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Europa

Tres reyes

MANUEL TALENS

El rey de Galicia era el más antiguo en el cargo. Años atrás, cuando aún estaba en la fuerza de la edad, había sido ministro de la propaganda del generalísimo y, más tarde, se ocupó de la represión. Muchos ancianos llevan hoy en el cuerpo y en la memoria las cicatrices de torturas y palizas a que fueron sometidos en las mazmorras que él regentaba.
En los estertores de 2003, ya decrépito pero todavía al mando de Galicia, llamó por teléfono al nieto espiritual del generalísimo, que poco antes había sido nombrado rey de Valladolid en recompensa a sus méritos depredadores en Irak. Al oír que el otro descolgaba el auricular, le gritó la contraseña de siempre:
–¡Arriba España!
–¡España va bien! –contestó de inmediato el rey de Valladolid. Estaban entre colegas.
–Feliz fin de año, José Mari –enhebró entonces el rey de Galicia–, y procura no hacer excesos estos días, ni de comida ni de los otros, porque el viaje a Oriente es duro.
–No te preocupes, don Manolo –respondió el rey de Valladolid–, que en los últimos tiempos he aprendido mucho de George W.
Había interferencias en la línea telefónica y quizá por eso su voz, filtrada a través del espeso bigote, se escuchaba con más gallos que nunca.
–¿Sabes ya el itinerario?
–Claro, don Manolo, anoche mismo seleccioné la estrella que nos guiará hasta el botín.
–¡Magnífico!, el generalísimo estaría orgulloso de ti, porque eres su mejor discípulo. –Y añadió–: Dile a Eduardo que tenga las herramientas a punto. Sólo falta una semana para el golpe.
Eduardo también era rey. Tras haber dejado la Comunidad Valenciana sin agua, hierba ni recursos en su galopada hacia Madrid, los miembros de su tropa dudaron entre recompensarlo nombrándolo marqués de Atila o rey de Cartagena, su ciudad natal. Al final, optaron por lo segundo. El país adoraba la aristocracia y los pícaros con encanto.
Llegó el día del viaje. Los tres reyes, protegidos por chalecos antibalas, se enfundaron el Colt 45 en la sobaquera y montaron a lomos de tres camellos que sus guardaespaldas acababan de afanar en el zoo de Barcelona.
–¡Que se jodan los catalanes! –exclamó el rey de Valladolid, todavía escocido por algunas insubordinaciones recientes de aquel pueblo.
Era una sublime noche invernal. La estrella inició el movimiento en la bóveda del cielo, camino de Belén.
Atravesaron barrancos, montañas y desniveles. Con vistas a pasar inadvertidos, evitaron las grandes ciudades. La soledad es el mejor socio de las operaciones bien planeadas. El atardecer del 5 de enero de 2004, con los camellos ya casi a punto de reventar, avistaron la ciudad de Belén. La estrella se detuvo. Era el final de la travesía. En el fondo del valle, iluminado por un resplandor divino, vieron el pesebre.
Don Manolo, José Mari y Eduardo se apostaron en las cercanías. Tres minutos después, aparecieron Melchor, Gaspar y Baltasar. Los dejaron entrar. Enseguida, revólver en mano, dieron el asalto. Amordazaron a los tres ingenuos reyes magos y les desvalijaron el oro, el incienso y la mirra. La virgen y el carpintero se quedaron petrificados de terror. En el portal de Belén, sobre un montón de paja entre la vaca y el buey, el recién nacido tiritaba de frío.
Fue un atraco perfecto. Y sin un solo tiro.