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Medio Oriente

26 de abril del 2002

Un proyecto de colonización basado en mentiras

M. Shahid Alam
Counterpunch
Traducido para Rebelión por Germán Leyens

No es una vida fácil cuando hay que vivirla, defenderla, justificarla, día tras día, a todas horas, ante el mundo y ante el banquillo de la propia conciencia -utilizando mentiras, encubrimientos, engaños y sofistería.
Pero ésta ha sido la carga que han tenido que sobrellevar los sionistas desde que concibieron su plan de un estado colonial de asentamientos en Palestina, mientras ejecutaban ese plan con el respaldo de las potencias imperialistas -mediante guerras, matanzas y limpieza étnica- y más tarde, persistiendo en sus planes de desposeer a los palestinos de los últimos fragmentos de sus derechos y su patrimonio cuyas raíces cananeas eran anteriores a Isaías, Ezequiel, David y Moisés.
En la época del colonialismo, cuando los europeos eran la raza superior, y por ese derecho indiscutido colonizaban, esclavizaban, explotaban y 'mejoraban' las razas inferiores de Asia y África, fue un juego de niños para los sionistas salirse con la suya con su sarta de mentiras. El objetivo sionista era poseer Palestina, donde podrían establecer un estado exclusivo para judíos europeos. Para llegar a poseer Palestina, debían desposeer a los palestinos.
En esa época no era difícil vender la idea. Es cierto que los judíos no eran miembros de la raza superior europea, o si lo eran a través de siglos de asimilación, los europeos no lo reconocían. Y sin embargo, era un pueblo bíblico: Jesús surgió de su especie elegida. En la jerarquía europea de razas y pueblos, esto los colocaba bien por encima de los habitantes árabes de Palestina. Los judíos eran israelitas, hijos de Jacobo, 'hijo del espíritu,' mientras que los árabes eran ismaelitas, hijos de Agar, una esclava egipcia. Como dijo Juan, los descendientes de Agar eran inferiores, 'hijos de la carne'.
Es lo que determinó el discurso de los sionistas. Era un pueblo bíblico, un pueblo antiguo -los únicos y originales habitantes de Palestina -que había preservado sus tradiciones y, lo que es más importante, su pureza racial durante más de dos mil años de estadía en Europa. Pero era un pueblo sin tierra: su estadía en Europa fue un exilio de la tierra que el Dios de judíos y cristianos les prometiera. Había llegado el momento de que terminara su exilio ayudándoles a retornar a Palestina, un país que solía ser de leche y miel, pero que había declinado desde su partida hasta convertirse en un páramo -un desierto habitado ahora por salvajes tribus beduinas, anodinos aborígenes sin importancia.
Todo esto fue inteligentemente capturado en la engañosa consigna, acuñada por primera vez por Israel Zangwill en 1897: "tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra". Se convirtió en el ángulo central de la propaganda sionista. A diferencia de otros colonialistas, que justificaban sus conquistas con sus intenciones de mejorar la población nativa, los colonos sionistas mejorarían la tierra, ya que no había gente que mejorar en Palestina. Más tarde, Israel se justificaría afirmando que había hecho florecer los desiertos. Y esas flores fueron plantadas donde solían estar los hogares y las aldeas de los palestinos.
Cuando se señalaba que Palestina no estaba vacía, que tenía cerca de un millón de habitantes, los sionistas imponían dos afirmaciones, la una mítica, la otra secular, para asegurarse de que no dejaban ningún cabo suelto. Había sido su dios en persona el que les había prometido Palestina. Ya que este dios, más adelante, resultó ser el Dios de los cristianos, se garantizaba que ese argumento recibiría una recepción favorable entre los que seguían creyendo fuertemente en las historias bíblicas. Tenía otra ventaja para los fieles. Según Henry Cabot Lodge, un senador de Massachussets durante los años 20, el control turco sobre la Tierra Santa era "uno de los grandes borrones en la faz de la civilización, que debería ser eliminado".
Se presentaba una versión modificada de esta narración a los de mentalidad secular. Los judíos tenían un derecho histórico a Palestina: el adjetivo 'histórico' posee casi el mismo peso para el secular que 'divino' para los creyentes. La lógica era extraña. Nadie se atrevería a soñar que se pudiera presentar semejante pretensión en un tribunal: que aquellos que una vez compartieron el derecho a un trozo de tierra -y eso hace más de dos mil años- tuvieran derechos más sólidos que aquellos que la poseen ahora y la han tenido durante miles de años. Pero la lógica no interesa. En este caso los que presentaban esos argumentos tenían una afinidad con los europeos, y el lado contrario era una raza bárbara, salvaje. Nadie preguntó tampoco si los que querían 'retornar' eran realmente los descendientes de los que se habían ido.
Cuando tan contundentes argumentos se sumaron a su influencia financiera y política -y quién puede negarles el crédito que merecen por esa influencia- los sionistas conquistaron el apoyo simultáneo de dos potencias imperialistas. En 1917, Gran Bretaña se comprometió a crear un hogar nacional para los judíos en Palestina, un compromiso que también tenía la bendición de Estados Unidos. Después de esto, los palestinos no tuvieron escape. El proyecto sionista podía haber fracasado sólo si no encontraba aceptación entre los judíos. Primero parecía que los palestinos tendrían suerte. La mayor parte de los emigrantes judíos preferían los pastos más verdes de las Américas a los primeros asentamientos sionistas en Palestina.
Todo eso lo cambió Hitler. Una vez que los nazis llegaron al poder, y comenzaron su avance por Europa, la inmigración judía a Palestina, que no había sido más que un goteo durante los años 20, se convirtió en un torrente durante los años 30. Cuando los palestinos opusieron resistencia a la colonización de su país, fueron brutalmente reprimidos, y pronto grandes extensiones estuvieron bajo el efectivo control de inmigrantes judíos. En 1948, las Naciones Unidas -en las que la presión de EE.UU. sirvió para ganar votos- intervinieron con un plan de partición. Entregaron un 55 por ciento de la Palestina histórica a Israel, incluyendo la mayor parte de la zona costera y las mejores tierras agrícolas, aunque los judíos formaban sólo un 31 por ciento de la población y poseían menos de un 7 por ciento de la tierra.
Esto llevó a la guerra -o lo que describen de esa manera. La fuerza palestina ya había sido aplastada por los británicos entre 1935 y 1939, y los ejércitos árabes que se opusieron a la creación de Israel estaban mal entrenados, mal dirigidos -superados en número, -sí fueron superados en número- y no tenían un comando conjunto. Como resultado, Israel venció en la guerra, y terminó controlando un 78 por ciento de la Palestina histórica, después de haber expulsado a 800.000 palestinos de las áreas que controlaban. En la primera guerra israelí-árabe, los sionistas casi lograron su objetivo. El resto de Palestina, formado por Cisjordania y Haza- que había pasado a ser controlado por Jordania y Egipto- fue conquistado en 1967.
Una vez que Israel se convirtió en una realidad, había que exonerarlo: tenía que ser distanciado de los métodos colonialistas utilizados para crearlo. La verdad sobre su fundación fue astutamente invertida. Un estado colonial de asentamientos que fue establecido por los poderes imperiales, y cuya fundación estaba basada en el desposeimiento de los palestinos, fue presentado ahora como un país recién liberado, en la misma categoría que India e Indonesia, que ya habían conquistado su independencia de la ocupación colonial. La lucha sionista fue tanto más heroica porque, a diferencia de India e Indonesia, también habían tenido que derrotar a los fanáticos vecinos árabes, que no estaban dispuestos a aceptar la existencia de Israel.
No le fue demasiado difícil a Israel lograr esa mutación de beligerante a víctima, por lo menos para las audiencias occidentales que habían sido cómplices en la empresa sionista. Esta mutación fue lograda y sostenida mediante las películas, los medios de comunicación y la manipulación. Fue dirigida desde Estados Unidos, donde la comunidad judía había crecido hasta lograr una influencia considerable sobre los medios, el Congreso, y la Presidencia. Irónicamente, el terror nazi había hecho dos contribuciones vitales a la creación de Israel. Al avivar la emigración judía de Europa, otorgó a Israel la población que necesitaba para crear un estado exclusivamente judío. Un flujo similar y simultáneo hacia el oeste fortaleció el poder de la comunidad judía en Estados Unidos -el nuevo estado hegemónico cuyos recursos y poder se convertirían en uno de los apoyos más importantes de Israel en su proyecto colonizador.
Los sionistas aprovecharon el Holocausto en su campaña de protección de Israel contra sus críticos. Como nunca antes, el Holocausto había creado un fondo de simpatía para los judíos, simpatía que nacía del sentimiento de culpa. Este capital del Holocausto no fue sólo conservado mediante una interminable conmemoración -en películas, los medios, y los museos- sino, lo que es más importante, fue profundizado con la afirmación que sus horrores habían sido únicos en la historia. Nunca antes un pueblo había sido elegido para su total exterminación, y nunca antes habían confrontado la muerte por incineración. Como supervivientes del mayor, más excepcional crimen contra la humanidad, los judíos e Israel podían reivindicar varias ventajas, todas las cuales serían sistemáticamente utilizadas contra sus víctimas: los palestinos.
Con una predecible regularidad, el capital del Holocausto fue utilizado para ahogar cualquiera discusión de la injusticia israelí contra los palestinos. Occidente había sido cómplice, directa e indirectamente, del Holocausto, el más excepcional de todos los crímenes. Y ya que su culpa y su remordimiento por el crimen eran correspondientemente profundos, esto pudo ser explotado por el bien de Israel. En las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, hubo pocos occidentales que se atrevieran a ver más allá de su culpa; las películas y los medios se aseguraban que el tiempo no disminuyera esos sentimientos de culpa. Y aquellos que se atrevían eran rápidamente amordazados con acusaciones de antisemitismo. El capital del Holocausto fue utilizado para hacer insostenibles las protestas palestinas por su persecución. Se convirtió en una imposibilidad lógica. Los judíos -y por lo tanto Israel- eran las súper víctimas, que eclipsaban por completo a todas las demás. ¿Cómo, entonces, podía un pueblo pretender que era víctima de los judíos? Se convirtió en una contradicción lógica afirmar que era la víctima de las súper víctimas del orbe. A los palestinos no les quedó ni la más remota posibilidad: sus quejas jamás serían escuchadas en el tribunal de la opinión occidental. No bastaba con que a los palestinos se les negara la calidad de víctimas: el poder de la súper víctima fue utilizada para denunciarlos. Los palestinos no pudieron hacer valer ningún derecho -ni a su tierra, ni a su libertad, ni a su dignidad- si iba en contra de los intereses o necesidades de las súper víctimas. Los palestinos habían actuado de manera inmoral al tratar de restringir la libre inmigración de judíos, que huían de la persecución, y cuya huída era su única alternativa a los campos nazis de la muerte. Al negarse a compartir su tierra con los judíos los palestinos habían, en realidad, contribuido a su exterminación. En otras palabras, la existencia misma de los palestinos -por lo menos entre los años 30 y los 40- provocaba acusaciones de inmoralidad.
Cuando lo exigía la ocasión, la calidad de víctima de Israel era también utilizada para justificar la violencia contra los palestinos. Después de todo, argumentaban los israelíes, somos las víctimas del crimen más grande, más excepcional de la historia: nada de lo que hagamos podrá llegar ni siquiera cerca. Entre otros, esa lógica fue empleada por Chaim Weizmann, el primer presidente de Israel, cuando protestó contra las débiles protestas occidentales por la situación difícil de los refugiados palestinos. El problema de los refugiados palestinos, afirmó, no era nada en comparación con el asesinato de seis millones de judíos.
Una vez que se eligió a los palestinos para que soportaran la carga del Holocausto -habían contribuido a su realización, y debían pagar por haberlo hecho- el caso en su contra se cerró: por lo menos ante el banquillo de la razón occidental, cuyos grandes pensadores han tenido siempre el placer de defender los mayores crímenes de sus sociedades. Las conquistas occidentales, las exterminaciones y la esclavización de pueblos enteros, las sangrientas guerras que impusieron a pueblos distantes, el maltrato de continentes enteros: todo se perdonaba, se encubría en nombre de la civilización de la Cristiandad, de la modernidad, y de la revolución. También los palestinos habían sido elegidos para la extinción: había que hacerlos desaparecer para hacerle lugar a un pueblo que luchaba por objetivos más elevados, un pueblo elegido, que había sido la víctima de otras razas elegidas. Después de esto, la demonización de los palestinos fue cosa fácil. En primer lugar demolieron el derecho al retorno de los palestinos con unos pocos atrevidos martillazos. Se habían ido porque les ordenaron hacerlo, para que los ejércitos árabes pudieran movilizarse rápido contra las áreas pobladas por judíos. Ya que se habían ido por su propia decisión - habían perdido el derecho al retorno, o toda compensación por la propiedad que habían abandonado. Esa invención se convirtió en folclore, no sólo en Israel y entre los judíos, sino también en Estados Unidos y en gran parte de Europa. Nadie preguntó si los ejércitos árabes habían realmente ordenado a los palestinos que huyeran: nadie lo preguntó porque esas órdenes jamás existieron. Nadie preguntó si hay un pueblo que abandonaría sus hogares, sus aldeas, y sus ciudades, si no se veía enfrentado al terror. Nadie preguntó porque ésa fue la alternativa que le ofrecieron la Haganá, el Irgún y la Banda Stern.
El rechazo árabe de la partición de Palestina fue una prueba positiva de su hostilidad innata hacia los judíos. Los árabes habían atacado a Israel porque eran asesinos y fanáticos musulmanes que odiaban a los judíos y a los cristianos; eran feudales y se sentían amenazados por una sociedad basada en fundamentos modernos. A nadie se le ocurrió jamás -en Israel, en Estados Unidos, o en Gran Bretaña- que los árabes habían hecho lo que hubiera hecho todo pueblo confrontado con la conquista-defenderse. Pero ese derecho elemental no valía para un pueblo tan deshumanizado como los árabes.
La presencia de palestinos en campos de refugiados demostraba la intransigencia árabe y, no hay que olvidarlo, su perversidad. Las guerras siempre han generado refugiados, pero los refugiados no se quedan en campos de refugiados: siempre han sido absorbidos por los países anfitriones. Si los palestinos siguen viviendo en campos de refugiados -en Jordania, el Líbano, Egipto y Siria- es porque esos países árabes los han utilizado como peones en su campaña contra Israel. Los palestinos también han cooperado en ese ruin juego al negarse a abandonar los campos.
El engaño y la ironía de este argumento no fueron comprendidos por las audiencias occidentales. Un millón de palestinos había sido convertido en refugiados, no porque hubiera guerras: eran refugiados porque se les había obligado a irse de sus hogares en un programa de limpieza étnica. Nadie preguntaba a los sionistas si ellos tenían alguna responsabilidad por la perpetuación del problema de los refugiados palestinos -que se estaban pudriendo en los campos de refugiados porque se les negaba el derecho, garantizado por el derecho internacional, de volver a sus hogares. La guerra que los había llevado a huir de sus hogares ya había terminado: ¿por qué no podían retornar?
Había otra ironía, tal vez aún más profunda. Los sionistas exigían que el problema de los refugiados palestinos fuese solucionado por los países árabes: ellos los albergaban, así que ellos debían absorberlos. Y, sin embargo, los sionistas no habían exigido los mismos derechos para los judíos europeos, que vivieron en Europa durante dos mil años, tal vez más, y que eran casi todos descendientes de europeos. En lugar de hacerlo, habían argumentado que las comunidades judías -que habían vivido durante siglos en Gran Bretaña, Rusia, Ucrania, España, Grecia y Bulgaria- eran un pueblo diferente que debía tener una patria separada. Y esa patria - para un pueblo europeo- no debía ser fundada en Europa, sino en Palestina.
Cuando Arafat se negó a aceptar las migajas que le ofrecieron en Camp David en julio de 2000, nació una nueva mentira: la mentira que Arafat había abandonado una "oferta extremadamente generosa" que daba a los palestinos un 90 por ciento de Cisjordania y de Gaza. La oferta hecha en Camp David fue definitivamente muy generosa. Pero generosa hacia Israel, ya que Israel retendría el control sobre las fronteras de Cisjordania y Gaza, sus recursos hidráulicos, su espacio aéreo, y casi toda la ciudad vieja de Jerusalén. Israel también conservaría la mayor parte de los asentamientos, junto con las comunicaciones por carretera con Israel, que los palestinos podrían cruzar sólo con permisos especiales.
Se estaba pidiendo a los palestinos que legalizaran su dependencia -su sometimiento a Israel- en un nuevo sistema de apartheid auspiciado y protegido por Estados Unidos.
Y a pesar de eso los comentaristas estadounidenses han hecho rechinar sus dientes ante la estupidez que llevó a Arafat a rechazar una "oferta tan generosa". Fue ciertamente una oferta generosa -la oferta más generosa que Israel haya jamás hecho. Y fue generosa precisamente porque Israel nunca antes había ofrecido algo a los palestinos: sólo la ocupación, la violación de sus derechos, la confiscación de sus tierras, la demolición de sus casas, arrestos, torturas y ejecuciones. No era una mentira. Fue la oferta más generosa jamás hecha por Israel.
Una vez que comenzó la segunda Intifada, y los palestinos habían vuelto a salir a las calles, lanzando piedras a los blindados israelíes, las Fuerzas de Defensa de Israel [IDF - el ejército israelí] respondieron como era de esperar. En la primera semana, mataron a más de cien palestinos, muchos de ellos niños. Sin embargo, esto no constituía ningún problema para los israelíes. Cuando el mundo se dio cuenta, acusaron en forma experta a sus padres. Sacrificaban a sus niños para lograr publicidad barata. Los medios estadounidenses comenzaron de inmediato a repetir esas abyectas acusaciones.
Y así han persistido las mentiras, los engaños y la sofistería empleados para derrotar a los palestinos. Y por cierto, se han multiplicado y metamorfoseado para adaptarse al cambio de circunstancias, a las necesidades cambiantes de un proyecto anacrónico de colonización. En cuanto se anuncian esas mentiras -por parte de los funcionarios israelíes o los medios israelíes- son tomadas por mil expertos, presentadores, reporteros y columnistas estadounidenses, tomadas y circuladas palabra por palabra. Penetran rápidamente el discurso público estadounidense, santificadas por escritores de las páginas de opinión, agitadas en las audiencias del Congreso, y anunciadas con bombos y platillos por los que tienen esperanzas de llegar a ser Presidente. Los mitos desplazan a la historia.
Como las historias bíblicas -del asesinato de Caín, la maldición de Cam, el abandono de Agar - que han servido de base a generaciones de ideologías asesinas, los mitos creados por los colonizadores sionistas han matado a árabes, judíos y también a unos pocos estadounidenses. Mientras esos mitos sean alimentados y propagados, mientras substituyan la historia, continuarán asesinando. Pueden terminar por matar nuestra esperanza más querida -la esperanza de un mundo mejor, de un solo mundo, unido, que sirva a toda la humanidad. Hay que oponerse a esos mitos antes que destruyan nuestra humanidad, cada por casa, campo por campo, ciudad por ciudad, como lo están haciendo ahora, en Nablus, Tulkarem, Qalqiliya, Ramala, Belén y Yenín.
18 de abril, 2002
M. Shahid Alam es profesor en la Universidad del Noreste, Boston. Su libro más reciente,Poverty from the Wealth of Nations fue publicado por Palgrave (2000). Su correo es: m.alam@neu.edu
Copyright: M. Shahid Alam


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