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Latinoamérica

16 de diciembre del 2002

Permuto lujoso apartamento en Altamira por tranquilo rancho en Gramovén

Gonzalo Fragui
Rebelión

Altamira era una fiesta. Un nuevo héroe de la dependencia de apellido Medina Gómez había puesto allí su bandera y declarado el lugar "zona liberada". Los vecinos se preguntaban ¿zona liberada o zona tomada?. Pero no importó, la celebración no se detuvo por tales menudencias. Las televisoras hicieron su agosto en septiembre. Durante la "programación" diaria hacían continuos pases a la zona liberada y mostraban un cartel donde se informaba las horas que llevaban en el lugar. Ni la lluvia, ni el sol, ni el hambre, ni el cansancio los iba a doblegar. Se hicieron los contactos con el libro Guinness. Se revisaron las estadísticas. Ninguna otra plaza había resistido tanto en la historia de la humanidad. Numerosas pancartas con consignas nacionalistas en inglés adornaron el lugar. Una de ellas pedía: "Otto, come in", pero no quedaba claro a quién se refería, si a Otto Neustat o a Otto Reich. Cuando se le informó a los celebrantes que habían entrado al libro de los records desfilaron por el lugar numerosos conjuntos de gaitas, vallenatos, rock.
Alguien ofreció un grupo de samba pero a los héroes Lula les caía un poco pesado. Tampoco quisieron música del altiplano porque últimamente el cóndor no pasa como ellos quisieran, sobre todo después de que Lucio Gutiérrez le ganó las elecciones y que Evo Morales le muerde los tobillos a los políticos traicionales.
Sábado sensacional se empezó a transmitir todos los días y por casi todos los canales. Tenían actores gratis o casi. Las preventas habían sido un fracaso y había que compensar de alguna manera. Los anunciantes no querían que se quitara su comercial para meter política. Sin embargo, en la plaza continuaron los concursos, los bailes y los discursos. El Alcalde López, que apoyaba bajo cuerda la liberación, él mismo había participado en otra aventura parecida, tuvo que pasar una comunicación donde se pedía a los del bonche que por favor no tocaran cornetas, ni pitos, que se evitaran los gritos, que no echaran basura en el piso, que hicieran sus necesidades en algún bar cercano, porque los olores son un problema cuando calienta el sol allá en la plaza. Entonces, los vecinos del lugar, insomnes obligados, en vista de que era imposible sacar sus carros optaron por otras alternativas, algunos conocieron por fin el Metro. Otros se quedaron con el tanque lleno ante el anuncio de aumento de la gasolina hecho por el casi seguro ministro Guaicaipuro. Los transportistas del lugar cambiaron de ruta. Un hotel cercano se llenó de dólares. Ni Vivaldi ganó nunca tanto con sus "Cuatro estaciones". Pero el bonche continuó. Ni un paso atrás.
No se sabe si fue a Cisneros o a Ravell al que se le ocurrió jugar en Altamira a "La guerra de los sexos". El guión fue confiado a Miguel Henrique Otero quien después de un gran esfuerzo tuvo por fin una idea en la vida. Los primeros en competir serían Orlando Urdaneta y Marta Colomina. Alguien dentro del público protestó. Exigió que fueran de sexos contrarios, pero nadie entendió. El que ganara la carrera debía escoger entre dos canciones:
"Una noche tan linda como esta..." o "Se va, se va, se va, se va". Pero había que buscar a un negro y a un gordo para echarles unas tintas que parecían excrementos como castigo o papelillo como premio. Así que contrataron a Cova, (la palabra debe decir la esencia de lo que dice), y a Rosendo. De juez pusieron a Leopoldo Castillo, que a veces le mete al argentino y sufre de insomnio porque todas las noches sueña con Fidel. La oficina de transición de los Estados Unidos ofrecía suficientes "cajitas felices" a los ganadores. En fin, el concurso estaba garantizado.
Altamira se convirtió en un verdadero cielo donde cada quien se encontró con su propia vocación. En las noches de frío, por ejemplo, Alfredo Ramos, con su conocida solidaridad, hacía pequeñas fogatas con los libros e ideas de Alfredo Maneiro. Kiko, en cambio, se inflaba los cachetes como su homolongo mexicano tratando de hacer reír a los presentes. Patricia Poleo, después de que perdió la poca credibilidad que le quedaba como periodista, y ante su incapacidad para el amor, decidió vender flores entre los enamorados. Andrés Velásquez se puso una bata blanca y empezó a vender chicha. César Miguel Rondón se paseaba por allí tratando de hacer lo que siempre ha hecho, escucharle a alguien alguna historia, "fusilársela" y vendérsela bien caro a algún canal de televisión. Carlos Ortega, después de perder las elecciones de la CTV, decidió vender parrilla con chinchurria.
Mingo y la directora de Nazí es la noticia pusieron una compañía de streepers para niños. Pérez Recao siempre tuvo clara su vocación, sólo que ahora vendía pistolitas de agua para los carnavales. Bratton resultó ser un gran manicurista y Nelson Bocaranda puso una granja de patos. Luis Miquilena asombraba con la habilidad de sus dedos para mover los hilos de las marionetas, sólo que ahora lo hacía a la vista de todos, mientras Arturo Vil-ar y otros de sus colegas jugaban futbolito con el Manual de Etica del Periodismo. Finalmente, un militar vestido de blanco impecable, con finos guantes, había puesto un remate de libros, entre ellos algunos bestsellers, por ejemplo, Sobreviví a Angela de Napoleón Bravo, Quién recuerda al coronel Soto, de Elías Santana, y otros que no los querían ni regalados como El huésped alienante o las Obras Completas de William Dávila.
Así, septiembre se hizo diciembre, y la navidad se juntó con los carnavales, y la semana santa con las vacaciones de agosto, y un nuevo soldadito se sumó y siguieron las celebraciones, y en el primer año hubo invitados internacionales, y cada año había menos gente pero más grama. Le consultaron a Adriana Azzi, ella que veía a los círculos bolivarianos hasta en los astros, cómo sería Altamira en el año 2021. Las revelaciones fueron ocultadas por los canales de televisión. En su bola mágica se veía a un recogelatas arengando a los demás, asegurándoles que "de mañana no pasa el dictador". Uno de ellos, de apellido Peña, hacía gestos porque no le quedaba voz, pedía que debía ser hoy, no mañana. Uno de apellido Carmona se agarraba de los pelos con otro de apellido Tejera porque cada uno quería la Presidencia. En un rincón se quejaba un recogelata sifrino que no comulgaba con el lenguaje de sus colegas. No se había podido ir a Miami cuando se les acabó la plata de los impuestos del más rico de los municipios del país, y cuando ya PDVSA dejó de darles pequeñas contribuciones multimillonarias porque no tenían familiares en la nómina mayor. Otro de apellido Martín se negaba a recoger latas sucias porque él tenía las "manos limpias". Carlos Fernández pedía volverse a España y negaba haber firmado el documento de Carmona el 12 de abril. Entre los recogelatas también había mujeres, una de ellas de apellido Hernández, era llamada cariñosamente por sus nuevos carnales como "Perolito". El más obeso de los recogelatas insistía en que él mismo iba a cerrar "la miasma de televisora esa". Se sabía que se trataba de Mendoza por la chaqueta. Otro, de apellido Capriles, lloraba porque él quería jugar a asaltar embajadas pero los demás no querían. Salvatierra negaba que su banco le debiera nada al poeta Miguel James, mientras Henry Vivas insistía que él era el Director de la PM y que no había mandado a matar al jefe de los motorizados. En fin, pintorescos personajes del turismo de aventuras.
Pero no todo había sido negativo. Coromotico, por ejemplo, después de que Zapata la abandonara definitivamente, pudo por fin mudarse al Country Club.