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Latinoamérica

Nuestra historia mesiánica

Laura E. Asturias
Tertulia

"U
n país empobrecido por los saqueos de guante blanco", decía el mensaje de un amigo que recibí esta semana. "Un pueblo que siempre queda pagando las vivezas de la clase dirigente, que no lo representa ni lo representará. El verdadero pueblo está harto de ser sometido. El escenario elegido no es sólo la ciudad capital; se está replicando en diferentes localidades por todo el país. No es guerra civil, es guerra del pueblo contra el sistema perverso. Lo único que por ahora ha faltado a esta 'fiesta' es la milicia, pero en cualquier momento podrá aparecer en escena y así otra vuelta más de nuestra historia mesiánica. No creo que las cosas mejoren por bastante tiempo, y la mayoría coincide".
De no estar segura que el mensaje llegó de Argentina y fue escrito por un residente de la ciudad de Buenos Aires, habría creído que se trataba de Guatemala, otro recuento de los abusos de siempre y del deterioro cada vez más evidente en nuestro país. ¿Acaso no podrían esas mismas palabras ser expresadas por alguien de aquí? Con ciertas diferencias, por supuesto. En Argentina se redujo la injerencia del ejército a raíz de la dictadura, aunque como lo refleja el párrafo anterior, y tras los incidentes del 20 de diciembre allá, en el ambiente flota el temor de que las fuerzas armadas vuelvan a las tácticas de antaño. Aquí, la institución castrense sigue gozando de robusta salud, prácticamente inalterada, bien financiada y, sin duda, lista, fusil en mano, para alguna eventualidad interna que le reviva la lealtad a la patria.
Sin embargo, son más las similitudes que las diferencias. En Guatemala, como en Argentina, no hay una guerra civil propiamente dicha. Y aquí, como allá, nos está costando, por el miedo histórico que nos dejó un cruento conflicto armado, despertar ante los atropellos que ocurren un día sí y el otro también.
Pero que hay guerra, ni lo dudemos. Aquellos Acuerdos de Paz han cumplido su primer lustro sin cumplir los compromisos ahí plasmados, y la paz sigue siendo utopía, una mera formalidad que nos ha quedado mal.
Es la guerra de las calles, de adultos y jóvenes sin rumbo porque no hay líderes, y los que había perdieron el norte. De pandilleros portando navajas y otros de la clase alta que, con ojos hinchados de drogas y armas de alto calibre, asaltan gente hasta en los "barrios altos". Una guerra de insultos de un carro al otro; de hombres que sopapean mujeres, niñas y niños a quienes consideran sus posesiones.
Es también la guerra del hambre que hace crujir estómagos; esa misma que mantiene las mentes vacías de conocimientos; la guerra cotidiana de no poder estirar más el valor de un devaluado billete para comprarle migajas a la familia.
Es una guerra, o una resistencia a como se pueda, contra un gobierno arrogante y saqueador que violó la representación en él delegada y hoy ni se inmuta ante las profundas necesidades de un pueblo acorralado entre los intereses económicos de la clase dominante y la voracidad de poder de la clase política.
Aquí todavía no estalla una versión local de los tradicionales cacerolazos argentinos. Pero ya estamos sintiendo, como en aquella otrora próspera sociedad, los estragos del engaño y de una privatización globalizadora manifestada principalmente en recortes presupuestarios que impiden satisfacer las necesidades más sentidas, como la salud y la educación.
Y mientras los políticos duermen plácidamente en sus laureles y disparan un abuso tras otro, se cocina de nuevo, también aquí, nuestra historia mesiánica.

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