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Nuestro Planeta

28 de octubre del 2002

El niño que vino sin pan bajo el brazo

Rafael León Rodríguez
Rebelión

Había una vez, en medio de un exótico país asolado por la miseria, un lujoso complejo hotelero-turístico llamado "Opulencia". Una calurosa mañana de verano, llegó al lugar con sus padres Rafaelito. Rafaelito era un niño obeso de siete años al que no le gustaba estar gordo, pero que se había acostumbrado a comer de manera compulsiva para no ser continuamente regañado. Aquel lugar le resultó maravilloso, pleno de luz, colorido, comodidades y abundancia. ĦQué felices deben ser aquí los niños!, pensaba mientras se esforzaba por imaginar sus juegos y risas en el poblado, cercano y a la vez tan lejano, que divisaba desde su habitación. Pero aquel poblado, llamado "Famelia", en realidad era miserable y sombrío. Contaban los "famélicos" que la última vez que se escucho la risa de un niño fue poco antes de que una multinacional de la agro-bio-tecnología arrebatara a los campesinos sus tierras. Desde entonces toda la cosecha se exportaba para alimentar el ganado del que se nutría la industria de la comida basura con la que engordaban muchos niños como Rafaelito.
En "Famelia", en una casa sucia y gris vivía Pedrito. Pedrito había nacido cinco años antes y en el camino desde París había perdido el pan que debería haber traído bajo el brazo. En su lugar unos hermosos ojos negros y el silencio. Nunca pronunció palabra, y sus escasas fuerzas, fruto amargo del hambre crónica que arrastraba desde el momento de nacer, no le permitieron ni siquiera llorar en su mísera cuna. Con cuatro años, cuando aún no había podido reunir las suficientes fuerzas para dar su primer paso, la miseria y la desnutrición terminaron de nublarle aquellos hermosos ojos negros y la ceguera le ocultó para siempre la luz del sol. Su madre, que nunca lo había escuchado quejarse, ni siquiera se atrevió a derramar una lágrima, por respeto a su silencio amargo.
Una tarde, mientras Rafaelito se atiborraba de dulces y retozaba en la piscina, Pedrito, casi acostumbrado ya a no comer, sintió un hambre como nunca había sentido. Era su cumpleaños, pero en lugar de tarta y cinco velas, orinó en la tierra y tragó el barro. Por primera vez en su vida esbozó una sonrisa y satisfecho se durmió. Poco después una dulce muerte lo liberó de aquel martirio. No llegó a despertar y se fue tal y como había venido al mundo, en silencio, sin una queja.
Murió de hambre, sin haber tenido fuerzas para siquiera intentar buscar el pan que creía haber perdido en el camino, pero que en realidad le había sido robado. Rafaelito nunca supo de la desgracia de Pedrito. De haberla conocido probablemente sus lágrimas habrían llegado al mar cercano, y se habría negado a comer durante mucho tiempo, y tal vez también habría muerto de rabia, impotencia o tristeza. Pero siguió pensando en que en aquel poblado vivían niños sanos y alegres, y fue feliz y comió perdices. Y colorín colorado.
Por desgracia esta historia no es un cuento triste más. Pedrito no es un personaje de ficción, ha existido y ha muerto. Hay, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), 6 millones de "Pedritos" que cada año mueren de hambre en el mundo y, dos millones que sufren problemas graves de vista, de los cuales entre 250.000 y 500.000 quedan ciegos para siempre. Y muchos millones más que sufren el hambre y la desnutrición. Y yo, que siendo Rafaelito, hubiera podido llegar a morir de tristeza sólo por uno de estos Pedritos, hoy, que a fuerza de ser "educado" en un Mundo de injusticia, insolidaridad, insensibilidad, egoísmo y mentiras, me he convertido, creo que por desgracia, en Rafael, sólo soy capaz de detenerme ante esta terrible realidad como mucho con curiosidad. Y le presto menos atención que a las noticias de la prensa rosa, o a las estadísticas de goleadores de la "liga de las estrellas".
Quisiera poder volver a ser Rafaelito para tener otra vez sentimientos y valores, y para poder compartir el pan que traje debajo del brazo y devolver el que, sin saberlo, robe a otros.