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Medio Oriente

8 de octubre del 2002

Chatila: la vida extraterrestre

Santiago Alba Rico

El poder de los media se asienta sobre el espejismo de la eternidad. Las peores noticias nos tranquilizan; los titulares más amenazadores nos fortalecen. Abordamos impacientes los periódicos y la televisión, como instrumentos aparentemente objetivos a la orilla de los acontecimientos, menos guiados por nuestra sed de información que acariciados por la idea de que garantizan la indestructibilidad del mundo y la inmortalidad de los hombres, de tal manera que, al día siguiente de la extinción de la Humanidad y de la destrucción del planeta, The New York Times, El País y el telediario darán normalmente la noticia y nosotros la oiremos normalmente arrellenados en nuestro sillón. Nada nos protege mejor de la pugnacidad de las cosas, del calor vinculante de los acontecimientos, que el hecho de conocerlos a través de la televisión.
La certeza casi orgánica de que hay una imagen para todo, de que dondequiera que haya algo hay una cámara, de que pertenece a la naturaleza de las cosas florecer sólo en la pantalla, transporta la ilusión suicida de que, allí donde no están aseguradas la vida ni la tierra ni la dignidad, está asegurada, en cualquier caso, la mirada. Miramos, nos miramos, desde el más allá de la imagen analógico-numérica, a salvo de la inconsistencia, insignificancia y fugacidad de la condición humana. Nuestro ojo, como el de Dios, se ha separado hasta tal punto de nuestra existencia que domina ya un mundo virtualmente vacío; sobrevuela confiado, invulnerable, el desierto de los hombres, de los que tenemos ya -y las vemos pasar en fila, del principio al fin- todas las imágenes. Lo que no sale en la televisión, se dice, no existe. Pero hasta los que aceptan mansamente este principio saben que hay ciertas cosas que es mejor que no salgan en la televisión, aun a expensas de no existir: que nuestros polvos, nuestros pecados, nuestros sacrificios, si queremos que valgan algo, si queremos que signifiquen algo, no deben ser salvados de su pequeñez por ningún dios provisto de prismáticos. Porque, antes de todas las manipulaciones, las patrañas y los montajes, antes de todos los hechizos de la imaginación, el régimen mismo de la cosmovisión televisiva acomete el radical vaciamiento de nuestra percepción. Vemos, luego Nada. ¿La niña vietnamita despojada de sus alas por el fuego? Nada. ¿La destrucción de La Moneda? Nada. ¿Los cadáveres de Chatila atados con sus propios intestinos? Nada. ¿Las madres de tetas secas, los niños tronchados por una mina, los prisioneros hervidos y baleados en contenedores? Nada. ¿El cataplás de las Torres Gemelas? También nada. (Pues si fuesen algo, lo he dicho muchas veces, no podríamos mirar estas cosas sin recibir de ellas mismas, a través de los ojos, un castigo; sin transformarnos, por ejemplo, en venados, como Actéon, para ser devorados por los perros).
Lo que no sale en televisión no existe, es verdad. Pero, al mismo tiempo, lo que sale en televisión no-existe; no-existe de pie, ante nuestros ojos, es nada-de-nada con todos sus atavíos. Nada tallada, nada embotellada, cristales -granizo- de nada. Las imágenes no son, no, pruebas de la existencia de las cosas; son, al contrario, pruebas de su no-existencia de hecho. Las cosas que no existen, porque no han salido en la televisión, pasan a no-existir delante de todos, inconjurables ya en su inanidad concreta, muertas desde el principio de los tiempos e irrecuperables para la vida, cuando salen finalmente en televisión. El poder nihilizador de las imágenes es tan grande que puede decirse que va descontando, dedo a dedo, las existencias que captura. Una imagen más, una existencia menos; y un mundo totalmente "salvado" por las imágenes, cual es ya virtualmente el nuestro, agotado de cabo a rabo en una secuencia torrencial de mercancías visuales, es un mundo hueco, sin mundo dentro, un mundo vacío en el que no hay nadie ni pasa nada, un mundo en el que todo ha ocurrido ya y en el que algunos hombres -muy pocos- se han quedado para ver la repetición. Frente a este radical nihilismo de la percepción, las operaciones "suicidas" en Palestina ("de martirio", me corrige en el campo de Burj Al-Barajneh, cerca de Beirut, la maestra Leyla Al-Yashi al tiempo que me entrega con ingenuo fervor una fotografía de Wafa Idris, la "shahida" que se hizo estallar en enero en Jerusalem), frente a este nihilismo de la mirada, que cree en los extraterrestres pero no en los iraquíes, las operaciones "de martirio" en Palestina conservan por contraste una sombra amarga de salud, de respeto por la vida y hasta de amor a los olivos. Una cultura nihilista, que de las cosas ha descontado siempre ya la existencia antes de encuadrarlas en un monitor, no puede ni siquiera representarse la necesidad desesperada de ese gesto; y mucho menos imaginarse que ese gesto (el de Wafa Idris, por ejemplo), tan atroz es el embrollo y tan torcida su lógica, pueda fecundar en otro infierno, a un infinito de distancia, en una refugiada palestina de Beirut que maneja una guardería pequeña como un cajón -varada en la miseria y la desesperanza- no el deseo de matarse, no, sino las fuerzas para lavarle el culo a un niño enfermo y arrullarle después con una canción.
El que ve, decía Merlau-Ponty, se cree invisible. El que ve se cree, sobre todo, indestructible. La desigualdad de riqueza, de recursos, de fuerza, se ve sincopada, y legitimada -como causa y efecto a un tiempo-, por esta desigualdad de la mirada, que vuelve intocable, invulnerable al espectador y prescindible y contingente al espectáculo. La existencia es ante todo actividad visual; la inexistencia ceguera. "¿Para qué has venido?", me interpela agresivo, en una calleja de Chatila, el ex-combatiente Mohamed Afif, superviviente de las matanzas del 82. Me disculpo como puedo de mi condición de turista humanitario, libre de venir, mirar y marcharme, pero no me atrevo, o no sé, resumir toda mi culpa y mi voluntad de expiación en una fórmula desnuda. ¿Para qué has venido? Hubiese debido decirle: es que había visto tantas imágenes, había leído tantos datos, había consultado tantos archivos que habías dejado de existir. ¿Era porque yo ahora lo miraba por lo que Mohamed Afif cobraba vida ante mis ojos? ¿Habrá una libertad virtuosa, restauradora, filantrópica, allí donde la libertad es el resultado de la desigualdad? ¿Habrá una mirada más pura, más inmediata, más transparente, allí donde el derecho de mirar depende de la falta de reciprocidad? Frente al poder nihilizador de las imágenes, no era mi presencia, centro y bastidor de jerarquías invisibles, la que devolvía milagrosamente a la existencia, como Cristo, a todos estos palestinos jodidos e ignorados. No. Miro, luego existo; miro, luego los ciegos no existen. La sorpresa es que Mohamed Alif, mientras enumeraba sus acusaciones, me miraba.
De lo que están desprovistos los otros, más allá de pan, tierra y derechos, es de mirada. Es más fácil matar a gente que no ve, que no nos ve. Al condenado a muerte se le vendan los ojos no para que afronte sin resistencia la propia muerte sino para poder disparar sobre él con indiferencia. Basta pintar unos ojos a una informe figura de barro para que nos duela romperla; y si nos parece monstruosa la idea de derribar una casa es porque tiene ventanas. El extremo del poder, el poder extremo, se manifiesta en esta jerarquía visual del ojo unidireccional que ve sin ser visto, que mira sin que nadie lo mire: invisibilidad e indestructibilidad coinciden en la figura del micado, del mandarín, del faraón, mirones ante los que nadie puede alzar la cabeza, el carácter sagrado de cuya existencia es directamente proporcional a la irrelevancia de la de sus súbditos, que tienen prohibido mirar de frente. El rey mirado es un rey desnudo; es ya casi un rey guillotinado. El poder, que se impone mediante la fuerza de las armas y de las instituciones, se impone también como una mirada sin correspondencia, como una visión proyectada sobre la ceguera de los otros; es decir, sobre la natural banalidad de los otros. El que ve se cree indestructible; el que ve sin ser visto se vuelve ya potencialmente destructivo. ¿Acaso los pilotos de los Apaches israelíes o los de los B- 52 americanos no matan con la mirada? La guerra moderna, que mata desde el aire y con el ojo, adopta la forma de una mirada extendida tecnológicamente a los confines del mundo sobre hombres que no pueden vernos y, mucho menos, mirarnos. También la televisión. Tecnología bélica y medios audiovisuales, sujetos a un mismo concepto de la visión, conceden al soldado y al espectador una especie de poder faraónico cuya invisibilidad e indestructibilidad garantiza, del otro lado, la banalidad y fragilidad de los súbditos, a los que se puede controlar, intercambiar y, llegado el caso, exterminar sin conmoverse. Nuestra moral cotidiana, por cierto, está completamente dirigida por el nihilismo implícito en esta jerarquía (mirada/ceguera) en virtud de la cual distribuimos desigualmente entre los hombres el lote de la existencia y su condición sagrada y aceptamos espontáneamente, por tanto, como mucho más grave o criminal la muerte de un estadounidense o un israelí que la de un irakí o un palestino. Pero no basta con mirar bien, con mirar, como se dice, "con buenos ojos", para que dejemos de comernos su existencia.
"¿No hemos tenido que soportar bastante como para soportar encima que vengan a contemplar nuestra miseria?", es una mujer de unos treinta años la que ahora nos interpela, en el edificio Gaza de Sabra; de entre todos los jodidos y olvidados palestinos del Líbano esta mujer es sin duda uno de los más jodidos y olvidados. Hubo tiempos mejores en que vivía mal; ahora es uno de esos 25.000 "desplazados" -sin infierno siquiera que los acoja- arrojados por la guerra fuera de la protección precarísima de la UNRWA. En la azotea de un antiguo hospital, encajonada en una especie de chimenea de edificios desvencijados, se asoma a la diminuta barraca -un cobijo provisional bajo una lluvia eterna- donde fabrica diariamente su cuerpo porque hay que tener uno aunque no se tenga una vida. Se asoma, nos mira y protesta. No se desgañita ni se acalora ni se abandona a una cólera de desmanes y chillidos. Eleva la voz como si pudiese tener razón no teniendo nevera, como lo haría un rico hacendado a quien hubiesen despertado de su siesta (o un ciudadano español, protegido por su salario, su gobierno y sus instituciones, al que hubiesen faltado al respeto). "¿Habéis venido para mirarnos en nuestra miseria?". Hubiese querido responderle: no, hemos venido para que nos mires. Para que nos destrones con la mirada. Para experimentar, frente a ese brillo duro de dos ojos puestos en pie -sobre escombros y cartones-, el escalofrío moral de la desnudez televisiva.
Estos palestinos jodidos y olvidados del Líbano viven como perros; se los trata como a perros. Pero no son perros. No se comportan como perros. Genet supo ver muy bien la insolencia común a enamorados y supervivientes. Deberían bajar la cabeza, como cumple a los vencidos, dejarse mirar en la fealdad contingente de su ceguera, envolverse en las vendas que legitiman nuestro poder. Entonces sería más fácil matarlos, pero también compadecerlos (y encontrar satisfacción en nuestra magnanimidad). Furibundos o benévolos -o incluso protectores y paternales, como anfitriones que son- nos sostienen la mirada. Venid a verlos: no somos faraones; nos miran. Y matarlos, o sencillamente ignorarlos, es un crimen terrible, nos diga lo que nos diga el nihilismo de la televisión.
Un municipio filantrópico del Estado español ofrece algunas donaciones a una ONG palestina en el campo de Chatila. "¿Queréis una ambulancia?". No. "¿Queréis equipamiento escolar?". No. "¿Queréis ayuda alimenticia?". "No", dice mansamente su interlocutor, "queremos un jardín". El pequeño y generoso edil se muestra perplejo. "¿Un parque de juegos, con columpios y bancos?". "No", insiste el palestino con naturalidad, "un jardín... con un árbol". De los cuadriláteros asfixiantes de Nahr Al-Barid, de Burj-Al-Barajneh, de Chatila, no saldrá nunca, al contrario que de los arrabales de Buenos Aires o de las favelas de Río, un genio del balón. Después de levantar palacios y trazar amplias avenidas, en París y en Nueva York y en el Beirut blanco de la plaza de los Mártires, Alá ha dejado caer en estas cajas, y amontona día a día, todas las piedras y cascotes, todos los trozos de casa, que han sobrado en otras partes; y miles y miles de hombres, mujeres y niños, se mueven bajo el montón, por las rendijas, en estrechos y tortuosos desfiladeros ideales para perseguirse y matarse, en broma o de veras, hasta tal punto alejados del sol que sus habitantes tienen que encender velas en pleno mediodía, cada vez que se corta la electricidad, para poder saber dónde están y hasta quiénes son. Regalar una ambulancia a quien no tiene hospitales es como regalar guantes a un manco. Un árbol. Un árbol es una forma de pedir modestamente lo imposible. Un árbol es una forma de señalar, con una pizca de ironía que subraya y suaviza la tragedia, aquello que realmente falta en Chatila: el cielo. Un árbol, media portería, medio balón, medio campo de fútbol. Medio campo: el "alrededor" de un poste o de un manzano. "Suelo" no es lo mismo que "tierra". Porque "tierra", en su acepción más simple y más precisa, es sólo el lugar desde el que se ve el cielo. Refugiados: los que no tienen cielo sobre sus cabezas no tienen tierra bajo los pies.
A causa de la guerra, del desprecio del gobierno libanés y de la progresiva retirada de la UNRWA, la situación en los campos palestinos en el Líbano, con pequeñas diferencias, se ha degradado en picado en los últimos veinte años: 60% de pobreza, 45% de paro, desasistencia médica, falta de escolarización, aumento de enfermedades ligadas a las insalubres condiciones del medio (falta de luz, de ventilación, problemas de alcantarillado, mala calidad del agua, dificultades en el suministro eléctrico). Pero no es la miseria lo que oprime el corazón de este modo cuando se pasea por las angosturas de los campos. En Calcuta, en El Cairo, en Ciudad de México, incluso en Nueva York, mucha gente vive en condiciones semejantes, o peores, privada además de esa cohesión social que protege aquí a los hombres de la ley de la selva, el victimismo y la degradación personal. No, no es la miseria. Se trata de algo invisible, como un aura o tenebroso ceñidor que sólo se deja aprehender desde fuera, cada vez que se vuelve, cuya densidad, entre la pesadumbre y el miedo, no pueden registrar las estadísticas ni aliviar las ONGs.
La cuestión de los límites, es verdad, cuenta. Incrustados en territorio libanés, como oasis al revés sin posibilidad de ampliación, los campos sólo pueden crecer en espesor, en concentración, apretándose contra los lados y hacia arriba al borde ya del reventón, en el interior de estos cuadraditos (a veces de tan sólo 1 km2) donde se amontonan 12.000, 18.000, hasta 30.000 personas. Todas las medidas disuasorias del gobierno libanés -incluida la prohibición de introducir materiales de construcción- choca contra la realidad de un crecimiento demográfico explosivo: entre seis y ocho hijos por familia, porque cuando no se puede ni trabajar ni divertirse, uno tiene que fabricar y jugar con su propio cuerpo; y porque la obsesión por el Número refleja, al mismo tiempo, la resistencia instintiva a la amenaza de extinción (y una especie de potlach con la Muerte) y una política premeditada, quizás descabellada, de reconquista de Palestina. Pero importan menos los límites de los campos que las fuerzas que los limitan. "Incluso dentro de un tonel", decía Hamlet, "mi reino sería infinito si no fuese por estos malos sueños que tengo". El vago terror que se cierne sobre los campos, la atmósfera crispada, sofocante, que los oprime, sólo se explica si se inscribe su pequeñez -entre cuyos bordes los palestinos, de todos modos, beben té, disputan y ríen- en el marco del mal sueño de la Región, en esa pesadilla sin fin que vuelca el Mundo dentro de sus muros. El horror de los campos, esa densidad de sólido que se disuelve, esa impresión de flotación y casi de evanescencia, en la que el recuerdo de las matanzas pasadas y el temor de la venideras es sólo un síntoma ("no conseguimos librarnos del miedo", dice Sanaa Al-Hussein, en su casa tres veces destruida por las bombas), empieza apenas a comprenderse cuando ese círculo diminuto se inscribe en la sucesión de los círculos concéntricos que lo contienen; y cuanto más se sube, cuanto más se sabe, cuanto más abarca la luz, más penumbra se concentra ahí abajo. Chatila, como emblema dramático del destino de los refugiados, es un anillo dentro de un anillo más amplio: el Beirut ajetreado, pugnaz y, al mismo tiempo, frívolo que levanta el decorado de la reconstrucción a golpes de capitalismo y a espaldas de la memoria. Dentro de un anillo más amplio: el juego de los partidos e instituciones libanesas, de acuerdo tan sólo en perseguir activamente o sacrificar pasivamente a los palestinos. Dentro de un anillo más amplio: la política de la Autoridad Palestina, que ha ido aceptando a partir de Oslo, de grado o por fuerza, el aplazamiento de la cuestión del retorno. Dentro de un anillo más amplio: la política solapada, cada vez más explícita, de transfer del Estado etnico-racista de Israel, orientada desde su nacimiento a la expulsión o exterminio de los palestinos. Dentro de un anillo más amplio: la pusilanimidad interesada de los despóticos regímenes árabes, para los que la cuestión palestina no es más que un engorro y sólo preocupados de proteger por cualquier medio -retórica, traición, represión- los privilegios de sus clases dirigentes. Dentro de un anillo más amplio: la indiferencia maniobrera, lacayuna e interesada también de la Unión Europea, que aprovecha la extensión aceitosa de la Injusticia para inventar y legitimar la suya propia. Dentro -por fin- de un anillo más amplio: el proyecto de reconfiguración planetaria de los EEUU, tras el 11-S, cuya segunda fase, a partir del inminente ataque a Irak, contempla poner Oriente Medio patas arriba y facilitar una "solución final" al problema palestino.
En el centro de todos estos círculos, el más pequeño y el más vulnerable, como al fondo de un embudo que se los tragará sin remedio, están los campos. Todo el peso gigantesco, monstruoso, de estos sucesivos estratos gravita sobre Chatila, como los siete cielos y las siete tierras sobre la cabeza de Hut. ¿Dónde viven, dónde están, a qué especie pertenecen los refugiados? ¿Bípedos, aéreos, anfibios? Estas gentes pisan suelo pero no tierra; y si pisan todavía suelo es porque no se ha inventado la forma de alojar los cuerpos en figuras geométricas, cuadrados, rectángulos, rombos, que pudiesen señalarse en el mapa y fuesen, sin embargo, inextensos sobre el territorio. Estos jodidos y olvidados palestinos parece que pisan, pero en realidad ya levitan, a unos pocos centímetros del suelo, como en un castigo griego, estirando en vano las puntas de los pies para alcanzar el cemento. Americanos, europeos, israelíes, árabes, incluso la propia Autoridad Palestina, todos querrían verlos desaparecer en el aire. Esta negación universal, este acuerdo universal para obviar su existencia, es lo que marca de negro, mucho más que la miseria o las apreturas, su presencia en el mundo; es lo que pone esa sombra obscura detrás de sus cuerpos, lo que les hace vivir en un medio ni sólido ni líquido, entre la piedra y el agua, inaprehensible para las estadísticas, inabordable para las ONGs, sin más protección que su cabezonería y sus soldaduras. El limbo es un puré. El miedo es un puré. Los hombres sin tierra tienen miedo, los hombres sin tierra, extraterrestres bajo la luna, transmiten miedo. Tierra, sí, es cualquier sitio desde el que se ve el cielo. Pero tierra es también, sobre todo, cualquier sitio al que se puede volver. No el sitio donde se duerme, se cocina y se acaricia al hombre o la mujer amada; no, "tierra" es el sitio en el que no se piensa, que no se echa de menos, el sitio que, como en el cuento de Chesterton, se puede dejar atrás con desapego porque, en un planeta esférico, siempre estará delante de nosotros. "Tierra" es el sitio al que se puede volver porque de él hemos podido salir. La prisión, el campo de concentración, el alcoholismo, la dependencia amorosa, no son "tierra", por mucho que se trate también de una forma de vivir. La casa, el abrazo libre, el vaso de vino son "tierra" porque trabajamos, pensamos, nos cansamos fuera. Tierra es el sitio desde el que se ve el cielo; tierra es el sitio que vemos desde el exterior de la cerca, con la puerta abierta. Acostumbrados a la libertad de venir, mirar y marcharnos, en un mundo que invita permanentemente al viaje y publicita la aventura, no nos damos cuenta de hasta qué punto toda nuestra dignidad, el respeto de nosotros mismos, nuestra firmeza, nuestra desenvoltura en los viajes de negocios o de placer, se asienta en el Derecho al Retorno; y no nos damos cuenta tampoco, por tanto, de hasta qué punto el Derecho al Retorno determina para estos jodidos y olvidados palestinos un doble desarraigo. No tienen tierra porque no pueden dejar de pensar en Palestina, porque no pueden regresar a Palestina. Pero no tienen tierra también, porque a la espera de ese quimérico momento siempre aplazado, ni siquiera pueden volver a Chatila. Y no pueden volver a Chatila porque no les dejan salir. El que no existe en todas partes no existe en ninguna parte. Atrapados en este punto geométrico, bajo el peso brutal de todas las fuerzas que los niegan, los palestinos de Nahr Al-Barid, de Burj Al-Barajneh, de Chatila, no tienen ni cielo sobre sus cabezas ni tierra bajo sus pies. Están enjaulados, pues, como por un hechizo, entre dos cosas que les faltan.
¿Tierra? El plan Dalet desde 1947, la brutal ofensiva de la Haganah en 1948 contra unos ejércitos árabes mal armados, desunidos y pendientes ya -como siempre- de otra cosa, abrieron la herida desde la que Israel y EEUU, a poco que les dejemos, van a desgarrar el mundo. Abu Hicham, secretario del Comité Popular del campo de Nahr El- Barid; Hassan Faris, que ve inalcanzable Palestina, a 17 km., desde el campamento de Al-Rachidiya; el viejo Al-Hussein, que llevó la luz eléctrica a Chatila, salieron de Jalil (la Galilea hoy israelí) siendo adolescentes, perseguidos por los aviones israelíes que los empujaban desde el aire hacia la frontera. Como ellos, otros 110.000 palestinos (de los 800.000 expulsados hace ahora 54 años) abandonaron sus casas y sus tierras para refugiarse en el Líbano convencidos de que en pocos meses volverían a su país. Ellos, y después sus hijos, y después sus nietos, esperando siempre el siempre postergado retorno, vivieron primero en tiendas, después en chabolas, más tarde en cajas de cerillas de hormigón; pinzados en el juego de los anillos, a manos de unos o de otros, fueron masacrados y expulsados de Nabatiyeh, de Tal-El-Zaatar, de Jisr-El-Basha; cuarteados, eviscerados y decapitados en Sabra y Chatila en 1982; asediados por hambre y cañoneados entre 1988 y 1985; bombardeados desde el aire en Qanah en 1996. Hoy son 400.00 y el estado libanés les prohibe poseer una casa, abrir un negocio, invertir, comerciar, ejercer 72 profesiones, estudiar, sanar de sus enfermedades y salir del país; y los que se atreven a pasear por Beirut lo hacen, como los judíos alemanes a finales de los años treinta, disimulando su acento palestino y ocultando con angustia su origen. ¿Tierra? ¿Por qué la tierra? "Yo ya ni siquiera defiendo la existencia del Estado de Palestina", continúa en cascada Mohamen Afif, que se defendió a cuchillo del asalto de las Falanges Cristianas en las jornadas de septiembre del 82; "defiendo simplemente el derecho a la existencia, el amor por las cosas pequeñas, que vosotros, europeos, dais tranquilamente por supuestas. Pero, ¿por qué se me puede privar de ellas? Porque no tengo un Estado. ¿Por qué puede venir Sharon y degollarnos en nuestras casas? Porque no tengo un Estado. ¿Por qué se puede negociar nuestra existencia, decidirse nuestra expulsión, arrebatarnos el pan de la boca? Porque no tengo un Estado que me proteja. ¿Qué Estado? No me importaría ya que fuese el Estado de Israel, con tal de vivir en mi casa y con derechos". Contra el gobierno libanés, contra los "hermanos" árabes, contra sus propios dirigentes, contra la indiferencia europea, contra el imperialismo norteamericano, contra el juego, en fin, de los anillos que le convierte en un extraterrestre, Mohamed Afif propone una solución que sabe imposible, que tampoco aceptaría, para exponer con toda claridad el teorema: Tierra y Derecho se conectan, como términos asimilables, a través de la figura interpuesta del Estado. Sin cielo que mirar, sin cerca que volver a atravesar, sin Estado que garantice el derecho a tener una casa y a no ser robado, golpeado y humillado, no hay tierra. Y sin esta clase de tierra no hay ciudadano. Contra todas las ilusiones de alegre nomadismo y olímpico desapego post-moderno, la situación de estos jodidos y olvidados palestinos nos recuerda hasta qué punto ninguna presunta globalización invalida esta ecuación; nos recuerda hasta qué punto, no obstante nuestra pedante defensa del espacio sin balizas y de la velocidad del viento, somos todavía, seguimos siendo -para nuestra fortuna- terrestres. En el aire, entre las fronteras, en los poros multinacionales de la economía, los hombres indefensos se vuelven, no importa su color, su religión o su cultura, refugiados palestinos.
¿Motivo para la esperanza o para el horror? ¿O para mezclar los dos? Porque hombres fuertes y mirones como éstos, en el aire pueden vivir mil años.
CSCA