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Latinoamérica


8 de enero del 2004
Maldición Haití

Ignacio Ramonet
La Voz de Galicia

Se celebra estos días el bicentenario de la independencia de Haití, «primera república negra del mundo» y segundo país de América que conquistó su plena soberanía -después de Estados Unidos-. Este aniversario nos invita a una reflexión sobre el destino de una nación surgida de la lucha contra la esclavitud, y de una revolución que tanta influencia tuvo en la independencia de Sudamérica.

La epopeya se inicia hacia 1659, cuando los franceses -consecuencia del Tratado de los Pirineos- empiezan a colonizar la parte occidental de Santo Domingo. Y a transformarla poco a poco en una inmensa plantación de caña de azúcar. Para trabajar y cortar esa caña mandan traer de África a miles de esclavos mediante el abominable negocio de la trata. Como lo hacían también las demás potencias -España, Holanda, Inglaterra, Dinamarca- que dominaban el Caribe.

Se estima que en 1784, unos 100.000 franceses poseían 7.800 plantaciones y más de 500.000 esclavos. Cada año, en esa época los colonos blancos importaban unos 30.000 esclavos cuya rentabilidad era altísima. Por esas fechas Santo Domingo producía el 75% de todo el azúcar que se consumía en el mundo. A medio camino entre el manjar de reyes y el medicamento panacea (se le atribuían, en particular virtudes afrodisíacas), el azúcar era entonces un caro producto de lujo que consumían todas las realezas y burguesías de Europa.

Pero invocando los grandes ideales de la Revolución Francesa, esos esclavos se sublevan el 14 de agosto de 1791 al mando de Toussaint Louverture, llamado el Espartaco negro . La guerra va a durar 13 años, se caracterizará por su crueldad y sus atroces matanzas. Para intentar sofocar la insurrección, Napoleón (casado con Josefina, una criolla dominicana) manda una expedición de 43.000 veteranos, que serán derrotados por la fiebre amarilla y por la formidable estrategia guerrera de los jefes insurrectos. El 18 de noviembre de 1803, en la batalla final de Vertières, los rebeldes mandados por Capois La Mort derrotan a los franceses capitaneados por el temible Donatien Rochambeau. La guerra se termina con un balance espantoso: 150.000 esclavos, y 70.000 franceses muertos (de ellos unos 20.000 criollos).

El 1 de enero de 1804, en la plaza de armas de la ciudad de Gonaïves, ante una multitud en júbilo, se proclama la independencia de la isla de Santo Domingo, que toma entonces su antiguo nombre indio de Haití. Esta proclamación suena como un aldabonazo en todo el continente americano. Los esclavos negros, sometidos a una dominación infernal, demostraban que, por su propia lucha, sin la ayuda de nadie, podían conquistar la libertad. Y que, basándose en las ideas de la Ilustración y de las Luces, podían crear una nación nueva de hombres libres.

Simón Bolivar, que se refugiara un tiempo en Haití, entenderá el mensaje. Y gracias a la promesa de abolir la esclavitud, obtendrá que negros e indios se sumen a la lucha por la independencia de América del Sur. Una participación que se revelará decisiva.

El mal ejemplo de Haití aterrorizó sin embargo a todas las potencias que -a pesar de la prohibición de la trata por el Congreso de Viena en 1815- siguieron autorizando la infame esclavitud. Había que hacérselo pagar. Y nadie ayudó a la nueva república negra. Al contrario, todos la boicotearon. Con las penurias, el país cayó en guerras civiles que arrasaron el territorio, múltiples veces incendiado. Casi desaparecieron los frondosos bosques y la vegetación tropical. Después llegó el tiempo de la ocupación por Estados Unidos que duró 35 años (de 1915 a 1934). Vinieron luego nuevos dictadores, y entre ellos algunos -como Papa Doc Duvalier- de los más despóticos y más tiránicos que el mundo haya conocido jamás.

Aún sigue la inestabilidad política. Y la miseria crónica. Y el sida. Es hoy Haití uno de los países más pobres del mundo. Como si se prolongase el escarmiento a los esclavos por haber osado liberarse. Como si para Haití, y por un efecto contrario del vudú, la liberación se hubiera transformado en una infinita maldición.

Hai uns días volvín ver a película Las invasiones bárbaras do director canadiano Denys Arcand nun cine comercial de A Coruña despois de tela visto por vez primeira no ciclo Cineuropa de Santiago. E cal non sería o meu abraio ó comprobar que esta copia presentaba diferencias sustanciais con respecto á outra, que imaxino a orixinal.

Calquera que teña ocasión de acceder a esta versión orixinal (¿será esto posible fóra dos festivais onde hai maior control por parte dos creadores?) poderá percibir como se suprimen, ou mesmo se chegan a modificar, algúns dos diálogos nesta versión adulterada.

Non aparecen cortes feitos ó chou para reducir a excesiva metraxe da película, como se fixo con Dogville, e para o que tampouco atopariamos xustificación, senón que semella máis ben froito dunha acción que pretende reorientar os sentidos da obra.

Non son tesoiras arbitrarias, máis que cortes o que fai é, sen eufemismos, censura. Xa un perdera a confianza en certos medios de comunicación para quen a crítica supón o primeiro escalón da actividade terrorista, pero de agora en diante as miñas dúbidas fareinas extensivas tamén ó cine.

¿Que será o que se nos está a contar tamén dende a gran pantalla?, ¿será común esta práctica nas demais democracias europeas ou nos atoparemos fronte a outra manifestación liberticida da «aznaridade»? Fernando Gómez Montiel . Baiona (Pontevedra).

Ha existido un sindicalismo en España que no he estudiado en mis libros de Historia y que ahora, con más de 20 años, y con vergüenza lo digo, empiezo a conocer.

Hace unas semanas llegó a mis manos un libro autobiográfico de Ángel Pestaña, sindicalista catalán de principios de siglo. En él se muestra la lucha sindical por la liberación del hombre muy diferente a lo que hacen nuestros sindicalistas hoy, vendidos a los partidos políticos y a los poderes económicos (multinacionales y banca) o a lo que realizan las ONG, que alejan los problemas del terreno político donde deberían estar. Mientras los sindicalistas liberados de hoy viven a costa de los sindicatos, hace sólo 80 años éstos vivían para el sindicato, dedicando a ello su vida, sus ahorros, su familia, y su lucha.

Hoy día cuando damos por establecido este imperialismo que condena a la miseria al 80% de la población, está más vigente que nunca el reivindicar a militantes obreros como Ángel Pestaña, Salvador Seguí o Julián Besteiro, el testimonio de quienes mantuvieron vivo el ideal de justicia y fraternidad entre los hombres debería ser conocido en todas los colegios y universidades. Sus vidas me hacen pensar sobre el papel que debe tomar nuestra generación en la historia