparte de sus hijos y de su mujer, don José González Llorente mantenía en su casa a doce mujeres más: once hermanas de su esposa y la mamá de todas. Era, en consecuencia, un santo, y Dios lo debe tener en su gloria. Su generosidad era proverbial, su simpatía por los criollos evidente, su tienda estaba muy bien situada, a pocos metros de la Catedral, bien surtida con paños y manteles y vajillas y cristales y floreros. Yo lo quería, porque siempre me regalaba algún dulce y me acariciaba la cabeza cuando yo iba a recoger los tabacos para mi papá.
Apenas terminó la misa todo el mundo se desbandó para sus casas. Don José González Llorrente, sus hijos, su mujer, su suegra y sus once cuñadas, seguidos por cuatro sirvientas almidonadas y un criado adolescente, se fueron muy en fila y se encerraron en su domicilio, sin hablar con nadie y pensando solamente en Cristo y sus apóstoles.
La niebla de la mañana se había disipado. En la Plaza Mayor el mercado hervía de susurros y cuchicheos, pero en toda la ciudad se alcanzaba a oir el ruido que hacían la cachaquería y la chapetonería, a unísono, sorbiendo en sus hogares el chocolate caliente, el caldo de pollo y el cuchuco suculento del almuerzo. Gente timorata, zanahoria y rinconera, los santafereños de lustre refocilaban el estómago después del extenuante esfuerzo de oir misa.
A las nueve de la mañana don José González Llorente abrió su tienda, situada en la Calle Real, ahí mismo donde está ahora la llamada "Casa del Florero". En ese momento yo estaba en mi casa, a cuatro cuadras de allí, recibiendo la siguiente orden de mi papá: "Vaya donde el señor Llorente y observe la situación. Si ocurre alguna novedad, avísele a don José Acevedo y Gómez y después véngase a ver en qué lo necesito".
Yo salí corriendo a cumplir el encargo, y llegué a mi puesto de observación en el preciso instante en que los hermanos Morales se dirigían al señor González Llorente con estas amables palabras: -"Oiga usted, señor, venimos a que nos preste el florero bonito ese que tiene para adornar la sala en la que vamos a darle la recepción a don Antonio Villavicencio. Ya sabemos que usted es un chapetón recalcitrante y que nos odia a los criollos, pero suponemos que no será tan grosero como para faltar a las reglas de la hospitalidad.
¿No es así?" El pobre don González Llorente se puso colorado, y tartamudeando de la sorpresa, contestó: -"¿Pero de dónde sacan vuestras mercedes, señores míos, que yo odio a los criollos? ¿Y por qué me hablan vuestras mercedes en ese tono tan insultante? ¿Les he faltado yo en algo alguna vez, he sido desatento con vuestras mercedes o con vuestras honradas esposas o madres o hermanas? ¡Por supuesto que pueden vuestras mercedes disponer del florero, y de toda mi tienda, que a mí no me importa si el agasajado es criollo o chapetón!" -"¡Ajá! -respondió el más joven de los Morales- ¡de manera que insulta a nuestras madres, y esposas, y hermanas! ¡De manera que dice que no le importan, que se caga en los criollos! ¡De manera que se niega a prestar el florero, solamente porque el agasajado es criollo! ¡Viejo cabrón, miserable, chapetón de mierda, ahora mismo vas a a ver cuánto valemos los criollos!" La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.
El tumulto que se armó entonces fue tremendo. La gente se arremolinó, gritando contra el pobre señor González Llorente, y a mí me dió la impresión de que todos sabían exactamente cómo tenían que moverse y qué tenían que gritar. Todos, menos don José González Llorente, que estaba muy aturdido, muy azorado, muy sorprendido y muy achicopalado.
En esto llegó don Francisco José de Caldas, con sus botas muy lustradas y su cuello de encaje, y una sonrisa maliciosa en la mitad de la cara, y saludó muy amablemente a don José González Llorente.
Eso me pareció muy absurdo, y al comienzo no entendí por qué Caldas hacía eso. Era imposible que él no se hubiera dado cuenta del tumulto. Pero comprendí de qué se trataba cuando uno de los Morales le dijo: -"Señor Caldas, es increíble que usted salude con amabilidad a este chapetón miserable, que ha insultado a los criollos, que ha dicho que se caga en todos nosotros, y que se ha negado del modo más vulgar y soez a cumplir con los deberes de la hospitalidad".
Caldas miró a los Morales, a la muchedumbre, a don José González Llorente que estaba congestionado por la sorpresa, la humillación y el espanto, y dijo con una tranquilidad brutal, amable y sonriente: -"Pues si es verdad lo que vuestras mercedes me dicen, tengo que retirar el saludo que acabo de ofrecer".
Don Gónzalez Llorente pareció hundirse en el abismo de un colapso cardíaco. La multitud volvió a gritar y yo salí corriendo de allí y me fuí a contarle todo a don José Acevedo y Gómez, como mi papá me había ordenado, y luego me dirigí a toda velocidad a la casa, a esperar instrucciones.
Mi papá se mostró muy satisfecho de mi prontitud y disciplina, y me dio un buen chocolate con colaciones. Estábamos en esas cuando llegó, muy agitado, nuestro pariente y amigo don José María Carbonell, diciendo que a don José González Llorente le habían dado una paliza fenomenal, y que la muchedumbre andaba cazando ahora a un oidor -no recuerdo su nombre-, y que ya era hora de poner en movimiento "la máquina popular". Mi papá estuvo de acuerdo y me dijo: "Váyase ahorita mismo con José María, obedézcalo en todo, no se separe de él y pórtese bien. Ahora es usted un ciudadano y un patriota". Me miró a los ojos con mucho cariño y me dio una palmada en el hombro. Yo le besé las manos y me fui con Carbonell, que parecía un torbellino.
Nos trepamos por la Candelaria, hasta el barrio de Egipto, y Carbonell alborotó allí a más de dos mil personas que se bajaron hasta la Plaza Mayor con palos y picas y piedras y cuchillos. Después corrimos hasta San Victorino y de ahí trajimos a tres mil energúmenos dispuestos a desbaratar el Reino a patadas. Lo mismo hicimos en el barrio de Las Nieves. En suma, nos recorrimos en unas horas todos los huecos de Santafé donde había pobres y chusma, y a las seis de la tarde teníamos una muchedumbre enfurecida en la Plaza Mayor, varios oidores presos, los chapetones escondidos en los entretechos de sus casas y los criollos repartiendo órdenes, contraórdenes y desórdenes.
Lo demás ya lo conocen ustedes, porque fueron a la escuela y ahí les echaron el cuento completo. Sabrán, por lo tanto, que mientras José María Carbonell alborotaba a los artesanos, peones y obreros, don Francisco Morales, cumpliendo órdenes del doctor Azuero Plata, comunicaba al cuartel del Regimiento Auxiliar la noticia de los alborotos y lograba que el jefe de dicha fuerza, don José Moledo, se uniera con su batallón a las fuerzas patriotas. Entretanto, los criollos más notables se autodesignaron con el título de tribunos o portavoces del pueblo, y en nombre del pueblo enviaron emisarios al virrey con la petición de que permitiera realizar de inmediato un Cabildo Abierto. El virrey, señor Amar, terco y porfiado como un ladrillo gallego, se negó repetidas veces a conceder el permiso y al promediar la tarde, con torpe arrogancia, recibió al último de los comisionados, don Ignacio de Herrera, con la tajante expresión "¡Ya he dicho!" y luego le volvió la espalda de manera insultante.
Yo estaba ya de regreso en mi casa cuando llegó allí un mensajero con el cuento de lo que había dicho el virrey. Mi papá, alarmado, comentó: "Eso quiere decir que el señor Amar se propone aplastarnos a sangre y fuego". Pero a los cinco minutos llegó otro mensajero con la información de que don Juan Sámano le había pedido autorización al virrey para sacar las tropas regulares a la calle a fin de restablecer el orden a balazos y que el virrey le había negado ese permiso y en cambio le había ordenado mantenerse quieto en su cuartel. Al oír esta noticia, mi papá se quedó como atontado y uno de los criollos presentes, no recuerdo cuál de ellos, dijo con una sonrisa: "Eso quiere decir que el señor Amar es bobo de remate, y que ahora podemos hacer lo que se nos dé la gana".
Dicho y hecho. Los miembros del Cabildo y los notables criollos decidieron realizar el Cabildo Abierto sin la licencia del virrey y comenzaron a enviar las citaciones, a convocar a la muchedumbre que recorría las calles, enardecida y furibunda, y a organizar los piquetes de vigilantes y activistas. A las cinco de la tarde, una horda de lagartos, aduladores, tinterillos, chismosos, oportunistas y sapos de todos los colores, llegaron donde el señor virrey a contarle que los criollos iban a pasar por encima de su autoridad. El señor virrey dijo entonces: - "He dicho que no habrá cabildo sin mi permiso. Si son tan subversivos que se atreven a hacerlo, entonces les doy permiso para que hagan Cabildo Extraordinario".
Cuando la muchedumbre alborotada oyó esto, la carcajada fue inmensa y toda la revolución estuvo a punto de fracasar, porque la gente se desmayaba de la risa. La seriedad revolucionaria se restableció cuando don José Acevedo y Gómez se trepó a un balcón y gritó con todas sus fuerzas: - "¡Esta vaina no es una fiesta, carajo! ¡Con semejante indisciplina es imposible organizar el desorden! ¡Si dejamos pasar este momento de verraquera, si no aprovechamos la papaya que nos están dando, antes de doce horas los chapetones nos van a hacer comer mierda a todos juntos!" Esta es la frase inmortal que, por respeto a las señoras, las señoritas y los niños, la historia oficial ha registrado así: - "¡Si perdéis este momento de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes!" Sea como fuere, el pueblo quedó tan impresionado con la vibrante elocuencia de don José Acevedo y Gómez, que desde ese mismo momento lo bautizó con el apodo de El Tribuno del Pueblo .
A las seis de la tarde una inmensa multitud llenaba la Plaza Mayor y todas las calles adyacentes. Todas las campanas tocaban a rebato. La guardia de la cárcel intentó hacer una salida contra el pueblo, pero fue desarmada y bombardeada con piedras, tomates, verduras, huevos podridos, escupitajos y toda clase de insultos por las gloriosas masas revolucionarias que con abnegación y heroísmo dieron así una prueba suprema de patriotismo inmortal. Los pobres guardias, molidos a palo y cubiertos de saliva proletaria, fueron encerrados en la misma cárcel que debían guardar.
A las seis y cuarto, más o menos, comenzó a sesionar el Cabildo Extraordinario, como decía el ridículo permiso del virrey. Yo estaba en la plaza, al lado de mi papá y de José María Carbonell, y ví que éste último hacía una seña a un vecino notable, quien de inmediato pidió la palabra y propuso que se eligiera por aclamación a don José Acevedo y Gómez como Tribuno del Pueblo. Así se hizo, con ruidosa aprobación de la muchedumbre. Alguien señaló entonces que la muchedumbre no podía votar porque el Cabildo era Extraordinario y no Abierto, y por lo tanto no era permitida la votación general. Don José Acevedo y Gómez dijo entonces: "¡Pues que la asamblea se constituya en Cabildo Abierto, y que el Cabildo Extraordinario se vaya al diablo!". Y así se hizo.
Acto seguido, don José Acevedo y Gómez volvió a tomar la palabra y exigió, en nombre del pueblo, que se designara una Junta encargada de asumir el mando, y que cada uno de sus miembros debía ser aclamado por el pueblo. En ese momento llegó un mensajero diciendo: "Que el señor virrey manda decir que él se ofrece a ser el presidente del Cabildo". Esto produjo otro despelote de risas y carcajadas. Don Ignacio de Herrera le dijo al mensajero: "Vaya y dígale al señor virrey que ya es tarde".
A todas estas, yo me mantenía callado y serio observando los acontecimientos. A pesar de toda la euforia popular y de las expresiones de entusiasmo de mi papá y de todos los notables, yo estaba triste. José María Carbonell me preguntó: "¿Qué te pasa, muchacho? ¿No te gusta ver el nacimiento de una Patria?". Yo le contesté: "Sí, me gusta, pero me da tristeza pensar en el señor Llorente. Él es una buena persona, y hoy lo hemos maltratado todos de la manera más horrible. Me da pena y vergüenza". Carbonell se quedó mirándome fijamente, con esos enormes ojos negros que tenía, y me dijo: "Tienes razón. Mañana iremos juntos a la cárcel y le llevaremos comida, ropa y algunos libros".
Fue así como supe que al pobre don José González Llorente lo habían metido en el calabozo después de apalearlo, insultarlo y ultrajarlo.
Ya nunca más volvería a tener su tienda bien surtida, ni me acariciaría la cabeza cuando yo fuera a comprar tabacos para mi papá, ni saludaría a los vecinos con esa voz ronca y tranquila que tenía.
Ya nunca más volveríamos a verlo en su peregrinación dominical a la iglesia, muy compuesto, con su mujer, su suegra y sus once cuñadas, sus hijos y sus sirvientes. Sentí un sabor amargo debajo de la lengua.
Y más detalles de ese día no les puedo dar, porque me fui para la casa. Después supe que se había formado la Junta, que se había obligado a los militares a jurar obediencia al nuevo gobierno, que el virrey Amar había tenido que ceder a todas las exigencias de los patriotas, que se había dado libertad al canónigo Rosillo, quien desde hacía meses estaba preso por conspirador, y que cuando los miembros de la Junta fueron a visitar al señor Amar al palacio virreinal, se le dio orden a la guardia de presentar las armas "ante el pueblo soberano". Yo lamenté no haber visto eso personalmente, porque esa vez, el 21 de julio de 1810 por la mañanita, fue la primera ocasión en la historia de Colombia que se usó la expresión "el pueblo soberano" de manera pública, abierta y oficial.
Parece también que ha sido la única vez que se respetó el significado de esa expresión. Pero esa es otra historia.
Solamente les quiero contar, para terminar con este relato, que algunos meses más tarde salió del calabozo donde los criollos lo habían encerrado, aturdido, humillado y desconcertado, don José González Llorente. Se fue para La Habana, en compañía de sus trece mujeres sollozantes y de tres sirvientes y un perro, y desde allí mandaba a veces cartas preguntando por qué lo habíamos tratado tan mal. Nadie le contestó nunca y no se le volvió a ver por aquí.
Años más tarde visité en la cárcel a Caldas pocas horas antes de que lo fusilaran. "Ahora -me dijo- es el momento de usar la O larga y negra partida". Y agregó: "Espero que hayas aprendido algo útil en estos años que hemos estado haciendo Patria". Yo le contesté, pensando en don José González Llorente, en sus trece mujeres, en su perro, en sus sirvientes y en sus hijos: "Si, he aprendido que para hacer una Patria nueva hay que cometer infamias".
Caldas sonrió amargamente y me dió un abrazo muy largo y apretado, y yo le dejé una lágrima rodando por la manga de su camisa desabrochada. No pudimos hablar más. Al amanecer lo fusilaron y le cortaron la cabeza.

Estocolmo, julio de 1996. © Carlos Vidales:Historiador. Hijo del Maestro Luis Vidales.