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Medio Oriente

26 de febrero del 2002

Ulemas y herejes

Tariq Ali
Counterpunch
Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Nunca he creído en Dios, ni siquiera entre las edades de seis y diez, cuando era agnóstico. Este descreimiento era instintivo. Estaba seguro de que no había nada más allá lejos que el espacio. Puede haber sido mi falta de imaginación. En las noches de verano, perfumadas de jazmín, mucho antes de que se permitiera que las mezquitas utilizaran altavoces, bastaba con gozas del silencio, mirar al firmamento exquisitamente iluminado, contar las estrellas fugaces y quedarse dormido. La llamada del almuédano al alba era un despertador agradable.
Ser impío tenía muchas ventajas. Amenazado con divinas sanciones por los criados de la familia, primos o parientes mayores – "Si haces eso Alá se va a enojar" o "Si no haces eso Alá te va a castigar" –me quedaba impávido. Que haga lo que quiera, solía decirme, pero nunca lo hizo, y eso reforzó mi creencia en su inexistencia.
Mis padres tampoco eran creyentes. Y lo era la mayoría de sus mejores amigos. La religión jugaba una parte ínfima en nuestra casa. En la segunda mitad del siglo pasado, una gran proporción de los musulmanes educados había abrazado la modernidad. Sin embargo, los viejos hábitos persistían: los aspirantes a la virtud hacían sus abluciones y se escabullían a sus oraciones del viernes. Algunos ayunaban algunos días por año, usualmente justo antes de la luna nueva que marcaba el fin de Ramadán. Dudo que más de un cuarto de los habitantes de las ciudades ayunara durante todo un mes. La vida en los cafés continuaba incólume. Muchos pretendían haber ayunado para aprovechar los alimentos gratuitos distribuidos al fin de cada día de ayuno por las mezquitas o las cocinas de los ricos. En el campo los que ayunaban eran aún menos ya que el trabajo al aire libre era difícil sin alimentos, y especialmente sin agua, cuando Ramadán caía en los meses de verano. Eid, el festival que marca el fin de Ramadán, era celebrado por todos. Un día, pienso que fue en el otoño de 1956, cuando tenía 12 años, estaba escuchando a escondidas en casa una conversación después de la cena. Nos habían pedido amablemente a mi hermana, a una serie de primos y a mí que nos ocupáramos en otro sitio. Obedientemente, nos fuimos a una habitación vecina, pero escuchamos, entre risas, a una tía especialmente estentórea y estúpida y a un tío esquelético que reprendían a mis padres en murmullos sonoros; "Sabemos cómo son ustedes... sabemos que ustedes son descreídos, pero debieran dar una oportunidad a estos niños... Deben aprender su religión".
Las risitas fueron prematuras. Unos meses más adelante contrataron a un profesor para que me enseñara el Corán y la historia islámica. "Vives aquí," dijo mi padre. "Debes estudiar los textos. Debes conocer nuestra historia. Más tarde puedes hacer lo que quieras. Incluso si rechazas todo, siempre es mejor saber lo que uno está rechazando". Un consejo bastante sensato, pero en aquel entonces lo consideré hipócrita y una traición. ¿Con qué frecuencia había oído hablar de supersticiosos idiotas, a menudo parientes, que adoraban a un Dios porque no tenían los sesos para dudar? Ahora me obligaban a estudiar religión. Estaba decidido a sabotear el proceso. No se me ocurrió en aquel entonces que la decisión de mi padre pudiera tener algo que ver con un episodio de su propia vida. En 1928, con 12 años, había acompañado a su madre, y a su vieja nodriza (la criada de más confianza de mi abuela) en la peregrinación para realizar la ceremonia del hajj. Las mujeres, entonces como ahora, sólo pueden visitar la Meca si van acompañadas por un varón de más de 12 años. Los hombres mayores se negaron totalmente a ir. A mi padre, siendo el varón más joven de la familia, no le dieron derecho a elegir. Su hermano mayor, el miembro más religioso de la familia, nunca le permitió que olvidara el peregrinaje: sus cartas a mi padre siempre llegaban con el prefijo "al- Haj" (peregrino) agregado a su nombre, lo que era causa de mucha diversión a la hora del té. Décadas más tarde, cuando los poros de la elite saudita estaban transpirando petrodólares, mi padre se acordaba de la pobreza que había visto en al–Hijaz y recordaba las historias de los peregrinos no-árabes a los que habían asaltado en camino a Meca. En el período anterior al petróleo, los peregrinajes anuales habían sido la principal fuente de ingresos para los habitantes de la zona, que aumentaban a menudo sus exiguos medios con ataques bien organizados contra las habitaciones de los peregrinos. La ceremonia misma exigía que el peregrino llegara vestido con una simple sábana blanca y nada más. Todas las cosas de valores había que dejarlas atrás y las bandas locales se hicieron especialmente adeptas a robar relojes y oro. Pronto, los peregrinos más experimentados comprendieron que las "almas puras" de Meca eran incluso capaces de robar. Comenzaron a tomar precauciones, y lo que siguió fue una guerra de ingenios.
Varios años después del viaje a la Tierra Santa mi padre se convirtió en un comunista ortodoxo y siguió siéndolo por el resto de su vida. Ahora Moscú era su Meca. Tal vez pensó que sumergiéndome en la religión a tan temprana edad resultaría en una transformación parecida. Me gusta pensar que ése fue su motivo real, y que no estaba haciéndole el juego a los miembros menos inteligentes de nuestra familia. Llegué a admirar a mi padre por apartarse de lo que él describía como "la vacuidad del mundo feudal". Ya que no sé leer árabe, pude aprender el Corán sólo de memoria. Mi profesor, Nizam Din, llegó el día acordado y gracias a sus heroicos esfuerzos, puedo recitar por lo menos las líneas del comienzo del Corán – "Alif, lam, mim..." – seguidas por la sentencia crucial: "No hay que dudar de este libro". Nizam Din, para mi gran deleite, no era profundamente religioso. Desde los dieciocho o diecinueve años hasta cerca de los treinta, había portado una barba. Pero en 1940 se la afeitó, desertó de la religión por la causa antiimperialista y se dedicó a la política de izquierda. Como muchos otros había pasado un período en una prisión colonial y se había radicalizado aún más. La verdad, decía, es un concepto muy poderoso en el Corán, pero jamás había sido aplicada a la vida práctica porque los ulemas habían destruido el Islam.
Nizam Din comprendió pronto que me aburría el aprendizaje de los versículos coránicos y comenzamos a utilizar la hora disponible para discutir la historia: la lucha nacionalista contra el imperialismo británico, los orígenes del terrorismo en Bengala y el Punjab, y la historia del terrorista sij Bhagat Singh, que había lanzado una bomba en la Asamblea Legislativa del Punjab para protestar contra la legislación represiva y la matanza de Jallianwallah Bagh en 1919. Una vez encarcelado, se había negado a pedir clemencia, pero renunció al terrorismo como táctica, y se acercó más al marxismo tradicional. Fue juzgado en secreto y ejecutado por los británicos en la Prisión Central de Lahore, a unos 15 minutos a pie de donde Nizam Din estaba contándome la historia. "Si hubiera vivido," solía decir Nizam Din, "se hubiera convertido en un dirigente al que los británicos hubieran temido de verdad. Y míranos ahora. Sólo porque era sij, ni siquiera hemos marcado su martirologio con un monumento".
Nizam Din recordaba los Buenos tiempos cuando todas las aldeas de lo que hoy es Pakistán tenían habitantes hindúes y sij; muchos de sus amigos no musulmanes habían partido ahora hacia India. "Son pigmeos," opinaba sobre los políticos paquistaníes. "¿Comprendes lo que digo, Tarikji?" ¡Pigmeos" Mira India. Observa la diferencia. Gandhi fue un gigante. Jawaharlal Nehru es un gigante". A través de los años aprendí más de historia, política y de la vida de todos los días de Nizam de lo que jamás aprendí en la escuela. Pero se había tomado nota de que no había logrado interesarme en la religión.
Un joven tío por el lado materno, que se había dejado una barba cuando muy joven, se ofreció para hacerse cargo de la tarea. Sus visitas semanales a nuestra casa, que coincidían con mi retorno de la escuela, me irritaban fuertemente. Paseábamos por el jardín mientras, en tonos empalagosos, me relataba una versión de la historia islámica que, como él, era poco convincente y aburrida. Mientras seguía perorando, yo miraba los barriletes volando y enredándose en el cielo de la tarde, volvía a jugar mentalmente un juego perdido de canillas, o deseaba ver el partido internacional entre Pakistán y Antillas. Cualquier cosa, pero no la religión. Después de unas pocas semanas él también abandonó, anunciando que mi herencia impía era demasiado fuerte.
Durante los meses de verano, cuando el calor en las planicies se hacía insoportable, huíamos a las estribaciones de los Himalayas, a Nathiagali, que era entonces un pequeño centro turístico aislado, colgado sobre una cima en un denso bosque de pinos, dominado por los picos. Aquí, en una atmósfera tranquila, casi sin restricciones sociales, encontré a muchachos y niñas pashtunes de las ciudades fronterizas de Peshawar y Mardan, y niños de Lahore a los que veía pocas veces durante el invierno se convirtieron en amigos veraniegos. Adquirí un gusto por la libertad. Teníamos escondrijos favoritos: misteriosos cementerios en los que las lápidas tenían nombres en inglés (muchos habían fallecido jóvenes) y una iglesia gótica desierta, que había sido calcinada por los rayos.
También exploramos las numerosas casas quemadas. ¿Cómo fueron quemadas? le preguntaba a la gente local. Siempre recibía la misma respuesta despreocupada. "Pertenecían a hindúes y sijs. Nuestros padres y tíos las quemaron." ¿Por qué? "Para que nunca vuelvan, por supuesto". ¿Por qué? "Porque ahora somos Pakistán. Su sitio es India". ¿Por qué, insistía, si habían vivido aquí durante siglos, igual que las familias de ustedes, y hablaban el mismo idioma, incluso si adoraban a dioses diferentes? La única respuesta era un encogimiento de hombros. Era extraño pensar que hindúes y sijs habían estado allí, que habían sido muertos en las aldeas de los valles más abajo. En las áreas tribales –la tierra de nadie entre Afganistán y Pakistán– permaneció una cantidad de hindúes, protegidos por los códigos tribales. Lo mismo sucedió en el mismo Afganistán (hasta que llegaron los muyahidin y los talibán).
Uno de mis sitios favoritos en Nathiagali estaba entre dos gigantescos robles. De ahí se podía contemplar la puesta del sol sobre Nanga Parbat. La nieve que cubría el pico se volvía naranja, luego carmesí, bañando todo el valle con su luz. Ahí se podía respirar el aire que venía de China, mirar hacia Cachemira y admirar la luna. Con todo eso, ¿para qué se necesitaba un cielo de múltiples capas, para qué hablar de la séptima capa que nos estaba reservada sólo a nosotros– el paraíso islámico?
Un día, llenándome de horror, mi madre me informó que un ulema de una aldea de la montaña vecina había sido contratado para que se asegurara que yo completara mi estudio del Corán. Había previsto todas mis objeciones. Me explicaría lo que significaba cada versículo. Iban a arruinar mi verano. Me quejé, gruñí, rogué y me dieron pataletas. No sirvió para nada. Mis amigos me compadecían, pero sin poder ayudarme: la mayor parte habían pasado por el mismo ritual.
Los ulemas, especialmente los del tipo rural, eran ridiculizados, considerados generalmente como deshonestos, hipócritas y flojos. Generalmente se pensaba que se habían dejado crecer las barbas y habían escogido ese camino, no por fervor espiritual, sino para ganarse el pan. A menos que estuvieran colocados en una mezquita, dependían de contribuciones voluntarias, pagos por dar clases y comidas gratuitas. Los chistes a su respecto se referían generalmente a sus apetitos sexuales; en particular, su gusto por muchachos por debajo de una cierta edad. El ulema ficticio de los cuentos y de los teatros de títeres que viajaban de aldea en aldea era un archigranuja; utilizaba la religión para satisfacer sus deseos y ambiciones. Humillaba y engañaba a los campesinos pobres, mientras adulaba a los terratenientes y a los potentados.
El día tan temido, llegó el ulema y, después de comerse un contundente almuerzo, me fue presentado por nuestro criado, Khuda Baksh ('Dios lo Bendiga'), que ya había servido el hogar de mi abuelo y que por su estatus y su edad gozaba de una familiaridad que era negada a los otros sirvientes. 'Dios lo Bendiga' tenía barba, creía firmemente en la primacía del Islam, y decía sus oraciones y ayunaba regularmente. Sin embargo, era profundamente hostil a los ulemas a los que consideraba ladrones, pervertidos y parásitos. Se sonrió cuando el ulema, un hombre de mediana estatura de cerca de cincuenta años, intercambiaba saludos conmigo. Nos sentamos alrededor de una mesa de jardín colocada para coger el calor del sol. El coro de la tarde estaba en su plenitud. El aire olía a agujas de pino tostadas por el sol y a fresas salvajes.
Cuando el ulema comenzó a hablar noté que casi no tenía dientes. El versículo en rima perdió instantáneamente su magia. Los pocos dientes falsos que tenía se bamboleaban. Comencé a preguntarme si sucedería, y cuando sucedió se excitó tanto con una falsa emoción que los dientes artificiales se cayeron sobre la mesa. Sonrió, los recogió y volvió a ponérselos en la boca. Al principio me pude controlar, pero entonces oí una risa reprimida desde la veranda y cometí el error de darme vuelta. 'Dios lo Bendiga,' que se había colocado detrás de un inmenso rododendro para escuchar a hurtadillas, se estaba desternillando de risa. Pedí permiso y corrí hacia la casa.
A la semana siguiente, 'Dios lo Bendiga' me desafió a que le hiciera una pregunta al ulema antes de que comenzara la lección. "¿Sus dientes falsos, se los hizo el carnicero del pueblo?" le pregunté con una expresión inocente, en un tono extremadamente cortés. El ulema me dijo que me fuera: quería ver a mi madre a solas. Unos pocos minutos más tarde él, también, partió para no volver. Más tarde el mismo día le enviaron un sobre repleto de dinero para compensarlo por mi insolencia. 'Dios lo Bendiga' y yo celebramos su partida en el café del bazar con una montaña de té y galletas hechas en casa. Así terminaron mis estudios religiosos. Un único deber era reemplazar a mi padre una vez por año y acompañar a los sirvientes varones a las oraciones Eid en la mezquita, una tarea bastante indolora.
Unos años más tarde, cuando vine a estudiar a Gran Bretaña, las primeras personas que encontré fueron racionalistas a ultranza. Me hubiera perdido el puesto del Grupo Humanista en la Feria de los estudiantes de primer año si no hubiera sido por un irlandés lleno de granos, vestido de una chaqueta de pana café desteñida, con un mechón desordenado de cabellos marrones, parado sobre una mesa y gritando con una voz melodiosa, ligeramente entrecortada: "¡Abajo Dios!" Cuando me vio mirándolo, sonrió y agregó "y Alá" a su consigna. Me uní a ellos ahí mismo y me agarraron inmediatamente para que fuera el representante humanista en mi colegio. Un tiempo más tarde cuando pregunté cómo había sabido que yo era de origen musulmán y no hindú o zoroástrico, me respondió que sus gritos sólo afectaban a los musulmanes, y que los católicos, hindúes, sijs y protestantes lo ignoraban por completo.
Mi conocimiento de la historia Islámica siguió siendo endeble y, con el pasar de los años, regresé a Pakistán. Los estudios Islámicos fueron hechos obligatorios en los años 70, pero a los niños se les da sólo unas pocas gotas de historia sobre un fundamento de cuentos de hadas y mitología. Mi interés por el Islam siguió aletargado hasta la Tercera Guerra del Petróleo en 1990. En la Segunda Guerra del Petróleo en 1967 Israel, respaldado por Occidente, infligió una severa derrota al nacionalismo árabe, del cual nunca se ha verdaderamente recuperado. La guerra de 1990 fue acompañada en Occidente por una ola de burda propaganda anti-árabe. El nivel de ignorancia demostrado por la mayor parte de los eruditos y políticos me angustió, y comencé a preguntarme cosas que hasta entonces me parecían apenas relevantes. ¿Por qué no había habido una Reforma en el Islam? ¿Por qué el Imperio Otomano no había sido afectado por la Ilustración? Comencé a estudiar la historia Islámica, y más tarde viajé a las regiones donde había ocurrido, especialmente a aquellas en las que habían tenido lugar los choques con el cristianismo.
El judaísmo, el cristianismo y el Islam comenzaron todos como versiones de lo que actualmente describiríamos como movimientos políticos. Eran sistemas de creencias plausibles que apuntaban a hacer más fácil la resistencia a la opresión imperial, a unir a un pueblo dispar, o una combinación de las dos cosas. Si consideramos los principios del Islam desde este punto de vista, se hace evidente que su Profeta fue un líder político visionario y que sus triunfos constituyen una vindicación de su programa de acción. Bertrand Russell comparó una vez los comienzos del Islam con el bolchevismo, argumentando que ambos eran "prácticos, sociales, no-espirituales, preocupados con conquistar el imperio de este mundo"-. Al contrario, veía al cristianismo como "personal" y "contemplativo". Sea o no apta esta comparación, Russell había comprendido que las dos primeras décadas del Islam tuvieron un sentido nítidamente jacobino. Algunas secciones del Corán tienen el vigor de un manifiesto político, y a veces el tono en el que se dirige a sus rivales judíos y cristianos, es tan contencioso como el de cualquier organización izquierdista. La velocidad con que se desarrolló fue fenomenal. La discusión académica de si la nueva religión nació en el Hijaz o en Jerusalén o en otra parte es esencialmente de interés arqueológico. Sean cuales fueren sus orígenes precisos, el Islam reemplazó a dos grandes imperios y alcanzó pronto la costa atlántica. En su apogeo, el imperio musulmán dominó grandes partes del globo: los otomanos con Estambul como capital, los safawies en Persia y la dinastía mogol en India.
Un buen sitio por el que podría comenzar un historiador del Islam sería el año 629 DC, o el año 8 del nuevo calendario musulmán, aunque éste todavía no existía. Ese año, Mahoma envió 20 caballeros armados, dirigidos por Sa'd ibn Zayd, a destruir la estatua de Manat, la diosa pagana del destino, en Qudayd, en la ruta entre Meca y Medina. Mahoma había tolerado durante ocho años la difícil coexistencia del dios varón pagano Alá y sus tres hijas: al-Lat, al-Uzza y Manat. Al-Uzza (el lucero del alba, Venus) era la diosa favorita de los Quraysh, la tribu a la que pertenecía Mahoma, pero Manat era la más popular en la región en general, y era idolatrada por las tres principales tribus de la Meca, a las que Mahoma había estado tratando desesperadamente de ganar para su nueva religión monoteísta. Al llegar el año 8, sin embargo, se habían ganado tres importantes victorias contra fuerzas rivales paganas y judías. La batalla de Badr había logrado el triunfo de Mahoma contra las tribus de la Meca a pesar de lo pequeño de su ejército. Las tribus habían quedado impresionadas por la pujanza de la nueva religión, y Mahoma debe haber considerado que era innecesario hacer más compromisos ideológicos. Sa'd ibn Zayd y sus 20 jinetes habían logrado imponer el nuevo monoteísmo.
El conservador del santuario de Manat vio que se acercaban los jinetes, pero permaneció en silencio mientras desmontaban. No se intercambiaron saludos. Su comportamiento indicaba que no habían venido a honrar a Manat ni a dejar una ofrenda simbólica. El guarda no se interpuso en su camino. Según la tradición islámica, al acercarse Sa'd bin Zayd a la hermosa estatua esculpida de Manat, una mujer negra desnuda dio la impresión de aparecer de la nada. El conservador gritó: "¡Manat, muestra la cólera de la que eres capaz!" Manat comenzó a mesar sus cabellos y a golpearse los pechos en señal de desesperación, mientras maldecía a sus atormentadores. Sa'd la mató a golpes. Sólo entonces se le unieron sus 20 compañeros. Juntos batieron hasta que destruyeron la estatua. Trataron de la misma manera a los santuarios de al- Lat y de al-Uzza, probablemente ese mismo día.
Un profeta del siglo VII no podía convertirse en el verdadero líder espiritual de una comunidad tribal sin ejercer una dirección política y, en la Península, poseyendo la maestría básica de la habilidad del manejo del caballo, de la espada y de la estrategia militar, Mahoma había comprendido la necesidad de retardar la ruptura definitiva con el politeísmo hasta que él y sus compañeros estuvieran menos aislados. Sin embargo, una vez que se tomó la decisión de declarar un monoteísmo estricto, no se hicieron concesiones. La iglesia cristiana había sido obligada a un compromiso permanente con sus antecesores paganos, permitiendo que sus nuevos seguidores adoraran a una mujer que había concebido un hijo de Dios. Mahoma, también, podría haber seleccionado a una de las hijas de Alá para que formaran parte de una nueva constelación –podría haber facilitado la atracción de creyentes –pero las consideraciones entre facciones actuaron como una limitación: un nuevo órgano religioso tenía que distinguirse forzosamente del cristianismo, su principal rival monoteísta, marginando al mismo tiempo el atractivo del paganismo contemporáneo. La unidad de un Alá patriarcal parecía la opción más atractiva, esencial no sólo para demostrar la debilidad del cristianismo, sino para romper definitivamente con las prácticas culturales dominantes de los árabes de la Península, con su poliandria, y su pasado matrilíneo. Mahoma mismo había sido el tercero y el más joven de los maridos de su primera mujer, Jadiya, que murió tres años antes del nacimiento del calendario islámico.
Los historiadores del Islam, siguiendo la orientación de Mahoma, procedieron a referirse al período pre-islámico como la jahiliyya ("el tiempo de la ignorancia"), pero la influencia de las tradiciones no debiera subestimarse. Para las tribus pre-islámicas, el pasado era el dominio de los poetas, que también servían de historiadores, mezclando el mito y los hechos en odas hechas para incrementar los sentimientos tribales. El futuro era considerado irrelevante, el presente de máxima importancia. Una razón para la inestabilidad de las tribus en su unidad era que la profusión de sus dioses y diosas ayudaba a perpetuar las divisiones y las disputas cuyos verdaderos orígenes se hallaban a menudo en las rivalidades comerciales.
Mahoma comprendía totalmente este mundo. Pertenecía a los Quraysh, una tribu que se enorgullecía de su genealogía y que reivindicaba que descendía de Ismael. Antes de su matrimonio, había trabajado como uno de los empleados de Jadiya en una caravana mercantil. Viajó mucho por la región, entrando en contacto con cristianos, judíos, magos y paganos de todas layas. Habrá tenido que ver con dos importantes vecinos: los cristianos bizantinos y los zoroastrianos de Persia.
La fuerza espiritual de Mahoma era alimentada por ambiciones socio-económicas; por la necesidad de fortalecer la posición comercial de los árabes, y por imponer un conjunto de reglas comunes. Preveía una confederación tribal unida por objetivos comunes y leal a una sola fe que, necesariamente, tenía que ser nueva y universal. El Islam fue el cemento que utilizó para unificar a las tribus árabes; el comercio debía ser la única ocupación noble. Eso quería decir que la nueva religión era tanto nómada como urbana. Los campesinos que laboraban la tierra eran considerados como serviles e inferiores. Un hadith (invocación de un dicho de Mahoma) cita las palabras del Profeta al ver un arado: "Eso jamás entra a la casa de los fieles sin que la degradación penetre al mismo tiempo". Las nuevas reglas hacían, por cierto, que la observación religiosa fuera virtualmente imposible en el campo. El mandamiento de rezar cinco veces por día, por ejemplo, jugaba una parte importante en la inculcación de la disciplina militar, pero era difícil de cumplir fuera de las ciudades. Lo que se quería era una comunidad de creyentes en las áreas urbanas, que se reunieran después de las plegarias e intercambiaran informaciones. No puede sorprender que los campesinos hayan descubierto que era imposible realizar su trabajo y cumplir las estrictas condiciones exigidas por la nueva fe. Fueron el último grupo en aceptar el Islam, y algunas de las primeras desviaciones de la ortodoxia maduraron en los campos musulmanes.
Los éxitos militares de los primeros ejércitos musulmanes fueron extraordinarios. La velocidad de su avance sorprendió al mundo mediterráneo, y el contraste con el cristianismo de los comienzos no podría haber sido más pronunciado. Veinte años después de la muerte de Mahoma en 632, sus seguidores habían establecido los fundamentos del primer imperio islámico en la Media luna de las tierras fértiles– Impresionadas por esos éxitos, tribus enteras abrazaron la nueva religión. Mezquitas comenzaron a aparecer en el desierto, y el ejército se expandió. Sus rápidos triunfos fueron vistos como una señal de que Alá no sólo era omnipotente sino que estaba de parte de los Creyentes.
Esas victorias fueron indudablemente posibles sólo porque los imperios persa y bizantino se habían involucrado por casi cien años en una guerra que había debilitado a ambas partes, alienado a sus poblaciones y creado una apertura para los nuevos conquistadores. Siria y Egipto formaban parte del Imperio Bizantino; Irak estaba regida por la Persia sasánida. Los tres cayeron ahora ante el poder y el fervor de una fuerza tribal unificada.
La fuerza de los números no jugaba ningún papel – ni la estrategia militar, aunque la habilidad de los generales musulmanes para maniobrar su caballería de camellos y combinarla con una infantería del tipo de guerrilla, confundía a un enemigo acostumbrado a ataques nómadas en pequeña escala. Mucho más importante era la simpatía activa con la que una importante minoría de la gente local miraba a los invasores. Una mayoría permaneció activa, esperando a ver qué lado prevalecería, pero ya no estaban a luchar por o a ayudar a los antiguos imperios.
El fervor de las tribus unificadas, por otro lado, no puede ser explicado simplemente por el atractivo de la nueva religión o por promesas de fabulosos placeres en el Paraíso. Las decenas de miles que se reunieron para combatir bajo Khalid ibn al-Walid buscaban las comodidades de este mundo.
En 638, poco después que los ejércitos musulmanes tomaran Jerusalén, el Califa Umar visitó la ciudad para imponer condiciones de paz. Como otros dirigentes musulmanes de la época iba modestamente vestido; también estaba cubierto de polvo del viaje, y su barba no había sido recortada. Sophronius, el Patriarca de Jerusalén, que lo saludó, se desconcertó ante la apariencia de Umar y la ausencia de toda pompa en su séquito. La crónica cuenta que se volvió hacia un sirviente y le dijo en griego: "Ésta es verdaderamente la abominación de la desolación de la que habló Daniel el Profeta mientras estaba en un lugar santo".
La 'abominación de la desolación' no se quedó mucho tiempo en Jerusalén. Las victorias estratégicas contra los bizantinos y los persas habían sido tan fácilmente logradas que los Creyentes estaban ahora imbuidos de un sentimiento de su propio destino. Después de todo, ellos eran, a sus ojos, la gente cuyo líder era el Profeta definitivo, el último que jamás recibiría el mensaje de Dios. La visión de Mahoma de una religión universal como precursora de un estado universal, había capturado su imaginación, y favorecido los intereses materiales de las tribus. Cuando las tribus germanas tomaron Roma en el siglo V, insistieron respecto a ciertos privilegios sociales pero sucumbieron ante una cultura superior y, con el tiempo, aceptaron el cristianismo. Los árabes que conquistaron Persia preservaron su monopolio del poder excluyendo a los no-árabes del servicio militar y restringiendo temporalmente los matrimonios mixtos, pero aunque estaban dispuestos a aprender de las civilizaciones que dominaban, nunca les tentó el abandono de su lenguaje, su identidad o su nueva fe.
El desarrollo de la medicina, una disciplina en la que más adelante los musulmanes sobresalieron, provee un ejemplo interesante de la manera en la que viajaba el conocimiento, era adaptado y maduraba en el curso del primer milenio. Dos siglos antes del Islam, la ciudad de Gondeshapur en el sudoeste de Persia se convirtió en un refugio para intelectuales disidentes y librepensadores que enfrentaban la represión en sus propias ciudades. Los nestorianos de Édessa huyeron allí en 489 después de que la escuela fuera clausurada. Cuando, cuarenta años más tarde, el Emperador Justiniano decretó que la escuela de los filósofos neoplatónicos en Atenas fuera cerrada, sus estudiantes y maestros, también, realizaron el prolongado viaje a Gondeshapur. Las noticias sobre esa ciudad de erudición se propagaron a las civilizaciones vecinas. Eruditos de India y, según algunos, hasta de China, llegaron a participar en discusiones con griegos, judíos, árabes, cristianos y sirios. Las discusiones comprendían una amplia gama de temas, pero la filosofía de la medicina es lo que atraía a los más. La instrucción teórica en medicina fue complementada por la práctica en un bimaristán (hospital), haciendo de los ciudadanos de Gondeshapur los mejor cuidados del mundo. El primer árabe que consiguió el título de médico, Arit. bin Kalada, fue más tarde admitido a la corte del gobernante persa Chosroes Anurshirwan y una conversación entre los dos fue registrada por los escribas. Según ellos, el médico aconsejó al gobernante que evitara el exceso de comida y de vino sin diluir, que tomara mucho agua todos los días, que evitara tener sexo mientras estaba borracho y tomar baños después de las comidas. Tuvo la reputación de haber sido uno de los primeros en recomendar enemas para tratar el estreñimiento.
Las dinastías médicas estaban bien establecidas en la ciudad cuando fue conquistada por los musulmanes en 638. Los árabes comenzaron a estudiar en las escuelas médicas de Gondeshapur y el conocimiento que adquirieron comenzó a extenderse por el imperio musulmán. Los tratados y los documentos comenzaron a difundirse. Ibn Sina y al-Razi, los dos grandes filósofos médicos del Islam, tenían plena conciencia de que sus conocimientos médicos provenían de una pequeña ciudad en Persia.
Emergió una nueva civilización islámica, en la que las artes, la literatura y la filosofía de Persia se hizo parte de una herencia común. Fue un elemento importante en la derrota por los abasidas, la facción cosmopolita persa dentro del Islam, del estrecho nacionalismo de los Omeyas árabes en 750. Su victoria reflejó que el Islam había logrado trascender el arabismo, aunque el último príncipe de los Omeyas, Abd al-Rahman, logró escapar a al-Andalus, donde fundó un califato en Córdoba. Arman tuvo que enfrentar las culturas judías y cristianas que encontró allí, y su ciudad llegó a competir con Bagdad como un centro cosmopolita.
Los sucesores del califa Umar se repartieron desde Egipto a África del Norte. Se estableció y consolidó una base en la ciudad tunecina de Kairuán y Cartago se convirtió en una ciudad musulmana. Musa bin Nusayr, el gobernador árabe de Ifriqiya (en la actualidad, Libia, Túnez y gran parte de Argelia), estableció el primer contacto con la Europa continental. Recibió promesas de apoyo y mucho aliento del Conde Julián, el Exacra de Septem (Ceuta en Marruecos). En abril de 711, el principal lugarteniente de Musa, Tarik ibn Ziyad, reunió un ejército de 7.000 hombres, y cruzó a Europa que hoy aún lleva su nombre, Jabal Tarik (o Gibraltar). Una vez más, los ejércitos musulmanes aprovecharon la impopularidad de los visigodos gobernantes. En julio, Tarik derrotó al Rey Rodrigo, y la población local se apresuró a unirse al ejército que los había librado de un gobernante opresivo. Al llegar el otoño, tanto Toledo como Córdoba habían caído. Al quedar en claro que Tarik estaba determinado a tomar toda la península, Musa bin Nusayr, envidioso, partió de Marruecos con 10.000 hombres para unirse a su victorioso subordinado en Toledo. Juntos, los dos ejércitos marcharon hacia el Norte y tomaron Zaragoza. La mayor parte de España estaba ahora bajo su control, en gran parte gracias a la negativa de la población de defender el antiguo régimen. Los dos dirigentes musulmanes planeaban cruzar los Pirineos y marchar hacia Paris. Sin embargo, en lugar de pedir permiso al Califa en Damasco, lo habían simplemente informado de su progreso. Enojado por su actitud displicente hacia la autoridad, el Comandante de los Fieles despachó mensajeros para convocar a los conquistadores de España a la capital; nunca volvieron a ver Europa. Otros continuaron la lucha, pero se había perdido el ímpetu. En la batalla de Poitiers en octubre de 732, las fuerzas de Carlos Martel marcaron el fin del primer siglo musulmán infligiendo una aleccionadora derrota a los soldados del Profeta: las bases navales continuaron en el Sur de Francia – en Niza y Marsella, por ejemplo – pero, por el momento, el Islam quedó confinado sobre todo a la península ibérica. Un siglo más tarde, los árabes conquistaron Sicilia, pero no pudieron sólo amenazar el continente. Palermo se convirtió en una ciudad con cien mezquitas; Roma siguió siendo sacrosanta. Los italianos xenófobos del Norte todavía se refieren a los sicilianos como 'árabes'.
En 958, Sancho el Gordo, abandonó su frío y ventoso castillo en el Reino de Navarra en busca de una cura para la obesidad, y fue hacia el Sur a Córdoba, capital del califato occidental y, gracias al Califa Abd al-Rahman III, el principal centro cultural de Europa. Su rival más cercano se encontraba en la distante Mesopotamia, donde un califa de otra dinastía presidía sobre Bagdad. Ambas ciudades eran famosas por sus escuelas y bibliotecas, músicos y poetas, médicos y astrónomos, ulemas y heréticos, y también por sus tabernas y bailarinas. Córdoba ganaba en el disenso. Allí, la hegemonía islámica no era impuesta por la fuerza; había habido auténticos debates entre las tres religiones, produciendo una síntesis de la que el Islam nativo se benefició considerablemente. La Gran Mezquita de Córdoba podía sólo haber sido creada por hombres que habían participado en el fermento intelectual de la ciudad. Los arquitectos que la construyeron en el siglo VIII comprendieron que debía representar una cultura opuesta a la cristiana que prefería ocupar el espacio con imágenes talladas. Se quiere que una mezquita sea un vacío: todos los caminos llevan al vacío, la realidad es afirmada a través de su negación. En el vacío, lo único que existe es la Palabra, pero en Córdoba (y no sólo allí) la Mezquita era vista también como un espacio político, en el que el Corán podía ser discutido y analizado. El filósofo-poeta Ibn Hazm se sentaba entre las columnas sagradas y reprendía a aquellos Creyentes que se negaban a demostrar la verdad de sus ideas a través de los argumentos. Le respondían a gritos que el uso de la dialéctica estaba prohibido. "¿Quién la ha prohibido?" preguntaba Ibn Hazm, implicando que esos eran los enemigos de la verdadera fe. En Bagdad hablaban medio admirados, medio atemorizados, de la "herejía andaluza".
Pasaron cientos de años antes de que esa cultura fuera obliterada. La caída de Granada, el último reino musulmán en al-Andalus, en 1492, marcó el fin de ese proceso; la primera de las soluciones finales intentadas en Europa fue la limpieza étnica de musulmanes y judíos de la península ibérica. Cuando visitó Córdoba en 1526, Carlos I de España criticó a sus sacerdotes: "Ustedes han construido lo que se puede ver en cualquier parte y han destruido lo que es único". La observación fue suficientemente generosa, pero Carlos no se había dado cuenta de que la mezquita sólo había sido preservada por la iglesia que ahora estaba a su interior.
A principios del siglo XI, el mundo islámico se extendía desde Asia Central hasta la costa del Atlántico, aunque su unidad política había sido deteriorada poco después de la victoria de los Abasíes. Emergieron tres centros del poder: Bagdad, Córdoba y el Cairo, cada cual con su propio califa. Poco después de la muerte del Profeta, el Islam se había dividido en dos facciones principales, la mayoría sunita, y la minoría shiíta. Los sunitas gobernaban en al- Andalus, Argelia y Marruecos en el Magreb, Irán, Irak y en las regiones más allá del Oxus [Amu Daria], Los califas Fatimíes habían gobernado partes de África del Norte y vivían en Túnez hasta que una fuerza expedicionaria fatimí bajo el comando del legendario general eslavo Jawar capturó Egipto, y Jawar estableció una dinastía completa con Califa y construyó una nueva ciudad – El Cairo.
Cada una de estas regiones tenía diferentes tradiciones, y cada una tenía sus propios intereses y necesidades materiales, que determinaban su política de alianzas y coexistencia con el mundo no-islámico. La religión había jugado un papel importante en la construcción del nuevo imperio, pero su rápido crecimiento había creado las condiciones para su propio desmembramiento. Bagdad, el más poderoso de los tres califatos, carecía de la fuerza militar y de la burocracia necesaria para administrar un imperio de esas dimensiones. Los cismas sectarios, especialmente una guerra de treinta años entre las facciones sunita y shiíta, también habían tenido su importancia. Los principales gobernantes, políticos y dirigentes militares en ambos campos habían muerto en los años que precedieron directamente la Primera Cruzada. "Este año," escribió el historiador Ibn Taghribirdi en 1094, "es llamado el año de la muerte de califas y comandantes". Las muertes provocaron guerras de sucesión tanto en el campo sunita como shiíta, debilitando aún más al mundo árabe. La noción de una civilización islámica monolítica y todopoderosa había dejado de tener algún peso a principios del siglo XI, y probablemente antes.
En 1099, después de un sitio de cuarenta días, los cruzados tomaron Jerusalén. La matanza duró dos días completos, al fin de los cuales casi toda la población musulmana –hombres, mujeres y niños– habían sido muertos. Los judíos combatieron con los musulmanes para defender la ciudad, pero la entrada de los cruzados causó pánico. Recordando la tradición, los miembros del consejo instruyeron a la población judía que se reuniera en la sinagoga para ofrecer una plegaria colectiva. Los cruzados rodearon el edificio, lo incendiaron y se aseguraron que se quemara hasta el último judío.
Las noticias de las matanzas se diseminaron lentamente por el mundo musulmán. El califa al- Mustazhir estaba descansando en su palacio en Bagdad cuando el venerable cadí Abu Sa'ad al- Harawi, con su cabeza totalmente rasurada en señal de duelo, irrumpió en los alojamientos reales. Había dejado Damasco tres semanas antes, y la escena que encontró en el palacio no le gustó: ¿Cómo se atreven a dormir apaciblemente a la sombra de una seguridad autosatisfecha, llevando vidas tan frívolas como las flores de un jardín, mientras sus hermanos en Siria no tienen dónde vivir fuera de las monturas de los camellos y las barrigas de los buitres? ¡Se ha derramado sangre! Hermosas muchachas han sido ultrajadas... ¿Se resignarán los valerosos árabes al insulto y aceptarán los valientes persas el deshonor... ? Nunca los musulmanes habían sido tan humillados. Nunca han sido tan salvajemente devastadas sus tierras.
Los cruzados se establecieron en la región durante el siglo XII, y muchos potentados musulmanes, imaginando que habían llegado para quedarse, comenzaron a colaborar con ellos comercial y militarmente. Unos pocos de los cruzados rompieron con el fundamentalismo cristiano e hicieron la paz con sus vecinos, pero la mayoría continuó aterrorizando a sus vasallos musulmanes y judíos, y en esa época circulaban informes sobre las violencias que ejercían. En 1171, un guerrero kurdo, Salah al-Din (Saladino), derrotó al régimen fatimí en El Cairo, y fue aclamado como Sultán de Egipto. Unos meses más tarde, al morir su patrono Nur al-Din, marchó sobre Damasco con su ejército y fue hecho su Sultán. Una tras otra todas las ciudades aceptaron su protectorado. El Califa temía que Bagdad también iba a caer bajo el hechizo del joven conquistador. Aunque nunca se planteó que asumiera el Califato propiamente tal –los califas tenían que provenir de los Quraysh y Saladino era kurdo– pudo haber alguna preocupación de que podría llegar a influenciar el Califato, como lo habían hecho anteriores sultanes. Saladino lo sabía, pero también sabía que la aristocracia siria resentía su origen kurdo y su "educación inferior"– Era mejor no provocarlos, y a otros como ellos, en una época en la que era necesaria la máxima unidad. Saladino se quedó lejos de Bagdad.
La unión de Egipto y Siria, simbolizada por las plegarias ofrecidas en nombre de un Califa único en las mezquitas de El Cairo y de Damasco, formó la base de un ataque coordinado contra los cruzados. Pacientemente, Saladino comenzó una empresa que hasta entonces había sido imposible: la creación de un ejército musulmán unificado para liberar Jerusalén. La barbarie de la Primera Cruzada le ayudó en mucho para unir a sus soldados: "¡Miren los franj!" los exhortaba. "Contemplen con que obstinación luchan por su religión mientras que nosotros, los musulmanes, no mostramos entusiasmo por hacer la guerra santa".
La larga marcha de Saladino terminó con la victoria: Jerusalén fue tomada en 1187 y volvió a ser una ciudad abierta. A los judíos se les suministraron subsidios para que reconstruyeran sus sinagogas, no se tocó a las iglesias. No se permitieron asesinatos por venganza. Como el Califa Umar quinientos años antes, Saladino proclamó la libertad de la ciudad para los fieles de todas las religiones. Pero el que no haya tomado Tiro le resultó costoso. El Papa Urbano envió la Tercera Cruzada para recuperar la Ciudad Santa, y Tiro se convirtió en la base de sus operaciones. Su líder, Ricardo Plantagenet, reocupó Acre, ejecutando a sus prisioneros y masacrando a sus habitantes. Sin embargo, no pudieron volver a tomar Jerusalén. Durante los setecientos años siguientes, con la excepción de una ocupación por los cruzados de corta duración e importancia, la ciudad siguió bajo dominación musulmana, y no se vertió sangre.
Las Cruzadas habían perturbado un mundo que ya se encontraba en paulatina decadencia. Las victorias de Saladino habían detenido ese proceso temporalmente, pero las estructuras internas del Califato habían sufrido una daño irreparable, y había nuevos invasores en camino. Un ejército mongol de Asia Central dirigido por Tamerlán sitió Bagdad en 1401, exigiendo la rendición del Califa y prometiendo que si lo hacía, se dispensaría a la ciudad. Tonto y presumido hasta el fin, el Califa rehusó, y los ejércitos mongoles saquearon la ciudad. Toda una cultura pereció al ser incendiadas las bibliotecas, y Bagdad nunca recuperó su preeminencia como la capital de la civilización islámica.
A pesar de su presencia en India, donde sus ejércitos habían penetrado por primera vez en el siglo VIII y, más tarde, en el norte –China occidental, y a pesar de sus flotas mercantes que comerciaban en el archipiélago indonesio, en China meridional, y en las costas orientales y occidentales de África, el centro de gravedad del Islam se desplazaba en el siglo XIV en la dirección del Bósforo. Los ejércitos musulmanes sitiaron cuatro veces Constantinopla, la capital del cristianismo oriental. La ciudad había sobrevivido cada vez. Pero, desde 1300 el emirato fronterizo de Anatolia comenzó a penetrar lentamente el territorio bizantino, y en 1453 se realizaron los antiguos sueños y la antigua ciudad de Bizancio adquirió su nombre actual: Estambul. Su nueve regente fue Mehmet II, cuyo antepasado, Osman, había fundado la dinastía que llevaba su nombre más de cien años antes.
La dinastía otomana inauguró su reino abriendo un nuevo frente islámico en Europa del Sudeste, cuando la civilización islámica estaba a punto de derrumbarse en la península ibérica. En el curso del siglo XIV, los otomanos tomaron Hungría, se apoderaron de los Balcanes, mordisquearon algo de Ucrania y Polonia, y amenazaron Viena. Durante los siglos XV y XVI, la mayoría de los musulmanes vivieron bajo el régimen de los imperios otomano, safawí (persa), o mogol (indio). El Sultán en Estambul era reconocido como Califa por la mayoría y se convirtió en el protector de las ciudades santas de Meca y Medina. Árabe siguió siendo el idioma religioso, pero turco se convirtió en la lengua vernácula de la Corte, utilizado por las familias gobernantes y las elites administrativas y militares en todo el Imperio, aunque la mayor parte del vocabulario religioso, científico, literario y legal fue tomado del persa y del árabe. El Estado otomano, que duraría quinientos años, reconoció y protegió los derechos de cristianos y judíos. Muchos de los judíos expulsados de España y de Portugal después de la Reconquista encontraron refugio en las tierras otomanas y una gran cantidad retornó al mundo árabe, estableciéndose no sólo en Estambul, sino también en Bagdad, El Cairo y Damasco.
Los judíos no eran los únicos refugiados privilegiados. Durante las guerras de la Reforma, protestantes alemanes, franceses y checos, que huían de los escuadrones vengativos católicos también recibieron la protección de los sultanes otomanos. En este caso, había un ulterior motivo político. El Estado otomano seguía de cerca los desarrollos en el resto de Europa, y defendía vigorosamente sus intereses mediante alianzas diplomáticas, comerciales y culturales con las principales potencias. El Papa, sin embargo, era visto con sospecha, y las revueltas contra el catolicismo eran bienvenidas en Estambul.
Los sultanes otomanos comenzaron a aparecer en el folklore europeo, a menudo satanizados y vulgarizados, pero los sultanes mismos tuvieron siempre conciencia de su papel en la geografía y la historia, como lo demuestra esta modesta carta de presentación enviada por Solimán el Magnífico, que reinó de 1520 a 1566 al soberano francés:
"Yo que soy el Sultán de Sultanes, el soberano de soberanos, el que otorga coronas a los monarcas sobre la faz de la tierra, la sombra de Dios en la Tierra, el Sultán y el señor soberano del Mar Blanco y del Mar Negro, de Rumelia y de Anatolia, del país de RUM, de Zulkadria, de Diyarkebir, de Kurdistán, de Azerbaiján, de Persia, de Damasco, de Alepo, de El Cairo, de Meca, de Medina, de Jerusalén, de toda Arabia, de Yemen, y de muchas otras tierras que mis nobles antepasados y mis gloriosos antecesores (¡que Alá ilumine sus tumbas!) conquistaron por la fuerza de sus armas y que mi Augusta Majestad ha sometido a mi espada flameante y a mi cuchilla victoriosa, Yo, Sultán Solimán Kan, hijo del Sultán Selim, hijo del Sultán Bayaceto: A ti, que eres Francisco, Rey del país de Francia."
Sin embargo, la tolerancia mostrada hacia judíos y protestante se extendía raramente, en el mejor de los casos, a los herejes dentro del Islam. Los ulemas aseguraban que el castigo fuera brutal y rápido. Para impedir las herejías salvaguardaban celosamente su monopolio de la información y del poder, oponiéndose a todas las iniciativas por importar una imprenta a Estambul. "Recuerden a Martín Lutero," advirtió el cadí al Sultán. Podía apoyarse a la Reforma porque servía para dividir el cristianismo, pero la idea misma de un Lutero musulmán era inaceptable. Los clérigos conocían la historia reciente de los comienzos del Islam y estaban determinados a que no se repitiera.
A diferencia del cristianismo, el Islam no había pasado sus primeros cien años en la marginación. Al contrario, sus primeros dirigentes se encontraron rápidamente a la cabeza de grandes imperios, y se había requerido bastante improvisación. Según algunos eruditos, la primera versión autorizada del Corán fue publicada unos treinta años después de la muerte de Mahoma, y su exactitud fue garantizada por el tercer Califa, Osman. Otros afirmaban que apareció mucho más tarde, pero las prescripciones coránicas, aunque eran bastante detalladas sobre ciertos temas, no podían suministrar el código completo de conducta social y política requerido para asegurar una hegemonía islámica. El hadit subsanó el vacío: consistía de lo que el Profeta había dicho en un determinado momento a X o a Y, que entonces lo habían pasado a Z, que había informado al autor, que por su parte registro la 'tradición'. El cristianismo había hecho algo parecido, pero lo había limitado a cuatro evangelios, suprimiendo o resolviendo contradicciones al hacerlo. Los eruditos y los escribas comenzaron a recopilar el hadit en los siglos VII y VIII, y ha habido feroces discusiones sobre la autenticidad de algunas tradiciones en particular desde entonces. Es probable que más de un 90 por ciento hayan sido inventadas.
El punto importante no es, sin embargo, su autenticidad, sino el rol político que han tenido en la sociedad islámica. Los orígenes del shiísmo, por ejemplo, vienen de disputas sobre sucesiones. Después de la muerte de Mahoma, sus compañeros eligieron a Abu Bakr como su sucesor y, después de su muerte, a Omar. Si Alí, el yerno de Mahoma, se resintió, no protestó. Su enojo fue provocado, sin embargo, por la elección del tercer Califa, Osman. Osman, del clan Omeya, representaba a la aristocracia tribal de la Meca, y su victoria molestó a la vieja guardia tradicionalista. Si el nuevo Califa hubiera sido más joven y vigoroso, podría haber logrado una reconciliación, pero Osman ya tenía más de sesenta años, un anciano apresurado, y nombró a parientes cercanos y a miembros de su clan a posiciones clanes en las provincias recién conquistadas. En 656 fue asesinado por los partidarios de Ali, después de lo cual Alí fue nombrado Califa.
Lo que siguió fue la primera guerra civil del Islam. Dos antiguos compañeros, Talha y al-Zubair, apelaron a tropas que habían sido leales a Osman a que se rebelaran contra Alí. Se les unió Aisha, la joven viuda del Profeta. Aisha, montada en un camello, exhortó a sus tropas a que derrotaran al usurpador en Basra, en lo que ha llegado a ser conocido como la Batalla del Camello, pero fue el ejército de Alí el que triunfó. Talha y al-Zubair murieron en la batalla; Aisha fue hecha prisionera y devuelta a Medina, donde fue colocada en lo que era prácticamente un arresto domiciliario. Tuvo lugar otra batalla, en la que los Omeyas fueron más hábiles que Alí. Su decisión de aceptar un arbitraje y la derrota molestaron a los duros de su propia facción, y en 661 fue asesinado fuera de una mezquita en Kufa. Su oponente, el brillante general Omeya, Muawiya, fue reconocido como Califa, pero los hijos de Alí se negaron a aceptar su autoridad y fueron derrotados y muertos en la batalla de Kerbala por el hijo de Muawiya, Yazid. Esa derrota llevó a un cisma permanente dentro del Islam. En el futuro, la facción de Ali –o shiía– creó sus propias tradiciones, dinastías y estados, de los cuales el Irán moderno es el ejemplo más destacado.
Hubiera sido sorprendente si esas guerras civiles militares e intelectuales –tradición versus contra-tradición, escuelas discrepantes de interpretación, disputas sobre la autenticidad del propio Corán –no hubieran producido una hermosa cosecha de escépticos y herejes. Lo que es notable que tantos de ellos hayan sido tolerados durante tanto tiempo. Aquellos que desafiaban el Corán eran generalmente ejecutados, pero muchos poetas, filósofos y herejes expandieron las fronteras del debate y del disenso. Los filósofos andaluces, por ejemplo, debatían usualmente dentro de los códigos del Islam, pero el cordobés del siglo XII, Ibn Rushd, ocasionalmente los transgredían. Conocido en el mundo latino como Averroes, era hijo y nieto de cadíes, y su otro abuelo había servido como Imán de la Gran Mezquita de Córdoba. Ibn Rushd mismo había sido cadí tanto en Sevilla como en Córdoba, aunque había debido huir de esta última cuando los ulemas le prohibieron entrar a la Gran Mezquita y ordenaron que se quemaran sus libros. Estos choques con la ortodoxia agudizaron su mente, pero también lo pusieron en guardia. Cuando el ilustrado Sultán Abu Yusuf le preguntó sobre la naturaleza del cielo, el astrónomo-filósofo comenzó por no responder. Abu Yusuf insistió: "¿Es una sustancia que ha existido durante toda la eternidad o tuvo un comienzo?" Sólo cuando el gobernante indicó su conciencia de la filosofía antigua, Ibn Rushd respondió explicando por qué los métodos racionalistas eran superiores al dogma religioso. Cuando el Sultán indicó que pensaba que parte de la obra de Aristóteles era oscura y que deseaba que fuera explicada, Ibn Rushd lo satisfizo con sus Comentarios, los que atrajeron la atención de teólogos cristianos y judíos. Los Comentarios sirvieron una doble función. Fueron un intento de sistematizar el vasto trabajo de Aristóteles y de introducir el racionalismo y el anti-misticismo a una nueva audiencia, pero sólo para ir más lejos y apoyar el pensamiento racional como una virtud de por sí.
Dos siglos antes, Ibn Sina (980-1037), un erudito persa conocido en el mundo latino como Avicena, estableció la base para el estudio de la lógica, la ciencia, la filosofía, la política y la medicina. Su capacidad como médico llevó a sus empleadores, los gobernantes nativos de Khurasan e Ispahán, a buscar sus consejos en asuntos políticos. A menudo, dio consejos que molestaron a sus patrocinadores, y tuvo que abandonar la ciudad apresuradamente. Su Kanun fi'l-tibb (Canon de la medicina) se convirtió en un importante texto de estudios en las escuelas de medicina en todo el mundo islámico – secciones del mismo siguen siendo utilizadas en el Irán contemporáneo. Su Kitak al-Insaf ("Libro del juicio imparcial"), que trataba de 28.000 diferentes problemas filosóficos, se perdió cuando Ispahán fue saqueada durante su vida, por un potentado rival: había depositado su única copia en la biblioteca local.
Las historias de Ibn Hazm, Ibn Sina e Ibn Rushd demuestran el potencial del pensamiento semioficial durante los primeros quinientos años del Islam. Los últimos dos, en particular, rozaron las restricciones de la ortodoxia religiosa, pero como Galileo más tarde, prefirieron continuar con su trabajo en lugar de escoger el martirio. Otros, sin embargo, fueron más abiertos. El hereje del siglo IX, Ibn al-Rawandi, escribió varios libros que ponían en duda los principios básicos del monoteísmo. La secta Mu'tazilite, a la que solía pertenecer, creía que era posible combinar el racionalismo y la creencia en un Dios. Ponían en duda la Revelación, rechazaban la predestinación, insistían en que el Corán era un libro creado y no revelado, y criticaban la calidad de su composición, su falta de elocuencia y la impureza de su lenguaje. Sólo la Razón dictaba la obligación hacia Dios. Ibn al-Rawaindi fue aún más lejos, argumentando que el dogma religioso era siempre inferior a la razón, porque sólo a través de la razón se podía llegar a la integridad y a la talla moral. La ferocidad de su ataque sorprendió primero, pero luego unió a los teólogos islámicos y judíos, que lo denunciaron despiadadamente. Ninguno de sus trabajos originales ha sobrevivido, y sabemos de él y de sus escritos sobre todo a través de los intentos de sus críticos musulmanes y judíos de refutar sus herejías. Sin embargo, también hace una notable aparición en la obra del poeta-filósofo Abu al- Ala al-Ma'ari (973-1058), cuyo poema épico Risalat al-Ghufran ("Tratado sobre el Perdón"), situado en el Paraíso y en el Infierno, menciona a Ibn al-Rawandi amonestando a Dios: "No distribuiste los medios de vida a tus criaturas como un borracho que revela su grosería. Si un ser humano hubiera hecho una tal división, le habríamos dicho; "¡Mentiroso! ¡Que te sirva de lección!"
Los guardianes del Islam durante el período otomano conocían bien esta historia y estaban determinados a impedir todo desafío a la ortodoxia musulmana. Esto tal vez preservó la dinastía, pero hundió al Imperio. Al mantener a raya las invenciones, las ideologías y los adelantos científicos europeos occidentales, los clérigos sellaron la suerte del califato. Pero desde el punto de vista de la mayoría de los musulmanes, los otomanos habían preservado el patrimonio islámico, ampliado las fronteras de su religión, y, en el Oriente árabe, creado una nueva síntesis: una cultura otomana árabe que unió a toda la región mediante una burocracia estatal que dirigía una administración y un sistema financiero comunes. El estado otomano, como otros imperios musulmanes del período, se caracterizó por tres rasgos básicos: la ausencia de propiedad privada en el campo, donde el cultivador no era propietario y el propietario (el estado) no cultivaba; la existencia de una poderosa elite burocrática no-hereditaria en los centros administrativos; y un ejército profesional, entrenado con un componente esclavo.
Al abolir la aristocracia tribal tradicional y al prohibir la propiedad de los bienes raíces, los otomanos habían preservado su posición como la única dinastía en el Imperio, y el único depositario de un poder casi divino. Para combatir las amenazas dinásticas, crearon un servicio público reclutado de todas partes del Imperio. El sistema devshirme obligaba a las familias cristianas en los Balcanes y en otros sitios a separarse de un hijo, que se convertía en propiedad del estado. Era hospedado, alimentado y educado hasta que tenía la edad suficiente para entrenarlo en la academia como soldado o burócrata. Así, los circasianos, albaneses, eslavos, griegos, armenios, y hasta los italianos, llegaron a ocupar los puestos más elevados del Imperio.
La tradicional hostilidad al arado determinó la preferencia urbana de las dinastías que gobernaron amplios sectores del mundo islámico, pero ¿hasta qué punto fue responsable también esta actitud por la ausencia de formas de propiedad privada rural? Esto no fue un fenómeno local; ninguno de los califatos favoreció la creación de terratenientes o de propiedad campesina o la existencia de tierras comunitarias. Cualquier combinación hubiera contribuido a la formación de capital, lo que podría haber llevado a la industrialización, como lo hizo más adelante en Europa Occidental. Las sofisticadas técnicas agrícolas utilizadas por los árabes en España pueden ser consideradas como pruebas de que el trabajo en el campo no era tabú, pero esas técnicas se limitaban generalmente a tierras que rodeaban las ciudades, donde el cultivo era intenso y realizado por la gente de la ciudad. La tierra rural era arrendada al estado por intermediarios, quienes por su parte contrataban a campesinos para que la trabajaran. Muchos de los intermediarios se hicieron ricos, pero vivían y gastaban su dinero en las ciudades. En Europa Occidental, las peculiaridades del sistema feudal – la relativa autonomía que tenían las comunidades aldeanas organizadas alrededor de tierras comunitarias, combinada con las soberanías limitadas pero reales de vasallos, señores y señores feudales – fomentaban el crecimiento de pueblos pequeños en la Edad Media. El campo seguía dominando, pero el poder político era el poder feudal – es decir, no estaba centralizado. En las ciudades, el comercio y la manufactura estaban controlados por los gremios. En este sistema se encuentran los orígenes del capitalismo moderno. La subordinación del campo en el mundo islámico, con su estructura política rígidamente dinástica dependiente de una turbulenta casta militar, significaba que los califatos no podían resistir el desafío político y económico presentado por Europa Occidental. Impulsos nacionalistas radicales ya comenzaron a desarrollarse en las tierras otomanas a fines del siglo XVIII, cuando oficiales turcos, influenciados por la Revolución Francesa y, mucho más tarde, por Comte, comenzaron a complotar contra el régimen en Estambul. La razón principal por la que los otomanos lograron tambalearse hasta la Primera Guerra Mundial es que los tres buitres que vigilaban a su presa – el Imperio Británico, la Rusia zarista y los Habsburgos – no pudieron ponerse de acuerdo sobre la repartición de los despojos. Parecía que la única solución era mantener al Imperio sobre sus rodillas.
La Primera Guerra Mundial terminó con la derrota de los otomanos, que se habían alineado con el Káiser. Cuando las potencias triunfantes estaban discutiendo cómo dividir su botín, una fuerza nacionalista turca dirigida por Kemal Pasha (más tarde Atarurk) reivindicó lo que ahora es Turquía, impidiendo que los británicos entregaran Estambul a los griegos. Por primera vez en su historia, gracias a Ataturk, el Islam no tenía ni un califa, ni siquiera un pretendiente. Gran Bretaña hubiera preferido derrotar y librarse de Ataturk, y mantener al Califa, que se hubiera convertido en un jubilado del imperialismo, mantenido para su uso en ocasiones ceremoniales, como el último mogol en Delhi antes del Motín de 1857. Fue el descubrimiento del oro negro bajo el desierto árabe el que ofreció a la antigua religión los medios para reanimar su cultura mientras Gran Bretaña creaba nuevos sultanes y emires para salvaguardar su más reciente y más preciosa materia prima. Durante todo el siglo XX, Occidente, para proteger sus propios intereses económicos, apoyó a los supervivientes más atrasados, despóticos y reaccionarios del pasado, contribuyendo a derrotar toda forma de secularismo. Como sabemos, la historia no ha terminado.
6 de febrero de 2002
Tariq Ali escribe frecuentemente para
CounterPunch. Es autor de "La mujer de piedra". Su nuevo libro "El choque de los fundamentalismos," será publicado en abril por Verso.