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Latinoamérica

22 de noviembre del 2002

Uruguay: Crónica de un almuerzo

Esteban Valenti
Bitácora

Aquí lo más importante nos el es menú, sino la cantidad y el tiempo que se demora. Hay que estar temprano, porque el guiso está más espeso y el pan es más seguro. Mirando el Uruguay desde nuestras enormes praderas onduladas - pobladas con las mejores razas bovinas y ovinas -, o desde esa historia que siempre repetimos con un dejo de orgullo de que por cada oriental hay cuatro vacunos y hubo ocho ovinos, es muy difícil entender esa fila de uruguayos que en una esquina del Montevideo actual esperan por un plato de comida.

Están a sólo 15 minutos del centro y no son el resultado de las inundaciones o de un tornado. No fueron los vientos ni el agua en desmadre que formaron esa larga cola de gente esperando bajo el sol, bajo la lluvia o con frío y sobre todo con muchos hijos.
Mientras trata de mantener organizada su pequeña brigada de 4 hijos de a pie y otro en los brazos, Marta sonríe con timidez ante las preguntas mostrando su boca de caverna. Y uno piensa sencillo: ¿cuánto habrá sufrido esa mujer joven, de no más de 30 años, para perder en los albores del siglo de la ciencia y la tecnología a 15 minutos del centro y de la rambla, todos esos dientes?
Marta viene todos los días. Es la única comida que recibe, después sale a recorrer el Paso Molino, a veces llega hasta el centro, pidiendo siempre con su brigada a cuestas, "para que el Iname no me los saque".
Aunque más adelante me confiesa que varias veces pensó en entregar "por un tiempo" a los chicos al Instituto. "A veces se hace tan difícil". Sobre todo, cuando la echaron de la pensión y tuvo que ir a compartir un rancho con su hermana y sus 3 hijos a orillas de un arroyo de basura.
El padre de los niños está en el CONMCAR, le falta un año para salir. Y no sigo preguntando. Atrás de Marta está Luis. Se expresa perfectamente, tiene una edad indefinida entre los 50 y los 70 años. Era artesano, terminó el liceo, después se tuvo que ir a trabajar a la construcción y ahora está desocupado desde hace 8 meses. Es expresivo, tiene ganas de conversar.
Me mira la ropa y los zapatos y sabe que no soy de allí. En la cola hay gente que conserva la ropa de otros tiempo mejores, como los últimos vestigios de un tiempo diferente. Es que el hambre se vino encima mucho más rápido que los remiendos.
Tuve que aclarar que no soy funcionario ni inspector de nada, que vengo sólo a reportearlos. A Bitácora no la leen en esa cola, ni la conocen, en realidad no leen ningún diario. Luis me dice que antes compraba, a veces, el diario de los domingos. La de la información es otra de las exclusiones, de las dos o muchas sociedades que estamos construyendo. O destruyendo.
Ven la televisión, escuchan la radio... los que pueden. La cola se hace más larga y más nerviosa. Adelante, una enorme olla humeante y los vecinos encargados que reparten con salomónica justicia dos cucharones por plato o por persona. El choque rítmico del cucharón de aluminio contra los platos, las ollitas, y amortiguado en los recipientes de plástico, es como un reloj infalible. Y la cola avanza.
Elena se jubiló de obrera textil hace muchos años, es viuda, su hija se fue a la Argentina y le dejo tres nietos. Son niños prolijos, limpios, con grandes ojos oscuros y curiosos. Los dos más grandecitos llevan de la mano a una niña, mientras la abuela tiene una ollita envuelta en un repasador. Me explica que vienen por primera vez y que están los 4 para asegurarse la porción que les corresponde. Lo dice reafirmando un derecho, con énfasis para convencerse, no como una limosna. Seguro que algo y alguien, le deben mucho a esa abuela de 71 años - de los cuales treinta ha pasados entre los telares- y ahora anda con sus zapatos deformados de tanto caminar por las calles de la Teja.
La mayoría son mujeres, algunas con sus niños a cuesta, otras con el hambre esperándolas en la casa. Pero hay también hombres. Me acerco a uno que recién llegó, no quiere hablar, no tiene ganas de vivirlo y además contarlo.
Entro en el galpón que sirve de cocina, cedido por un vecino, donde quedan los restos de la batalla. Están lavando las dos grandes ollas, vacías adentro y ahumadas por fuera. Dos mujeres y un hombre discuten sobre las compras para mañana, hacen un inventario rápido de lo que queda y se sienten bien - se les ve en la cara - hoy, también le han ganado su pequeña guerra al hambre.
Cuánto más fácil es hablar de abstracciones. Qué diferente es el hambre como estadística, como categoría sociológica, que cuando tiene nombre y apellido o te mira desde unos grandes ojos oscuros de un niño. Qué diferente es la pobreza, medida en porcentajes que por cuadras de basura y mugre acumulada y de la que viven muchas mujeres, hombres y niños que son nuestros hermanos; no en la fe, sino en esa cada día más compleja condición de seres humanos. Esa pobreza no se puede cambiar con el control remoto, no se puede apartar de la vista, es como un imán, como un vértigo.
Y ése es el torbellino que atrapó a tantos uruguayos, trabajadores, con casa y familia constituida, a los que la rueda de la desocupación los precipitó en esa espiral de la que cada día es más difícil salir individualmente.
Aquí nomás, a 15 minutos de todo, se construyen todos los días las murallas que separan el Uruguay, fila a fila los ladrillos de la exclusión, de la marginación, van separando los diferentes países con barreras más altas, más inalcanzables, más asqueantes.
Las colas frente a los comedores y las ollas populares en este país bendecido por las naturaleza - uno de los mayores productores mundiales de alimentos per capita del mundo, en particular de proteinas - son el grito estridente del fracaso de un modelo y de los grupos sociales que han gobernado el país durante demasiados años.
No es por maldad que está sucediendo este desastre. Es probable que ante su vista, la inmensa mayoría de los uruguayos nos sintamos igual de conmovidos; es por incapacidad y por políticas equivocadas que las colas son hoy, parte del escenario urbano en todo el territorio nacional.
Pero lo que impacta es la falta de sentido de la historia y de la culpa. Más allá de los compromisos políticos, de las grandes y pomposas frases de los organismos internacionales, todos deberíamos grabar muy hondo la frase de Marco Tulio Cicerón " Mi conciencia tiene para mi, más peso que la opinión de todo el mundo".
La hora del almuerzo en la cola de una olla popular es un buen momento para examinarnos las conciencia, la atormentada conciencia colectiva de los uruguayos.
(*) Periodista. Coordinador de Bitácora. Uruguay