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Argentina: La lucha continúa

Informe sobre ciegos e invisibles: Asesinos seriales, narcotráfico y encubrimiento en la Policía Federal Argentina

Sebastian Hacher
La Haine

Detrás de las coberturas espectaculares, las purgas y los cambios de ministros, hay una trama que los incluye a todos: policías, narcotraficantes, políticos, jueces y medios de comunicación. Después de casi siete meses de caminar por territorios ocultos de la Ciudad de Buenos Aires, contamos como funciona la máquina de corrupción y muerte que regentea la Policía Federal. A partir de la historia de un asesino serial enrolado en Policía Federal, nos encontramos con la trama esconden el gatillo fácil, la venta de pasta base, el robo regulado y las estadísticas de seguridad. Y, sobre todas las cosas, nos sumergimos en el drama de los condenados al silencio; las víctimas de la "pequeña Colombia", que las fuerzas de seguridad están montando a 20 minutos de Plaza de Mayo.</

¿Que pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños
sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?
Roberto Arlt, El juguete rabioso

Por momentos llegué a pensar que se trataba de una leyenda urbana; algo así como la corporización de un miedo colectivo. Incluso sentí eso cuando lo tuve frente a mis ojos por primera vez. Fue un sábado carnaval. Estabamos en la feria de Villa 20, y había una procesión de la comunidad boliviana. Era una mezcla de rito católico y pagano: desfilaban diablos de colores chillones y lentejuelas que bailaban para la Virgen del Socavón, acompañados por un coro de trompetas, bombos y trombones. Detrás venían mujeres con polleras de baile, algunas portando inciensos y otras siguiendo los pasos que marcaba el ritmo del caporal, esa danza de hombres que con cascabeles en las botas representan la virilidad de los viejos patrones de estancia. Al final de la procesión, montado en un Ford Falcon amarillo, venía El Percha. Alto, canoso, un poco entrado en kilos pero con el cuerpo trabajado por el gimnasio, andaba como si todo el cortejo de diablos avanzara para abrirle paso.

En realidad, se trataba Rubén Solares, un sargento de la Policía Federal Argentina, pero para la mayoría de los que lo conocen es simplemente "El Percha". Es uno de los principales agentes de la Brigada de investigaciones de la comisaría 52, con jurisdicción en el barrio de Lugano, Capital Federal, pero con una fama que se extiende mucho más allá: en Ciudad Oculta, en el Gran Buenos Aires, en las cárceles de menores, o en el exilio de los sobrevivientes la sola mención de su nombre puede desatar un rosario de historias, la mayoría de ellas llenas de abusos y muerte.

En cada rincón donde resuena su nombre, a Percha se le adjudican asesinatos salvajes, torturas y regenteo de robos; en los barrios de Lugano y Mataderos se habla de él como el cerebro y la metralla detrás de los negocios policiales de la zona.

"Él es el que arruina a los pibes", se lamentó aquella misma tarde de carnaval Alfredo, un padre de familia que vive desde hace diez años en la villa. "Agarra a los guachitos para que roben para él, y cuando se descontrolan o quieren salirse los mata o los manda presos". Una de esos jóvenes era el sobrino de Alfredo, que tuvo que volver a su provincia de origen para escapar de la muerte segura que significa la deserción. "Cuando quiso salirse no podía; el Percha le dijo que si dejaba ya sabía cuales eran las consecuencias. Nosotros lo mandamos urgente de vuelta para el pueblo, porque acá sabíamos que lo íbamos a perder".

No todos tienen la misma suerte. Cristian tenía 17 años y su vida se dividía entre tomar vino al costado de la vía y robar para Percha, que le indicaba los lugares, horarios y le daba las armas para cumplir la faena. Los golpes en teoría eran seguros; generalmente negocios de la zona que no pagaban por seguridad, y donde se podía armar fácilmente una zona liberada. Uno de los blancos favoritos eran los supermercados chinos, los mismos donde la policía prometió no reprimir durante los saqueos el 19 de Diciembre del 2001, cambiando el rumbo de los cientos de vecinos de la villa que se dirigían a pedir comida al hipermercado Jumbo.

Para Cristian, algunas veces los datos fallaban: la víctima no tenía nada de dinero o lo recibía a los tiros. La última vez, en uno de los mercaditos chinos elegidos como blanco el dueño estaba armado, como esperando el próximo robo. "Percha me pasó mal el dato -dijo Cristian a uno de sus amigos- así que no le voy a pagar un carajo". El joven había podido robar a pesar del tiroteo, pero se guardó la parte del botín que le correspondía a la policía, y supo enseguida que en alguna forma iba a tener que pagar. "Sabía que lo andaban buscando, pero no se iba porque no había a dónde ir".

Un sábado por la tarde apareció muerto en la vía que bordea la villa. La versión policial fue que estaba drogado y se cayó del tren. El agujero que tenía en la cabeza, dijeron, era porque se había incrustado un tornillo del riel al golpear contra la vía. Todos en el barrio saben que fue un tiro, pero el silencio rodeó a la familia cuando uno de sus allegados casi sufre la misma suerte. "El pibe que siempre andaba con él se salvó de casualidad, porque justo pasó gente por ahí -cuenta uno de los testigos- y a partir de eso nos dimos cuenta que no podíamos hacer nada. Cristian ya está muerto, y reclamar por él implica arriesgar a los que todavía estamos vivos".

-Haciendo escuela

Si hay algo más riesgoso que romper la disciplina de los policías que manejan el robo, es directamente no negociar ni someterse a ellos. Las razones para no entregarse al orden policial pueden ser muchas; van desde mantener los códigos -"yo no negocio con la gorra" - hasta la simple supervivencia. Pero el esquema de cobrar seguridad a los comercios y señalar cuándo y cómo se roba no admite competencia. Intentarlo puede costar la vida; un enfrentamiento preparado, una causa armada o un misterioso ajuste de cuentas puede esconderse en cualquier esquina. Porque cuando se entra en el juego, sólo hay una forma de salir.

La mayoría de las fuentes consultadas coinciden en señalar que -a diferencia de sus colegas bonaerenses- la Policía Federal es experta en fraguar causas, plantar pruebas y ganarse el favor de amplios sectores del poder judicial. En las comisarías de la zona esa práctica tiene una larga escuela, cuyo origen se puede rastrear en dos de sus comisarios. Héctor Armando Sodano -que tuvo sus cinco minutos de fama en Octubre del 2002, cuando asesinó a su mujer- está implicado en al menos 19 causas fraguadas por la Policía Federal. Las denuncias, recopiladas por la Procuraduría General de La Nación, señalan que 18 de esos casos se dieron durante los años 1997 y 98, mientras Sodano era Comisario de la División Brigadas de prevención de Seguridad Ferroviaria. En 1999 estuvo al frente de la Comisaría 52, gestión en la cuál se detectó al menos un caso armado. Finalmente, pasó al frente de la lindante comisaría 42, de donde pidió su retiro poco después de un caso de gatillo fácil. Ese último asesinato durante su gestión sucedió el 4 de Marzo del 2002 y la victima fue Marcelo Báez, un jugador de fútbol de 16 años que vivía en Ciudad Oculta.

El acta del operativo, donde se armó un escenario de enfrentamiento para justificar la ejecución, estaba firmada por Sodano. El que había apretado el gatillo era el suboficial Justo Luquet, que al momento de disparar ya estaba procesado por una causa falsa en su anterior destino; la misma la División Brigadas de prevención de Seguridad Ferroviaria en la época del mismo comisario. Luego del crimen, Luquet fue trasladado a la comisaría 48, y sólo pasó a disponibilidad cuando la CORREPI descubrió su anterior deuda con la justicia. En otras palabras: Luquet, al momento de matar, estaba trabajando en forma ilegal. Se desconoce cuántos otros protegidos de Sodano siguen trabajando hoy en la zona; el único dato cierto es que con su mudanza a 52 primero y a la 42 después, el comisario parece haber ayudado a perfeccionar esas prácticas.

Hasta que se hizo cargo de la seccional 52, Carlos Francisco Sidras había sido Jefe de la División Leyes Especiales. En la época en la que estaba al frente de ese departamento, la Procuraduría detectó al menos tres casos de causas fraguadas. Durante su gestión en la 52 se detectaron oficialmente dos, pero según varios indicios podrían ser muchísimas más; se calcula que sólo el 30% de las causas fraguadas salen a la luz, y las protagonizadas por Sidras no parece ser la excepción. Actualmente, es uno de los pocos comisarios que pidió su retiro, una situación que le permitirá cobrar su sueldo de por vida.

Fue bajo la dirección de Carlos Sidras cuando Percha alcanzó su apogeo, asesinando a mansalva y armando causas para eliminar a los díscolos, mantener sus negocios, ganar ascensos o aumentar la estadística. Son pocos los casos que salieron a la luz; la mayoría se pierde en los interminables pasillos de Villa 20 y Ciudad Oculta, allí donde verlo llegar es la señal para empezar a correr.

-Asesinatos anunciados

El 11 de Febrero del 2002, frente a los monoblocks de Villa Lugano, cayeron muertos Daniel Barbosa y Marcelo Acosta, ambos de 17 años de edad. Eran las 2:15 de la madrugada, y sonaron varios disparos que despertaron a medio barrio. Una hora después, con las sirenas apagadas, los patrulleros comenzaban a inundar la zona. "Un comisario inspector de la Policía Federal mató hoy a balazos a uno de los tres ladrones que le quisieron robar su coche", informaron durante la mañana las agencias de noticias. El comisario Alberto Damián Medina, que supuestamente cometió los disparos, declaró a la justicia que a las 2:50 a madrugada, mientras venía de visitar a su madre de 85 años, se paró en el semáforo de Saladillo y Cruz a pesar de que le habían advertido de que allí le podrían robar. Siempre según su versión, lo rodearon tres personas; una con un arma en la mano, otro con un caño que sobresalía de sus ropas y el tercero con "un bulto sospechoso en el bolsillo", que finalmente resultó ser un pedazo de percha.

Medina declaró que "nunca me había enfrentado con nadie", pero que al sentirse en peligro se agachó bajo la guantera del coche y efectuó tres disparos sin mirar. Con el primero supuestamente rompió el vidrio de su coche y con los otros hirió a los dos jóvenes; a uno le dio en el ojo, y al otro en la tetilla. El tercero logró escapar. Daniel murió instantaneamente, y Marcelo lo haría horas después en el hospital.

Para Evarista del Valle Vera, la madre Daniel, esa madrugada terminó un infierno y comenzó otro. Al momento de ser asesinado, el adolescente acababa de volver a su barrio luego de varios meses refugiado en la casa de su padre en el Gran Buenos Aires. Es que durante los últimos años Percha se había ensañado con él y su hermano luego de una discusión de los jóvenes con un policía de civil. Lo que había comenzado por una pelea de barrio (de esas que se originan por no convidar un cigarrillo) se había convertido en acoso y amenazas permanentes. Y terminó en un doble asesinato.

Desde las ventanas de los monoblocks, al menos cuatro testigos decían haber visto al Percha fusilando a los jóvenes, y luego otra vez al policía moviendo los cuerpos para armar la escena. Uno de esos testigos también escuchó las últimas palabras de Marcelo: "Dejame loco, yo no hice nada", y enseguida el grito de auxilio de Daniel: "¡llamen a mi mamá!". Según esos testigos, ambos estaban en la plaza en la que se encontraban todas las noches. Percha los detuvo allí, los hizo arrodillar en el piso y los ejecutó de un tiro a cada uno, disparando en las zonas del cuerpo donde suele hacerlo. Varios minutos después se escucharon otros tres estampidos, quizás casi al mismo tiempo en que las huellas de sangre marcaban el lugar por el que habían arrastrado los cuerpos para armar la escena.

Los testigos, que al principio habían aceptado hablar con la prensa, fueron amedrentados de una manera no tan sutil. La jueza Susana Vilma López envió personal de inteligencia de la Policía Federal para encontrar a los testigos que la madre de Daniel había nombrado en su declaración. Previsiblemente, ninguno quiso hablar; la mujer policía destacada para la tarea se encontró con silencios y puertas cerradas. Para ellos, la visita policial fue vivida otra señal, tan macabra como la percha que apareció sobre el cuerpo de Daniel. O la sonrisa del asesino cuando se sumó al cortejo fúnebre que despidió a los muertos.

Algo similar sucedió dos semanas después con Gabriel Omar "Pipi" Álvarez, un joven de 21 años, casado y con una hija de dos años y medio. Según algunos testimonios Pipi era "un chorrito que no podía matar ni una mosca", y según otros "había dejado la calle y trabajaba como remisero". Pocos días antes de morir, el joven había sido amenazado en su casa. Percha, que lo había seguido hasta allí, le aseguró que la próxima vez que lo cruzara iba a ser la última. Y le aclaró que él podía entrar a su casa cuando quisiera, "porque a mí me ampara la ley".

El joven fue fusilado frente a varios testigos el 25 de Febrero del 2002, a plena luz del día, en un episodio que fue presentado a la prensa como un "confuso tiroteo". Su cuerpo tenía tres disparos: uno en cada brazo y otro que -aseguran los testigos- entraba por la nuca y sobresalía en la frente. "No me matés, tengo una hija", fue lo último que pudo decir mientras estaba de rodillas y cerraba los ojos esperando el tiro de gracia. En la escena del crimen apareció una pistola 9 milímetros, que las agencias de noticias anunciaron como "propiedad de un policía". Según los testigos fue "plantada" luego de al ejecución. Los presentes al momento del fusilamiento, que eran varios, y los familiares de Pipi tuvieron que callar su verdad: las fotos del cadáver recorrieron el barrio con un mensaje: "al que habla, le puede pasar lo mismo". El Percha las llevaba en su bolsillo y, al mostrarlas, agitaba como un trofeo la pulsera de oro que le había sacado a la víctima. A más de dos años, todavía sigue siendo difícil que alguien quiera recordar lo sucedido.

Pocos días después, el periodista Carlos Rodríguez publicaba una nota en Página 12 reseñando los tres asesinatos. La crónica terminaba diciendo que "en la parroquia de la Villa 20, a cargo de los curas Jorge Tomé y Jorge Díaz, todavía provoca asombro la actitud del Percha, pistola en mano, haciendo alarde el día del sepelio. Los sacerdotes tuvieron que intervenir para que los amigos de Pipi no lincharan al policía." Era la primera vez que las denuncias contra Percha llegaban a la prensa. Y él parecía orgulloso; un joven que fue detenido en la comisaría 52 contó que "a la nota la tenía pegada en la pared de la oficina donde toman mate, junto con fotos de algunos operativos". El título del artículo era "El terror de los pibes del barrio".

-El gran recaudador

"Es un tipo querido por los superiores, porque es un buen recaudador" cuenta alguien que estuvo cerca de Percha mientras éste prestó servicio en una comisaría de Palermo. "Siempre trabajó en la brigada -explica el conocedor- que es donde se mueve la plata y los negocios sucios". Toda comisaría tiene la suya; la Brigada es el grupo de policías que patrullan en coches particulares, sin uniforme y con carta blanca para hacer lo que quieran. La "recaudación" que ellos manejan es la caja negra de las comisarías. Se alimenta del narcotráfico, las zonas liberadas, los proxenetas y otros grandes negocios ilegales. El resto, las pequeñas transgresiones que reportan menos dinero o son ocasionales, están en manos del patrullero común. A ojos del conocedor, "todas las brigadas cumplen la misma función; hacer la recaudación para el comisario, y el Percha es un experto en eso... En Palermo -continúa- seguramente no se sentía cómodo; hay mucha plata, pero también hay más problemas. Ahí, si le pegás mal a un pibe, puede ser que sea el hijo de alguien importante. Te ponen 15 abogados y te arruinan la vida".

En Lugano es diferente. Allí viven los invisibles, esos por los que casi nadie va a reclamar. En los pasillos de la pobreza, Percha se siente a sus anchas. Y seguro de tener impunidad. Su oficio, su experiencia como "recaudador" es lo que de a poco lo vuelve intocable dentro de la fuerza policial. "El que hace la recaudación", continua el conocedor, "genera lazos muy fuertes con la superioridad. El que está en la brigada le da de comer al comisario, y cuando lo trasladan o lo ascienden eso no se puede olvidar; el que está en la brigada le conoce todos los negocios, y cuando tiene un quilombo o una denuncia en su contra, lo va a consultar. 'Yo a vos te di de comer -le dice- así que ahora solucioname este problemita'. Y el superior lo tiene que defender sí o sí. Se crea una dependencia mutua, un circulo de impunidad".

La "caja negra" no sólo alimenta los bolsillos de los oficiales y eleva hasta el paroxismo la impunidad. También figura, por omisión, en la planilla de gastos de las comisarías, que hasta hace poco se podía consultar en internet. Por poner un ejemplo, en el mes de Abril del 2004, la comisaría 52 gastó en el rubro "repuestos y mantenimientos de automotor" nada más que $0,00 para un total de 18 móviles. Y no es una excepción; durante ese mismo mes, la totalidad ad del parque automotor de las comisarías de la Federal insumió $1247 de mantenimiento y repuestos. En otras palabras: en un mes, los 616 móviles utilizados por las 53 comisarías de la ciudad gastaron un promedio de $2 cada uno. Menos de un dólar por unidad.

Pero si la recaudación es la base de la pirámide de la impunidad, los engranajes que la hacen funcionar parecen obra de una ingeniería mafiosa. Pongamos un sólo ejemplo: el Departamento de Asuntos Internos, teóricamente encargado de investigar y sancionar a los policías que cometen irregularidades, funciona como un mecanismo de protección de los que delinquen y castigo para los que denuncian. En el caso de Percha Solares las denuncias se acumulan desde 1998. Una abogada que tuvo acceso a su legajo -adjuntado en una causa por asesinato- se sorprendió de encontrar allí "solamente las denuncias de los familiares, sin ninguna otra información ni indicio de que hayan investigado algo".

Los policías que se animan a denunciar la corrupción dentro de la fuerza que los emplea, tienen suerte inversamente proporcional a los que actúan como Percha. Uno de ellos es el ahora ex-cabo primero Marcelo Hawrylciw, dado de baja en tiempo récord. En 30 días, Asuntos Internos resolvió, sin posibilidad de apelación, que estaba fuera de la fuerza policial. ¿El motivo? En 1988, declaró en una investigación judicial por "asociación ilícita, enriquecimiento ilícito y coimas" contra sus superiores. Se trataba de una causa que llevaba la fiscalía de Lanusse, donde se investigaban 4000 sumarios policiales del año 1997. En muchos de esos sumarios aparecían testigos repetidos, algunos con diferente nombre pero igual número de documento. Detrás de esos sumarios sospechosos, se escondía una práctica común; extorsionar a trabajadoras sexuales, travestis y vendedores ambulantes, deteniéndolos para "hacer estadística" y cobrarles coimas. Asuntos Internos no sólo dejó afuera al que osó romper el silencio, sino que también ayudó a mantener la impunidad de los implicados en aquella frondosa causa. "El fiscal " cuenta Hawrylciw "cuando investiga a un policía, manda a pedir un allanamiento a Asuntos Internos, y lo primero que hacen ellos es avisarle a sus superiores. Entonces, cuando van a allanar, todo el mundo sabe que están yendo, y nunca encuentran nada".

Actualmente, luego de tres atentados contra su vida y amenazas varias, el ex-cabo Hawrylciw vive permanentemente rodeado por seis custodios. La causa en la que testificó todavía no llegó a ninguna conclusión.

-Fotos que valen un kilo

Lucas Roldán, de 28 años, tocaba la guitarra y escribía sus propias canciones. Con su último trabajo estable se había comprado un coche; quería trabajar de remisero, pero todavía no había podido aprender a manejar. La desocupación lo encontró con un hijo de dos años, y limpiar vidrios fue la primer actividad que se le ocurrió para darle de comer.

Ocurrió el 6 de marzo del 2003 a las 17 horas. Lucas subió a una camioneta Partner manejada por una mujer que iba acompañada por varios hombres. Aparentemente había sido contratado para algún trabajo eventual, pero cuarenta y cinco minutos después apareció muerto de cinco balazos en Av. Escalada al 4200. Teóricamente estaba manejando un coche robado la noche anterior, con un kilo y medio de cocaína debajo del asiento y una pistola 9mm en la mano, que luego resultó ser propiedad de la policía cordobesa y no tenía pedido de secuestro.

La versión policial fue dada a conocer por la declaración del Sargento Rubén "Percha" Solares, que fue parte del operativo. El Percha dijo que mientras se desplazaban por la zona junto al resto de la brigada de la comisaría 52, vieron un auto sospechoso. Al darse cuenta de que eran policías, el conductor sospechoso aceleró la marcha y comenzó a disparar, todo al mismo tiempo. Luego de que el supuesto hampón le acertara a la rueda del Falcon en el que iba la Brigada, "el caco" (así lo llama el acta del procedimiento) perdió control del auto y chocó contra un árbol. Los cuatro miembros de la brigada se bajaron del coche para enfrentarlo. Estaban el Sgto. Lucio Montero (alias "el Paraguayo"), el Inspector Morteyru, el Sargento La Loggia (alias "el 22") y el citado Rubén "Percha" Solares. Siempre según la versión de este último, La Loggia se escondió detrás de la puerta, Percha y Morteyru cruzaron la calle para parapetarse detrás de un cantero y Montero, el héroe de la jornada, se paró de frente al agresor que seguía disparando.

El joven murió de cinco balazos; uno en el cuello, dos en el brazo y otros en el tórax. Unos días después, un diario de la zona publicaba una crónica titulada "Uno menos: cayó en tiroteo peligroso narcotraficante". El diario barrial, que reproducía la primer versión policial, contaba que los agentes habían encontrado dentro del coche un kilo y medio de cocaína. La crónica difería un poco de lo que luego los policías declararían en la justicia; para el periódico, al intentar escapar, el joven había perdido el control del coche y huía a pie, "mientras se parapetaba detrás de las columnas de alumbrado". En la versión judicial, el enfrentamiento se había dado a menos de un metro del automóvil. El Sargento Montero, único de los policías que disparó, logró -además de darle cinco tiros a Lucas- romper el parabrisas delantero del coche que éste supuestamente manejaba, quizás con balas entrenadas para girar 360 grados.

El cuerpo de Lucas estuvo seis días sin identificar: seis días en los que la familia recorrió varias veces las comisarías de la zona, incluso la propia 52. Recién encontraron el cuerpo cuando leyeron la crónica publicada en los medios barriales, y decidieron ir a identificarlo a la morgue judicial.

Las pericias posteriores revelaron que las balas que recibió Lucas fueron disparadas de "arriba hacia abajo". Esto, sumado a que Lucas era zurdo y que -sabiendo o no manejar- era casi imposible que lo haga al mismo tiempo que disparaba, mantiene todavía la causa abierta y la sospecha sobre los policías.

Pero en realidad, el caso de Lucas Roldán tiene puntos muy similares con otros casos de la zona. Uno de ellos, esclarecido a favor de la víctima, forma parte del informe de la Procuraduría General de La Nación sobre causas fraguadas. Sucedió el 21 de Mayo del 2002. Una travesti que ofrecía su cuerpo en la zona de General Paz y Ricchieri, consiguió un cliente que la llevó para el lado de Villa 20. Llegando al barrio el coche chocó contra otros estacionados y el conductor salió huyendo. No pasó menos de un minuto y la policía, junto a las cámaras de televisión, estaba rodeando el automóvil y a la travesti que había quedado atrapada allí. El día después, el diario Crónica publicó que "un travesti quedó detenido anoche en el barrio porteño de Villa Lugano, luego de tirotearse con la policía cuando intentaba escapar en su automóvil con un kilo y medio de marihuana, informaron fuentes policiales". La nota finalizaba diciendo que "fuentes policiales indicaron que el travesti detenido responde al nombre de "Lulú" y es conocido por sus antecedentes en robos y tráfico de drogas".

Casi al mismo tiempo en que salía el artículo, Lulú era liberada. Al igual que Lucas, no tenía antecedentes penales y sus compañeras declararon que había sido "levantada" en la zona donde trabajaban habitualmente. Por su parte, la comisión que investigaba las causas fraguadas había visto el operativo por televisión, y tanto los personajes que participaban -allí estaba todavía el comisario Sidras- como la forma en que todo parecía montado, hacían suponer que se trataba de uno de los tantos operativos falsos que estaban investigando. El coche en el que fue detenida -al igual que en el caso de Lucas Roldán- había sido robado la noche anterior, cerca de la zona del operativo.

Pocos días después del caso de la travesti, dos jóvenes que limpiaban vidrios fueron reclaudos en el partido de Avellaneda, para realizar un trabajo, que esta vez consistía en "apretar" un comerciante. Fue el 7 de Junio del 2002, y en el operativo participaron los mismos policías que en el caso de Lulú. Uno de los jóvenes fue asesinado y el otro, que era menor, resultó herido de gravedad.El arma de fuego que se secuestrada pertenecía a una agencia de seguridad privada de la provincia de Buenos Aires, sin denuncia de robo o extravio. La seccional fue premiada ese mismo año como la mejor comisaría.

El caso de Lucas no fue una ecepción. Sin embargo, una pregunta queda flotando en el ambiente. ¿Para qué alguien va a sacrificar un kilo y medio de cocaína o marihuana para armar un procedimiento falso? La respuesta está al final del pasillo.

-Triángulo de la muerte

Alejando "Cañito" Gramajo tenía 16 años. Era flaco y rubio, y el sobrenombre se lo atribuían a los rulos tirabuzón que caían sobre su rostro de niño. A veces, Cañito tenía problemas: su padre estaba preso, y desde esa ausencia la Villa 20 se había convertido en un lugar hostil para él. La pasta base lo atrapaba de a ratos, cuando la angustia de existir se hacía insoportable, y la única forma de zafar era irse de vez en cuando a la casa de algún pariente. Cañito quería ser soldado, terminar la secundaria, jugar al fútbol y crecer.

Eran las primeras horas del 14 de enero del 2004 y la abuela de Cañito había muerto hacía una semana. Desde entonces, cuando el cielo se llenaba de estrellas, Cañito subía al techo de la iglesia, se armaba un porro y se quedaba acostado contra la chapa, esperando que el tiempo pase. Juntaba las monedas que los vecinos le daban para comprar comida y lo que sobraba del sánguche se lo gastaba en droga; la dosis de pasta base sale a veces 2 pesos, y con eso le alcanzaba para tirar una noche entera.

Esa última noche de Enero dicen que fue diferente. Dicen que quiso robar en Cáritas, que estaba con otros dos pibes de su edad, que habían fumado mucho y que a las 5 de la mañana alguien llamó a la policía. Nada se comprobó, pero lo cierto es que Cañito cayó desde el tinglado con un balazo en la cabeza, y que cuando estaba en el piso recibió dos más.

No estaba armado, y si lo hubiese estado era un detalle anecdótico; la pasta base convierte a los adictos en zombis, incapaces de coordinar sus acciones. Se trata de una droga que se fabrica con los desechos de los químicos con los que se produce la cocaína, y a veces se corta con veneno para rata o el polvo de los tubos fluorescentes. Los drogadictos viejos y los pibes de las esquinas la desprecian, porque es tan barata como adictiva y mortífera; bastan algunas semanas de consumo para ganarse el sobrenombre de "muerto vivo", para deambular sin rumbo buscando la forma de conseguir una nueva dosis.

"Es un pobre pibito", se lamentaba uno de los policías en la madrugada de Lugano. Mientras lo hacía, limpiaba el cuerpo recién baleado de Cañito para borrar las pruebas del fusilamiento. En la zona había un enjambre de patrulleros de las comisarías 48, 42 y 52, las tres comisarías que dominan el territorio donde la Capital Federal bordea con la General Paz.

Desde el puente que cruza la vía, los vecinos se agolpaban para saber quién era la víctima y observaban cómo se armaba la escena. "Era como una bolsa de papas, lo movían para acá y para allá todo el tiempo, se notaba que lo estaban acomodando", recuerda todavía uno de los vecinos que fue testigo y que, como la mayoría en la zona, prefiere resguardar su identidad. Por la mañana, las crónicas policiales hablaron de un feroz tiroteo contra jóvenes delincuentes. Siguiendo esa línea, en el barrio alguien colgó un pasacalles que respondía a los pedidos de justicia de la familia. El cartel decía una sola frase, inspirada en las campañas a que la mayoría de los medios nos tienen acostumbrados: así mueren los delincuentes.

Todavía nadie sabía que la muerte de Alejandro se convertiría, meses después, en la síntesis del accionar policial en la zona.

-Son todos narcos

"A la gilada esa la hacen con los desechos de la cocaína, le meten de todo; hasta veneno para ratas. Para fumarla agarrás un cañito de antena de televisión, le metes virulana adentro y dejás un poco para poner la pasta. Es un flash jodido; te sube directamente a la cabeza con la primer pitada, y te va quemando todo por dentro. En dos o tres meses no servís para nada, porque se te van las ganas de comer, de bañarte, de todo; quedas estúpido. Por eso a los que fuman les decimos los muertos vivos. En el barrio es un bajón ver a los pibes así, tirados en las esquinas, descalzos, deformados de tanta porquería. Yo los veo cuando fuman, y se le ponen duros los tendones, se contorsiona todo el cuerpo. Fuman y a los cinco minutos el cuerpo te pide más, porque la porquería es muy adictiva, te engancha enseguida y perdés, terminas meando, cagando y escupiendo sangre. Algunos empeñan hasta el inodoro para seguir fumando, y otros llegan a prostituirse para conseguir un poco más".

El testimonio corresponde a Ciudad Oculta, y fue escuchado apenas unas horas antes de escribir estas líneas. La droga de la que se habla es la temible pasta base, que junto con el pegamento hacen estragos en chicos desde los 6 años y hasta la adolecencia. Se consigue por cinco pesos, o a falta de capital se puede empeñar lo que se tenga puesto; las zapatillas, un buzo, una campera, el DNI o el propio cuerpo.

Una madre con dos hijos explica que "la única forma de que los pibes no caigan en la bolsita o en la pasta base es estarles todo el día encima. Yo si los mando a comprar y tardan cinco minutos ya los tengo que salir a buscar, no me queda otra. Si tuviera trabajo no se como haria". Sus hijos tienen 6 y 8 años, pero la baja edad no los inhabilita para nada, porque "acá, desde los cinco años ya consumen la porquería".

Nadie recuerda la fecha exacta; fue una noche de verano, a fines de Enero del 2004, cuando comenzaron a juntarse en una de las canchitas de fútbol del barrio. Nadie quiere recordar quién tuvo la idea, pero en las pupilas de todas ellas está pintada a fuego la escena de las cuarenta madres que comenzaron a marchar, armadas de martillos y palos hasta la casa de uno de los dealers de pasta base. Boquete en la pared mediante, esa noche recuperaron 70 documentos, varias camperas y zapatillas que sus hijos habían empeñado para comprar una nueva dosis de pasta base. Luego se fueron golpeando las manos hasta la casa de uno de los más temibles; un vendedor de pasta base llamado Isidro Véliz para unos, o Isidoro Ramón Ibarra Ramírez para otros.

La primera noche llegaron hasta la puerta de su casa, aplaudieron y se fueron para volver 24 horas después, exigiendo que dé la cara. Y el dealer la dio; desde la terraza salió junto a su familia portando armas largas, riéndose de las mujeres. En el revuelo, un pibe de ocho años aprovechó para rescatar la bicicleta que acaba de cambiar por una dosis de pasta base. Fue lo único que se recuperó; la policía, alertada por los propios narcotraficantes, llegó para protegerlos. Amenazando a las mujeres logró custodiarlos para que salgan de la villa, advirtiendo a cada una de las mamás que "vos tenés hijos, fijate que después algo les puede pasar". Amparados en esa advertencia, al otro día los narcos estaban nuevamente en el lugar. Como si nada hubiera pasado, como si la protección policial los volviera omnipotentes.

Con mucho miedo, desde al anonimato, una de las mamás explica que "sin acuerdo con la policía no se puede vender droga en el barrio. El que paga tiene protección, y lo cuidan de la competencia. Acá cerquita hasta hace poco había una señora que vendía cocaína, y como no era del grupo que está con la policía, le reventaron la casa. Le sacaron cuatro kilos, y al rato los estaban bajando en la casa de Teresa, que es una de las que arregla con ellos".

Esa misma connivencia explica el por qué se puede sacrificar un kilo y medio de cocaína para hacer un operativo falso. "La historia es simple -cuenta alguien que conoce de cerca la relación entre policías y narcos-. Cuando ven que tienen problemas, hay alguna denuncia o necesitan hacer estadística, llaman al narco y le dicen que necesitan dos kilos para armar un operativo. A veces también se lo sacan a algún dealer menor, así el capo no pierde plata. Otras, es como un impuesto para tener la seguridad de que van a seguir vendiendo. Después, cuando hacen el operativo aparece un kilo y medio; la parte que falta se la queda el policía que lo organiza, y si el narco se queja le dice que bueno, que nadie trabaja gratis, y que no se queje porque le están cuidando el culo".

Y en eso llegó la televisión. Con sus simplificaciones extremas, con sus imágenes calculadas para hacer conmover a la teleaudiencia. Pero también con un mérito; hacer visible lo invisible, tirar un pedacito de realidad, pequeño y amañado, frente a los ojos voyeuristas de la teleaudiciencia. En exclusiva, Gastón Pauls con las Madres de la Pasta Base. Simplemente eso; las cámaras de la TV recorriendo Ciudad Oculta, mostando cómo las madres se enfrentaban a los narcos de la pasta base y denunciaban la connivencia de la policía.

Entonces, por fin, el Estado los vió. Un año después de las primeras denuncias, la magia de la televisión lograba lo que nadie había podido; que el Estado actúe, por lo menos para no perder la forma. Una semana después de la aparición del programa de televisión que mostró a las "madres de la pasta base", las brigadas de las comisarías 42, 48 y 52 eran removidas, junto con el comisario de la 48. Entre ellos, estaba -por lo menos en teoría- Rubén "Percha" Solares.

Y aquí parece que termina la historia. Pero no es tan así.

-Pasmosa normalidad

En Ciudad Oculta, ayer murió aplastado un pibito de ocho años. Alucinó con el poxirrán, se colgó del estribo de un colectivo y quedó atrapado en la rueda. "Hacía mucho que se daba con la bolsita de pegamento y se paseaba entre los coches, jugando a esquivarlos. Ya se sabía que iba a terminar así" me explica una vecina más resignada que triste. La semana pasada, como un presagio, un tiroteo protagonizado por gente del barrio contra la nueva brigada, terminó adentro de un comedor donde había 50 chicos. "La policía entró disparando, y no fue una masacre de casualidad", cuenta una madre que no se anima a repetir los insultos con que respondieron los policías cuando los increpó por disparar dentro del salón comunitario.

Para los narcos, la situación también cambió después del informe en televisión. "Ahora ya no venden en las casas -comenta un joven- sino que están en los pasillos ofreciendo. Se volvieron vendedores ambulantes, pero siguen siendo los mismos de antes".

En Villa 20 y en la zona de Lugano, las cosas no cambiaron mucho. "Vinieron a cobrarme la seguridad, dicen que es para tener mejor custodia y que no nos roben en el negocio", dice un comerciante que recibió las visitas de la nueva brigada de la comisaría 52. En un pasillo organizan un cumpleaños, y medio centenar de pibes hacen cola para llevarse un pedazo de la torta que corta una señora de canas y ojitos arrugados. Mas allá, alrededor de un bracero, una familia correntina hace una fiesta para el Gauchito Gil, el santo pagano de los pobres, que aquí parece ser protector de los cartoneros y cirujas. Suenan cumbias, algún sapucay se pierde entre los ranchos y las conversaciones en guaraní llegan con el viento. Todo indica que la vida sigue.

¿Y el Percha? Todavía merece algunas líneas. Exactamente una semana antes de que renuncie Béliz, y dos meses después de la supuesta remoción de las tres Brigadas de la zona, un grupo de madres de víctimas del gatillo fácil participó de una reunión en el Ministerio de Seguridad. Era para responder una simple pregunta: ¿dónde estaba ahora el cuestionado Sargento Solares? Porque ni los programas contra la impunidad, ni la justicia, ni los sistemas informatizados, ni las oficinas de Asuntos Internos, podían responder a una simple pregunta: si habían dejado a Percha en disponibilidad, lo habían trasladado de comisaría, o si simplemente lo habían escondido debajo de alguna alfombra policial. "Te confieso -escucharon las madres en uno de los pasillos del ministerio- que no tenemos idea. La policía nos vive tirando carne podrida, y no sabemos cuando mienten y cuando no".

En realidad, para saber si un Policía Federal está en disponibilidad o no, simplemente hay que consultar las órdenes del día. En la Federal esas órdenes están en papel y cualquier funcionario de la cartera de seguridad, en circunstancias normales, tiene acceso a ellas. Pero la respuesta, el eterno "no sabemos", no es una sorpresa para quienes se han empapado de las causas que rodean el accionar de la comisaría 52 y de Percha en particular. El proceso mismo de esta investigación podría resumirse en dos palabras: angustia e incertidumbre. Ambos son los sentimientos que a lo largo de estos meses fueron de la mano como dos hermanas de sangre, acompañando cada uno de nuestros pasos. Nos pasó a todos los que de alguna un otra forma participamos de esta crónica; viajamos desde el silencio de los condenados hasta la incertidumbre de enfrentarse a un Estado cuyos laberintos marearían al propio Kafka.

En esos laberintos se pierde el llanto de las madres. Los interminables pasillos de los juzgados, de los ministerios, de las secretarías oficiales y los programas contra la impunidad cajonean con elegancia sus esperanzas de obtener aunque sea un poco de justicia. Mantienen, por supuesto, una rendija por donde se cuela un rayito de luz; una palmada en el hombro de algún funcionario, algún dato que ya todos sabemos, una nueva conferencia de prensa, un acto oficial y hasta -buenos contactos mediante- un encuentro con el presidente. Las opciones son muchas, y siempre van acompañadas por una frase mágica, repetida hasta el hartazgo: vuelva mañana.

Allí las víctimas quedan atrapadas, después de muertas, en un proceso siniestro donde la primer batalla es demostrar su condición de tales. Veamos si no el caso de Alejando "Cañito" Gramajo; víctima de la pasta base que la misma policía fomenta en el barrio, termina muriendo bajo las balas de esa misma policía, para luego ser presentado a la sociedad como "un peligroso delincuente menos".

En esos laberintos también se esconde el Percha. Lo hace bajo los abultados sobres de dinero sucio que recorren los despachos de las jerarquías oficiales. Y de vez en cuando reaparece, como si fuera una verdadera leyenda urbana, o un asesino que vuelve siempre al lugar de sus crímenes. Algunas voces aseguran que lo vieron a Lugano, a la tierra de sus andanzas y masacres. Quienes lo hicieron, no saben si fue a comprar cocaína o a atender sus múltiples negocios. Sólo saben que allí estaba, imperturbable, con sus camisas de colores estridentes y sus pelos siempre peinados al gel. ¿Sigue siendo policía? ¿Se robó otras vidas en las sombras de la noche, y el miedo volvió a acallar el llanto de las víctimas?

"Cuando mataron a mi hijo -me explicó una vez la mamá de Lucas Roldán- me arrancaron un pedazo de mi misma, me mataron a mí también". Ahora vive para reclamar justicia. Y le quedan todavía muchas preguntas por responder. No nos vamos a quedar sentados esperando la respuesta.