VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Internacional

28 de marzo de 2004

La batalla de los gays
La moral y el tiempo

Lisandro Otero
Rebelión

Una infección en el oído le produjo una inflamación cerebral y le causó la muerte a Oscar Wilde. Pese a los oprobios que se habían acumulado en su contra, a su miseria física, a su marginalidad social y a la execración que recibió, no perdió su buen humor ni su óptimo estado de ánimo, según refirió Bernard Shaw quien lo visitó en sus tiempos de extrañamiento en París, donde se había exiliado tras el proceso que se realizó contra él por su relación homosexual con Lord Alfred Douglas, tras la acusación del padre de éste, el Marqués de Queensberry. Fue hallado culpable de sodomía; pecado nefando, condenable por la ley en aquella época victoriana de estricta moral. Cumplió dos años de trabajos forzados en la prisión de Reading, donde escribió su famoso "De profundis".

Wilde había sido un gran triunfador por el ingenio demostrado en sus comedias de costumbres que satirizaban a los medios sociales de su tiempo. Pero ni su reputación pudo defenderle de un medio hostil que se escandalizó por su ostentación de lo que otros practicaban en privado. La mudanza de los tiempos es visible en el enfoque que ahora se da a la personalidad del escritor. Hay un nuevo resucitar de su obra, y el estudio de su ejecutoria se ha convertido en objeto de culto. Numerosas obras teatrales, libros y artículos se publican sobre el escritor y el proceso que lo condenó.

Wilde desafió a la Inglaterra victoriana. Eran tiempos de expansión imperial, la flota real dominaba todos los mares y a las islas británicas se añadía el dominio sobre la India, Australia y Canadá, tres de los países más grandes del mundo. Aquella cristalización social se reflejaba en una capa aristocrática deseosa de respetuosidad. El comportamiento pomposo y ficticio de la élite no toleraba fisuras. El enriquecimiento de una burguesía orgullosa de sí misma pretendía una institucionalidad que Wilde no respetaba. El escritor predicaba un esteticismo chocante y gustaba de sorprender y escandalizar. Parte de su reputación la alcanzó por sus audacias. La acusación de Queensberry, pese a la reconocida excentricidad del marqués y sus exabruptos feroces, era la expresión compartida de un rechazo colectivo.

En nuestro siglo se ha producido una liberación de costumbres que permite a cada quien escoger la expresión sexual de su preferencia sin que pueda sufrir represalias demasiado graves, pero aún quedan prejuicios que se van deshaciendo con rapidez. De haber vivido en nuestra época Wilde habría pertenecido a algún movimiento gay y habría desfilado orondo por las calles de Londres junto a sus congéneres, libre de toda condena moral.

Sin embargo, aún se esta librando una batalla por la libertad del ser humano en la elección de sus opciones sexuales. Rodríguez Zapatero, quien acaba de ganar las elecciones españolas, ha prometido una nueva actitud más permisiva, distante de las restricciones fascistoides del falangista Aznar. Pero en los Estados Unidos de Bush el alcalde de San Francisco se ha visto muy atacado por el neofascismo petrolero de la Casa Blanca por haber permitido los matrimonios entre homosexuales.

La Corte Suprema de Massachussets dictaminó que las parejas gays tienen derecho a contraer matrimonio legal. Basó su fallo en la Constitución de ese estado de la Unión Americana que determina que no puede haber ciudadanos de segunda categoría que no tengan los derechos que asisten a los demás. La decisión incluye el derecho de las lesbianas a contraer matrimonio. De acuerdo con la estructura judicial de Estados Unidos esta medida no puede ser revocada por la Corte Suprema Federal. Treinta y siete estados de la Unión Americana han promulgado leyes que definen el matrimonio como exclusivamente heterosexual.

Por su importancia el tema de los derechos homosexuales va a convertirse en un tema de frecuente discusión en el proselitismo para las elecciones del 2004 en Estados Unidos. De ser un asunto social, o moral, se ha convertido en un problema político. Un siglo después de su muerte, como el Cid, Oscar Wilde sigue combatiendo.