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Medio Oriente

30 de mayo del 2002

Un mar de contradicciones

La crisis sin fin de la izquierda europea
Gennaro Carotenuto

El trágico y grotesco caso de los 13 palestinos expulsados desde Belén es la última muestra de la pequeñez política de la Unión Europea (UE), de la profunda crisis de identidad de la izquierda moderada y de la grave parálisis política de Francia y Alemania, los países que fueron los ejes de la Unión.

Parecía algo sencillo: frente a un acuerdo tomado en conjunto entre la UE, Estados Unidos, el gobierno de Ariel Sharon y la Autoridad Nacional Palestina, los países de la Unión se hacían cargo del asilo de los 13 combatientes de Al Fatah, Al Aqsa y Hamas. Era el inicio de una comedia en la cual todos intentaban huir de su responsabilidad. Develó que el asilo ya no es visto como la aplicación de un derecho humano y que el ingreso de supuestos terroristas es un ablandamiento intolerable del clima xenófobo que se vive en toda Europa.
Frente a la escandalosa retirada de Francia, Alemania y Gran Bretaña, los únicos que asumieron responsabilidades, para solucionar el caso, fueron José María Aznar y Silvio Berlusconi. Hasta Francia se olvidó de que fue la patria de los derechos humanos cuando hace falta coquetear con los votantes en período electoral. Ninguna voz de la Europa democrática se ha levantado de manera clara para denunciar el hecho de que un continente entero tardó dos semanas en resolver -y lo hizo muy mal- el problema de recibir a 13 combatientes palestinos. Recuerda el caso del dirigente kurdo Abdullah Ocalan, quien en 1998 llegó a Europa a pedir asilo y a abrir un proceso de paz, para ser traicionado y entregado al gobierno turco que desde entonces lo mantiene en un calabozo.
LA IZQUIERDA MODERNIZADORA
Parece que han pasado siglos desde que Alain Krivine, el líder histórico de la izquierda trotskista francesa, sumó 240 mil votos en las elecciones presidenciales de 1969, hasta que sus herederos, Arlette Laguiller y Olivier Besancenot, superaron en conjunto el 10 por ciento en la primera ronda de las presidenciales de abril. Con el correr del tiempo, aquel día de noviembre del 1989 -cuando se vino abajo, con el muro de Berlín, el campo socialista- parece más actual que nunca. Si Krivine, Laguiller y Besancenot son parte de la historia moderna de la izquierda radical y revolucionaria, estos treinta años caracterizan el ascenso y la caída de la izquierda.
Ésta nació de la intuición de François Mitterrand, que juntó a comienzos de los años setenta en el nuevo Partido Socialista, la sección francesa de la Internacional Obrera, nacida en 1905, a radicales y republicanos, y hasta elementos de origen socialcristiano, como el prestigioso Jacques Delors, después ministro de Finanzas y presidente de la Comisión Europea. La intuición de Mitterrand estaba en ganarle al Partido Comunista la hegemonía en la izquierda, y cooperar con éste, desde una posición predominante, en el gobierno del país.
La época mitterrandista, de reformismo y nacionalizaciones inicialmente y de neogaullismo después, aparece soldada con la época de oro de la otra gran figura socialdemócrata europea, la de Felipe González. Éste -con el griego Andreas Papandreu y el italiano Bettino Craxi-, en 1981, el año en el cual Mitterrand alcanza la presidencia de la república, llegó al gobierno cumpliendo la primera fase de la transición española. Las diferencias entre González y Craxi no impidieron una coincidencia con el demócrata cristiano Helmut Kohl en materia de euromisiles, lanzando a Estados Unidos una señal clara de confiabilidad. Era una izquierda modernizadora que incidió sobre un electorado con rasgos todavía tradicionales y de fuerte arraigo en el movimiento obrero. Pero el mundo cambia rápidamente. En Gran Bretaña la ferocidad neoliberal de Margaret Thatcher estaba barriendo décadas de conquistas y en Italia la "marcha de los 40 mil", contra los sindicatos, ofreció a Craxi la posibilidad de imponerse a raíz de su enemistad con el Partido Comunista.
Empezarían años de éxitos y renovación tras los cuales poco quedó de las tradiciones del movimiento obrero. Si Craxi fue rápidamente hundido por los escándalos de corrupción, la larga permanencia de Mitterrand y Papandreu preludió a la nueva generación que tomó el poder en los noventa: Gerhard Schröder, Romano Prodi, Anthony Blair, Lionel Jospin. Fue la ilusión de la tercera vía, que legitimaba a la derecha liberal y de la cual no consigue diferenciarse, abriendo huecos en el electorado de izquierda.
Es simbólica en este contexto la decisión del ps francés de apoyar a Chirac en la segunda vuelta contra Jean-Marie Le Pen. Si políticamente no había muchas posibilidades, el hecho tiene consecuencias. De un lado, la izquierda abdicó de la posibilidad de criticar radicalmente a Chirac. Del otro, siguió proponiéndose como garante, gestora y conservadora del sistema. Una muestra de pragmatismo, que desnuda su renuncia a la vocación por el cambio social.
QUIEBRE CULTURAL
Los electores de los partidos de izquierda han cambiado en los últimos 30 años. Cada vez más, partidos como el ps francés, el psoe español, la spd alemana, los ds italianos, el new labour inglés, representan a la burguesía ilustrada, a docentes, empleados públicos y profesionales. Gente que se reconoce en el estado de derecho y en la defensa de este último como valor supremo de la convivencia civil, que está satisfecha con su destino personal y no concibe ningún tipo de cambio en su horizonte societal. Y a los sindicatos, desde la derecha, se les reprocha la defensa de los excluidos.
En Francia, más allá de la fidelidad republicana, el voto a Chirac es hijo de visiones estereotipadas. Si la lectura de la primera ronda francesa gira en torno al crecimiento de la extrema derecha, entonces probablemente la respuesta dada por Jospin y los suyos es adecuada. Pero si aparece como más ajustada la interpretación de que la extrema derecha, sin crecer, se beneficia de la crisis de la izquierda, entonces la legitimación a Chirac no ayuda a interpretar cómo el voto por Le Pen fue generado por la continua pérdida de consenso entre las clases obreras y populares. Éstas han visto crecer su inseguridad en todos los frentes, empezando por la flexibilización laboral. Éste es el verdadero quiebre cultural entre las izquierdas de gobierno y la historia del movimiento obrero. Durante 150 años, la defensa y la seguridad del trabajo y la búsqueda de la plena ocupación han sido un patrimonio fundamental. El ajuste a la lógica neoliberal, también en este campo, no ha sido ni explicado ni entendido por los trabajadores, tocando un aspecto fundamental del "contrato social", que genera fundados -y razonables- temores.
Y si la razón de la política, desde Hobbes en adelante, es la necesidad de dar respuestas a los miedos de la sociedad, entonces la izquierda de gobierno ha subvalorado la variable flexibilidad, introduciendo un miedo del cual las derechas se benefician por partida doble. En primer lugar, porque favorece políticas neoliberales y, en segundo lugar, porque el deterioro creado por el neoliberalismo en su conjunto, catalizando los miedos de la sociedad, y en particular de las partes más desprotegidas, hacen el juego a la derecha en un contexto donde las tradicionales respuestas de izquierda aparecen inadecuadas y percibidas como conservación del sistema.
FRACASO POR IZQUIERDA
El futuro que dibuja la secuencia de derrotas electorales de los últimos años, y la derechización marcada de algunas izquierdas, como la inglesa, sería irreconocible por los grandes líderes de las décadas pasadas -Willy Brandt, Olof Palme y Enrico Berlinguer-: una izquierda que representa a las clases medias y unas clases populares que se sienten representadas por la derecha extrema. Es el divorcio entre clase y política: un cambio cultural de largo aliento y, al mismo tiempo, una contradicción.
La lógica del 11 de setiembre, que para los que fueron marxistas se consagró cuando la otan en enero de 1999 fue transformada por gobiernos de centro-izquierda en alianza ofensiva, impide volver atrás. Las lógicas conjuntas del pecado original marxista, del consenso de Washington y de la política despojada de la ideología -vale decir asumiendo la ideología neoliberal- filtrada por sondeos y encuestas, que siempre apuntan a los humores más negros y menos solidarios de la opinión pública, impiden o hacen muy difíciles los acercamientos con la izquierda radical y los movimientos sociales que han encontrado un espacio político importante. Un espacio político que no quiere desgastarse en una lógica de gobierno, y que es otro síntoma del fracaso de una izquierda que olvidó sus razones y su papel histórico.