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Europa

7 de marzo del 2004

Ocho falsarios

(y dos criminales de guerra)
Higinio Polo

Hace ahora un año, Estados Unidos y Gran Bretaña iniciaban la guerra contra Iraq, y, unas semanas antes, el 30 de enero de 2003, ocho dirigentes europeos, preparando el terreno para la agresión militar, suscribían un artículo dirigido a la opinión pública europea y mundial que fue publicado por muchos periódicos europeos. Ese llamamiento, en el que los ocho firmantes mentían a conciencia, ha sido olvidado por la opinión pública, pero conviene recordarlo: sobre todo, para exigir una rendición de cuentas a quienes lo suscribieron. Recuerden: eran José María Aznar, presidente del gobierno español; Durão Barroso, primer ministro portugués; Silvio Berlusconi, primer ministro italiano; Tony Blair, primer ministro británico; Peter Medgyessy, primer ministro húngaro; Leszek Miller, primer ministro polaco; Anders Fogh Rasmussen, primer ministro danés, y Václav Havel, presidente de la República Checa. Eran, son, lo mejor de cada casa: hijos de la derecha más reaccionaria, en ocasiones con matices fascistas, como Berlusconi o Aznar; socialdemócratas thatcherianos, como Blair; corruptos conversos del socialismo real, como Miller o Medgyessy; veteranos de la extrema izquierda también convertidos al liberalismo, como Durão Barroso; o antiguos disidentes, amantes de la democracia capitalista y de Washington, como Havel.

Aquella declaración de los ocho estadistas, bajo el título "Europa y América deben permanecer unidas", en realidad, sugería que las reticencias europeas -de Francia, Alemania, Rusia- ante el belicismo norteamericano debían desaparecer. Jugando con la ambigüedad y la mentira, pese a la evidente falta de pruebas, pese a que los inspectores de las Naciones Unidas continuaban trabajando en Iraq y jamás afirmaron que su gobierno dispusiese de armas de destrucción masiva, esos ocho dirigentes europeos no tuvieron empacho en escribir frases como ésta: "El régimen de Irak y sus armas de destrucción masiva representan una amenaza clara para la seguridad mundial. Así lo han reconocido expresamente las Naciones Unidas."

Maestros de la hipocresía, los ocho mendaces presidentes proclamaban en el texto su "deseo de proseguir por el camino de la ONU y nuestro apoyo a su Consejo de Seguridad". Así, los ocho falsarios se declaraban alarmados por los riesgos para la humanidad de unas inexistentes armas iraquíes y no tenían reparo en afirmar que "la combinación de armas de destrucción masiva y terrorismo supone una amenaza de consecuencias incalculables." Ello, sabiendo como sabían, por otra parte, que es Estados Unidos el país que más armas de destrucción masiva posee en el planeta; el único sobre la tierra que ha utilizado los tres tipos de armas convencionalmente así llamadas (químicas, biológicas y nucleares), y el que más ha recurrido al terrorismo, tanto propio y encubierto, como a través del adiestramiento de mercenarios (żno recordaban ya los ocho estadistas a los siniestros combatientes de la libertad de Reagan, entre ellos Ben Laden, que aterrorizaban a la población civil en Afganistán en los días del gobierno aliado de Moscú?).

Dispuestos a acompañar a Bush y a sus generales en una repugnante agresión, los ocho dirigentes no reparaban en recurrir a las grandes palabras: "Nuestro objetivo es salvaguardar la paz y la seguridad mundiales asegurando que este régimen [el de Sadam Hussein] entrega sus armas de destrucción masiva." En un mundo de mentiras, para "salvaguardar la paz" sugerían la conveniencia de iniciar la guerra. Dispuestos a todo, para añadir vergüenza a las mentiras, el llamamiento ni tan siquiera fue una idea suya, ni tan siquiera lo escribieron los ocho firmantes: todo se decidió en Estados Unidos, tras una iniciativa del Wall Street Journal, en contacto con el gabinete de Bush, y, después, en Londres, donde redactaron el texto, consultándolo en todo momento con Washington. No fue la única mezquindad: mientras los ocho dirigentes europeos trabajaban con Bush para apoyar la guerra, simulaban al mismo tiempo creer en la ONU, cuya autoridad estaba dinamitando los constantes ultimátums de Estados Unidos. Los ocho estadistas, al tiempo que colaboraban con los preparativos de guerra, no tenían vergüenza en declarar su apoyo a la paz: "La Carta de las Naciones Unidas encomienda al Consejo de Seguridad la tarea de perservar la paz y la seguridad internacionales. Para ello es esencial que el Consejo de Seguridad mantenga su credibilidad a través de la eficacia plena de sus Resoluciones", afirmaban. Lo decían cuando aún alimentaban la esperanza de que Estados Unidos lograse forzar al Consejo de Seguridad de la ONU para que avalara la guerra de Bush: cuando se hizo evidente que no lo conseguiría, estos amantes de la credibilidad del Consejo de Seguridad no pusieron el menor reparo en apoyar una guerra que no tenía ese aval.

Esos esforzados paladines de la democracia, defensores del papel de los parlamentos en la vida democrática, no tenían tampoco el menor reparo en hacer caso omiso de la votación del Parlamento Europeo, que, el mismo día que ellos publicaban su texto de mentiras, el 30 de enero de 2003, aprobaba por mayoría una resolución en la que decía que no estaba justificado el recurso a la acción militar en Iraq. Podían estar satisfechos. Tres días después de la publicación del texto de los ocho falsarios, el presidente norteamericano Bush lanzaba un ultimátum a la ONU. La guerra ya estaba decidida. Aplicados títeres cubiertos de ignominia, los ocho presidentes europeos pusieron sus nombres bajo un infame texto que se ha convertido en un elocuente ejemplo de la historia universal de la infamia.

Hoy, esos estadistas siguen cabalgando en la mentira, aunque alguno ya haya abandonado su antiguo cargo. Ninguno se ha disculpado. Ninguno ha tenido la dignidad de proclamar, al menos, que estaba equivocado. Ninguno ha sentido el menor remordimiento por haber contribuido en Iraq a una sucia matanza en la que han sido asesinadas decenas de miles de personas. Llevando el cinismo a sus últimas consecuencias, algunos incluso se han implicado después en la ilegal ocupación militar de Iraq, contribuyendo a la represión del pueblo iraquí, como Aznar, Berlusconi o Miller. Convertidos en tristes acólitos de las decisiones de Washington, obligados a aceptar la política de Bush, siguen aplaudiendo sin rubor una acción imperial que está creando múltiples agravios en el mundo. Mendaces dirigentes de la muerte, acostumbrados a vivir entre patrañas, fingiendo con habilidad e hipocresía su amor por la libertad, callan ahora sobre sus mentiras de ayer. Convendrá recordar la actuación de estos avalistas de la guerra el próximo 20 de marzo, durante la Jornada Internacional contra la ocupación, en solidaridad con Iraq y Palestina, en las manifestaciones convocadas en todo el mundo.

Mientras los ocho presidentes suscribían hace un año esa carta repugnante, obra maestra de la impostura y de la infamia, los pulcros generales del Pentágono ya preparaban la matanza, y ellos lo sabían. Los atildados personajes que estudiaban los objetivos militares, estaban seleccionando también poblaciones iraquíes, estaciones de saneamiento del agua, barrios de Bagdad y de Basora, para bombardear a la población civil y sembrar el pánico. Esa sucia guerra de Iraq, que continua, fue iniciada por un presidente y un primer ministro -dos criminales de guerra-, que fueron avalados por ocho falsarios. żNadie responderá por los miles de muertos? Ahora, mientras sigue el horror y la ocupación en Iraq, y mientras se exige que la detención de Sadam Husein culmine ante un tribunal, la opinión pública y las organizaciones de derechos humanos de todo el mundo deberían exigir, por difícil que sea, que los ocho falsarios y los dos criminales de guerra den cuenta también de sus actos ante la Corte Penal Internacional de La Haya.