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Argentina: La lucha continúa

El Sr. Blumberg

(O sobre que sociedad queremos ser)

"No hay nada más peligroso que un burgués asustado" Berthold Brecht

por LuChe

La imagen es impactante: una enorme alfombra negra y sobre ella miles de luciérnagas "ciudadanas" saludan la entereza de un hombre herido que, pleno de una fuerza casi sobrenatural se ha puesto al frente de una cruzada por la justicia y la "paz". El rostro de este señor es hoy una imagen recurrente de la pantalla argentina, y ya nadie puede afirmar no haber visto siquiera una vez sus ojos tristes y encendidos, o escuchado su voz quebrada por la emoción y el dolor.
Pero no se trata esto de una semblanza sobre el Sr. Juan Carlos Blumberg, a él nos referimos, sino de intentar, a la manera de un fotógrafo avezado, capturar la imagen del jueves y analizar a partir de ella lo que pasó y lo que se dijo en Plaza Congreso.


Primera cuestión: La inseguridad es algo real.
Aunque parezca una de esas "verdades de perogrullo", vale aquí como aclaración previa sobre lo que se dirá después. La vida cotidiana de los argentinos, se ha ido sumergiendo en un clima de constante tensión gracias al aumento irrefrenable de la violencia del delito, y no del delito en sí,. Dentro de las numerosas modalidades de su aplicación, el secuestro extorsivo seguido de muerte ha venido enseñoreándose entre las demás, gracias no justamente a su regularidad (no ha habido muchos en realidad) sino a la trascendencia mediática que han tenido, acaso por su notable capacidad melodramática y trágica, elementos fundamentales en la pelea por el ráting. Pero más allá de esto, es innegable que la inseguridad está presente en nosotros mismos, en la tensión con la que salimos a la calle, en el temor de padres que temen por la vida de sus hijos, en el comerciante que toma mil recaudos para abrir su negocio, y en fin todas y cada una de las acciones diarias que implican un contacto con el "afuera" social. Ahí es cuando la inseguridad se traduce en las mentes asustadas en creciente desconfianza por el otro, por el que viaja junto a uno en el micro, el que salta conmigo en un estadio deportivo o el que me toca la bocina en una esquina. Es esta desconfianza la que se ha corrido desde "los políticos" que han defraudado la esperanza colectiva hacia el más anónimo de los seres: esto es, "cualquiera puede cagarme". La inseguridad entonces, e independientemente de los mayores o menores índices del delito, es algo que se puede palpar entre los que habitan este suelo y es por lo tanto un flagelo de características sociológicas muy complejas y hasta contradictorias.

Segunda cuestión: la política es mala palabra.
Hace rato ya que se ha instalado -y puede tomarse como punto de inflexión en esto al 20 de diciembre de 2001- una muy mala costumbre que nace de una errónea lectura de la historia más reciente de la Argentina: cualquier acontecimiento, reivindicación o alocución pública que tenga tras de sí alguna bandería política -partidaria o no-, es sospechada, mirada de reojo o abiertamente condenada por los medios (y por ende por los receptores-ciudadanos) más allá y sin importar los protagonistas o las causas que lo originaron. Lo único que se dice es: "si es un acto político, es malo" y si hay "políticos", peor. La política pasó a ser entonces un pecado y dejó de verse como la única manera de cambiar las cosas. Ahí es donde subyace la equivocada comprensión sobre los explosivas jornadas del 2001; los que se tenían que ir se quedaron y han logrado que la gente haga lo de siempre: ceder la palabra, la acción y la decisión a los que asolaron el país, a ellos, a los "políticos".
Al grano: aquí lo que se trata es de entender que la política -así sin comillas- no es patrimonio de nadie, que no se necesita traje ni micrófono para ejercerla y que mucho menos se exige un título para ponerla en acción. Se hizo política cuando la efervescencia post-diciembre alumbro un ramillete enorme de asambleas barriales; se hizo política cuando los ahorristas salieron a la calle a reclamar lo suyo; hacen política los obreros de las fábricas recuperadas con el sólo hecho de prender una máquina; hacen política los desocupados movilizados en defensa de la dignidad de estar vivos; y por consiguiente hace política el Sr. Blumberg cuando reclama con legítimo derecho constitucional, protección estatal ante el crímen.
Entonces digamos las cosas como son: pese a la cantinela mercantilista de los monstruos mediáticos y a la costumbre facilista que tenemos todos de meter "todo en la misma bolsa" (igualando siempre para abajo), en el pueblo sigue existiendo escondida pero latente, la potencia que empuja los grandes cambios necesarios para la construcción de un país distinto. Eso se llama política.

Tercera cuestión: la miseria del sistema vive en cada uno de nosotros.
Las duras verdades son siempre irritantes, más si se señalan en los momentos aciagos o difíciles, por eso es infinitamente cómodo el silencio que es a la vez, por omisión del compromiso ante la enunciación de esa cruda verdad, un cómplice cobarde y sumiso del mal que lo produce. ¿Es posible que nadie, absolutamente nadie de los "benditos" medios masivos de incomunicación analizaran con rigor periodístico todas y cada una de las palabras que el Sr. Blumberg pronunció en su espontáneo y peligroso discurso del jueves 1°? ¿Acaso desconocen los "profesionales del micrófono" el poder expansivo de un discurso repetido y machacado sobre las mentes de las personas? ¿Es que ignoran el poder que dá la masividad y el daño que puede producir cuando las consignas suenan más a reacción que a una verdadera voluntad de cambio?
Sí señores, lo saben y muy bien, es por ello que suman al clamor colectivo (un colectivo extraño ya que el fín es estríctamente individualista, coyuntural y autoreferencial) con sus "cantos de sirena" que no es otra cosa que un travestimiento de la moral "ciudadana" y clasemediera. Porque además claro, los "ciudadanos", la "gente" (que se hizo por un rato pueblo el 19 y 20) es el sujeto por antonomasia, el modelo típico de argentino. El "argentimedio" según J.P. Feinmann, el que es "como uno", vale decir que no es ni por asomo la mayoría de la sociedad, o deberíamos mejor hablar de población, ya que "la sociedad" no tiene demasiadas intenciones de incluir sino más bien todo lo contrario.
Es que la realidad es tan desubicada que seguro debe vivir en un populoso barrio del conurbano. Ella insiste en decirnos a cada momento que más del 50% de los argentinos son pobres y de alli muchos, indigentes (que curioso, pareciera que no llegaran a ser "gente"), por lo que se desprende que lo que le pasa al "argentimedio" no refleja con exactitud la realidad que viven los más que, vaya paradoja de la democracia burguesa, son la inmensa mayoria que no tiene voz, o que cuando intenta expresarse no habla el lenguaje que le gusta a la "gente" e incurre en "inconstitucionales" acciones directas.
Es esa misma realidad la que, molesta, incisiva e inoportuna se empeña en señalar que bajo las condiciones descriptas, y pese a todos los atenuantes que el Sr. Blumberg pudo y pueda tener por los desagradables sucesos que le tocó vivir, algunas de las frases que pronunció esa noche porteña ante más de 150.000 personas, sonaron al menos desafortunadas y miopes. Decir por ejemplo que "los padres de esos chicos -por los delincuentes- no fueron como nosotros" (fíjese el notorio sentido exclusión-inclusión), y que "se debe apartar a esos malos padres de los hijos para que no sean futuros delincuentes", suena poco menos que temerario en un país asolado por el desempleo y la marginación social. Ni hablar de los que poco después afirmó rematando muy mal una positiva idea de que los presos cumplan trabajos comunitarios: "deben hacerlo con alguna vestimenta que los identifique, para que paguen con la vergüenza el pecado que cometieron", frase que retrotrae a las estrellas de David en los campos de concentración nazi o al sayal que los mismos judios "ímprobos" debían llevar puesto en tiempos de la Santa Inquisición.
En suma, no se intenta decir acá que los reclamos del Sr. Bumblerg no sean justos para la gravedad de los delitos que se analizan, sino simplemente, que es el infortunio de varios de sus dichos los que deben señalarse como la manifestación externa de una intolerancia social alarmante que cubre entre nobles causas, el deseo de acallar por las buenas o por las malas, cualquier forma de disenso que los miserables materiales del sistema puedan expresar, ya sea en forma de reclamo callejero o en la más cruda y violenta forma del delito.
Decirlo en este momento no es solo una función del comunicador social responsable, sino un deber de cualquier ser humano que pretenda construir una verdadera nación de iguales y una justicia que exceda la idea "tribunalicia" para transformarse en un denominador común de la vida cotidiana de todas las personas.