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Internacional

Tiempo de canallas

Higinio Polo

Lillian Hellmann, la brillante escritora norteamericana que fue compañera de Dashiell Hammett, habló del tiempo de canallas que tuvo que padecer durante los años de la caza de brujas de Joe McCarthy, en la época en que el propio Hammett y muchos de sus compañeros, acusados de tener simpatías comunistas, dieron con sus vidas en las cárceles, o soportaron la persecución, los despidos, el desprecio y el odio de los buenos patriotas norteamericanos. Ha pasado mucho tiempo, pero ese tiempo de canallas es, también, el nuestro: por si no fuera suficiente con las informaciones que nos llegan sobre la despiadada actuación imperial norteamericana en todo el mundo, y, especialmente, en Iraq, yo mismo he podido comprobarlo en el país de Lillian Hellmann, en una reciente visita. Las mismas actitudes que, entonces, llevaron a muchos norteamericanos a celebrar el encarcelamiento de los comunistas, o a mostrar su satisfacción y su júbilo por el asesinato en la silla eléctrica de los esposos Rosenberg, están ahora también presentes en Estados Unidos. No es una sorpresa, porque, como entonces, la actitud de buena parte del pueblo norteamericano está modelada por los grandes medios de comunicación, que son una gran fábrica de mentiras: no solamente mienten la FOX, la CBS, la NBC, la ABC o la CNN, o cualquiera de las cadenas menores que bombardean con falsedades a la población, o periódicos como el New York Post. Miente también la prensa más liberal, la que todavía es considerada desde los medios bienpensantes europeos como fuente de noticias creíbles: The New York Times o el Washington Post. La manipulación más despiadada, las mentiras más groseras, son servidas cada día a los hogares norteamericanos, que nada saben, o muy poco, del sufrimiento que su país causa en el mundo. A veces, por ejemplo, el New York Times no miente directamente, pero dice solamente una parte de la verdad: da cuenta de las acciones de la resistencia que se suceden en Iraq, presentándolas exclusivamente como acciones terroristas, al tiempo que enaltece al ejército norteamericano como la avanzadilla de la libertad, como un destacamento que libra una cruel batalla contra el terrorismo, cuando en realidad sus soldados son un sucio ejército ocupante que está cometiendo innumerables crímenes de guerra contra la población civil iraquí. Así, nadie se sorprende viendo portadas en el sensacionalista New York Post que informan sobre fanáticos asesinos en Bagdad que son, siempre, —lo han adivinado—, los miembros de la resistencia iraquí. O diarios que muestran fotografías de hombres armados iraquíes riendo, como si celebraran la muerte y la destrucción y no estuvieran luchando por la liberación de su país de una ocupación de rapiña. Ningún norteamericano se sorprende, tampoco, por la sistemática manipulación que presenta a los bravos marines norteamericanos como unos arrojados muchachos que están luchando por la libertad, en Iraq y en el resto del mundo, y muchos ciudadanos, demasiados, además, lo creen con patriótica convicción. Algo semejante ocurre con las escasas informaciones sobre Afganistán. Por eso, no es extraño encontrar a honrados contribuyentes que se interrogan, sorprendidos, por la razón del extendido odio que creen ver hacia los Estados Unidos en Iraq, o en tantos lugares del mundo. No es para menos: si, al decir de su gobierno y sus medios de comunicación, los valientes soldados del ejército norteamericano están en Iraq para defender la libertad, para luchar contra el siniestro terrorismo que atenaza a tantos países, para ayudar, en fin, a los iraquíes: ¿por qué nos odian?, se preguntan los ciudadanos estadounidenses. Hay una explicación para consumo popular: por envidia. Porque, de creer a esos esforzados propagandistas de la bondad norteamericana, una buena parte del mundo odia a los Estados Unidos por envidia. Sin embargo, pese a todo, la evidencia del desastre de la guerra iraquí crece, y, en el interior de Estados Unidos, empiezan a aparecer aquí y allá voces que ya no entonan los cantos patrióticos y las estupideces imperiales de Bush, Cheney y Rumsfeld, y las protestas por la actuación de Washington van adquiriendo envergadura. Sabemos todo eso, pero, aún así, es terrible encontrarte cara a cara con el resultado de ese repugnante monopolio informativo que nutre de mentiras y gangrena al pueblo norteamericano. Produce temor la ostentación de tantas banderas de las barras y estrellas, en la ciudad o en las zonas rurales, en comercios o en los propios vagones del metro neoyorquino. Estremece oír hablar con orgullo, como a mí me ocurrió, de las glorias patrióticas a uno de los vigilantes de la casa de Theodore Roosevelt, cerca del Gramercy Park, en Nueva York, oirle citar los lugares comunes de la más increíble versión de la política exterior norteamericana: la que, pese a las evidencias de sus matanzas, sigue insistiendo en la bondad angelical de los gobiernos de Washington, como si el mundo no hubiese oído hablar nunca de Corea, o de Vietnam, de Indonesia, Yugoslavia o Afganistán. Como estremece escuchar a un portero fascista del Home Savings of America, de la calle 42 —un antiguo banco convertido hoy en lujoso escenario para fiestas privadas—, expresar su satisfacción por los bombardeos sobre la población civil iraquí. Parece mentira, pero escuché palabras pronunciadas por quien parecía un jovial y pacífico portero, que podrían haber sido pronunciadas por cualquier genocida nazi. Cuando, tímidamente, ante la contundencia de aquel norteamericano, yo oponía que la guerra siempre es un desastre, y que, además la situación cada vez estaba peor en Iraq, aquel hombre contestaba: Iraq: No problem, acompañándose al tiempo de inequívocos gestos sobre la aniquiladora fuerza de los bombarderos norteamericanos. Si era necesario, decía, había que arrasar el país. Son apenas ejemplos aislados, sí, pero inquietantes, que muestran el poder de la fábrica de mentiras del capitalismo norteamericano. Por fortuna, al lado de esos miserables, la América decente sigue combatiendo al mostruo desde dentro. Por eso, me confortaba tanto ver, en estos mismos días de abril, en el metro neoyorquino, a una anónima ciudadana lucir una pequeña chapa en la solapa que decía No a la guerra, en un gesto inequívoco que todo el mundo sabe que hace referencia a Iraq. O ver aquí y allá, pequeños gestos tímidos contra la bravuconería imperial de Bush. Alegraba ver las hojas volanderas del movimiento por la paz, o las proclamas de los grupos que defienden los derechos civiles. O visitar a los activistas del CPUSA, el partido comunista norteamericano, que luchan contra mil dificultades para levantar un amplio movimiento contra la guerra y contra la actuación belicista de su gobierno. Como animaba hablar con Moe Fishman, presidente de la Asociación de Veteranos de la Brigada Abraham Lincoln, uno de los destacamentos de las Brigadas Internacionales de la guerra civil española, que me mostraba su firme rechazo a la guerra en Iraq. Moe Fishman, uno de esos hombres, que, en la guerra civil española, según afirmó el presidente Ronald Reagan, lucharon en el bando equivocado. El tiempo de canallas sigue emponzoñando la vida de los Estados Unidos, pero el programa impulsado por los círculos de la extrema derecha norteamericana que hoy gobierna en Washington, y que amenaza a Iraq, primero, y después a Siria, Irán, Corea, Cuba, Venezuela, Colombia, ha embarrancado en las llanuras de Mesopotamia, y la determinación del pueblo iraquí, a costa de enormes sacrificios —ya han muerto varias decenas de miles de ciudadanos— está evitando la extensión del horror de la guerra a otros escenarios. Porque no hay duda de que, si el Pentágono se hubiera hecho rápidamente con el control de Iraq, su ejército ya habría iniciado una nueva agresión contra otro país soberano, con cualquier pretexto. La desinformación y la mentira, la directa manipulación, hace que buena parte del pueblo norteamericano no sepa nada del recurso a la tortura y el asesinato, incluso entre los detenidos, que hacen los soldados ocupantes en Iraq, como ha quedado de manifiesto en el caso de Baha Mousa, el recepcionista de un hotel de Basora, que fue detenido por los militares británicos, y torturado y pateado hasta morir. Los ciudadanos norteamericanos ignoran, por ejemplo, que francotiradores norteamericanos apuntan y disparan a las puertas del principal hospital de Faluya, para matar a las personas que intentan entrar, como sabemos por testigos presenciales. Ignoran la acción de los siniestros mercenarios que siembran el terror en los barrios de las ciudades iraquíes. Ignoran las fotografías servidas por Al-jazira, y que están disponibles en la página de internet de esa televisión árabe, donde los norteamericanos podrían ver las consecuencias de los bombardeos, podrían ver los pequeños cadáveres de los niños, el rostro cubierto de polvo de las víctimas. Ignoran que los habitantes de Faluya han tenido que convertir los campos de fútbol en cementerios, y que hasta los niños están luchando contra los soldados norteamericanos. Pero nada de eso les llega. Apenas, asoma en sus televisores la brutalidad de una guerra lejana, ilustrada por la operación lanzada sobre Faluya, mientras se oculta la evidencia de que ese ataque es una venganza por la muerte de los cuatro mercenarios cuyos cadáveres fueron descuartizados. Como se oculta que el alto el fuego acordado entre los resistentes de la ciudad de Faluya y las tropas norteamericanas ha sido constantemente violado por los invasores, y que la acción de los helicópteros y aviones de bombardeo ha causado ya varias matanzas. Los norteamericanos deberían saber que la carnicería es tan feroz que hasta miembros del consejo colaboracionista impuesto por Washington han hecho públicas sus críticas por la actuación del ejército ocupante. Aquel tiempo de canallas descrito por Lillian Hellmann es el tiempo de Bush, de Cheney, de Wolfowitz, de Rice, pero muchos indicios apuntan que está llegando a su fin, aunque cada día que pase sea un exceso y una pesada carga para el mundo. Faluya se está convirtiendo en un grito universal de denuncia y su nombre en una muda acusación que no podrá ser ocultada. Moe Fishman, el veterano de las Brigadas Internacionales, que nos miraba desde el fondo de los tiempos, desde los días de la guerra civil española, en las modestas oficinas de Broadway, bajo un cartel de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, parecía decirlo con su mirada, con su determinación; como lo decía aquel anónimo ciudadano neoyorquino que llevaba una sencilla revista en la que pude leer "Drop Bush not Bombs": deje caer a Bush y no las bombas. O como lo decía, en un preciso castellano, Elena, la joven activista del CPUSA, que, pese a todo el horror de la guerra, mostraba su confianza en las luchas populares y en los límites de la mentira. Porque, además, Estados Unidos va a perder la guerra, la está perdiendo ya.