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Internacional

8 de abril del 2002

El rapto de Europa

Iosu Perales
Sharon, al rechazar a Javier Solana y Josep Piqué su petición de reunirse con Yaser Arafat, además de humillar a la Unión Europea ha puesto de relieve lo que es un secreto a voces:
Europa carece de peso específico en la crisis de Oriente Medio y más en general en el ámbito de las relaciones internacionales, no por un problema de escasez de fuerza y de medios de presión sino por falta de voluntad política para articular una política exterior común autónoma de Estados Unidos.
Europa ha sido raptada por la nueva hegemonía del siglo XX. La misma Europa que tuvo la cualidad de desplegar sus valores humanistas y racionalizadores, ha visto como la uniformidad de su modernidad, parece ya estéril, sustituida por otra uniformidad que ha hecho de la agenda económica medida de todas las cosas. Pensamiento de raíz calvinista, que fue europea, y hoy se nos presenta en esa versión ultra americana que es –en palabras de Kenizé Mourad-, decadencia que sucede a la barbarie sin haber pasado por la civilización. La Europa raptada celebra la moneda única en medio de su pérdida de sentido, de una enajenación mental, que afecta a una debilidad política clamorosa, puesta de manifiesto primero en Bosnia, después en la ex-Yugoslavia, más tarde en Afganistán y ahora en Oriente Medio. Es el amigo americano quién decide por Europa acerca de sus propios problemas europeos. La OTAN no es más que un instrumento al servicio de la geopolítica del gendarme mundial y, por extensión, de su gran industria armamentística. Europa dócil, traicionada desde adentro, obedece.
Así, los gobiernos norteamericanos imponen su modo de entender las relaciones internacionales frente a la tradicional diplomacia europea basada en la soberanía de los estados. El Destino Manifiesto se expande ahora ahora todo el globo y es todo el globo tierra de misión salvífica del gran gendarme: se impone su política de las cañoneras que es la del realismo político de raíz hobbesiana. De momento todo está perdido. La grandeza se mide por la cantidad de verdad que se sea capaz de soportar, y Europa -sus gobiernos, editorialistas y predicadores televisivos- , no acepta siquiera la menor crítica a su conducta de vasalla del poder americano.
Tal vez el problema venga de lejos. De cuando Europa cayó en la soberbia de dominar la historia, jubilosa con Hegel, y finalmente perdió su dominio, incapaz de mantener una relación dialógica con el resto del mundo. Europa murió de éxito porque su universalidad no fue un camino de ida y vuelta, sino un despliegue unilateral, sin pensar lo externo. A mediados de este siglo, tras dos guerras mundiales y en medio de la depresión, la idea de la Unión Europea surgió como el remedio a tanta enfermedad –entre ellas el peligro alemán-, y la posibilidad de regresar al esplendor perdido. Pero el sueño de los nuevos apóstoles como Jean Monnet y Schumman, pronto se vio aplastado por una visión triunfante, una teología de la economía que se presume como una verdad irrefutable, fuera de la cual está la nada. En los años setenta se impuso el diseño de las élites financieras, de las multinacionales, y fue creándose una Europa de los grandes mercaderes; Europa fue arrebatada por ese señor feudal del siglo XX: el libre mercado neoliberal. Perdida su oportunidad, otra vez, la construcción europea impuso la máxima de que el bien de las grandes corporaciones es el bien de la ciudadanía. Una Europa que conoce el declive del ideal democrático, en la que la ideología de la libre empresa son como las tablas de Dios, en la que el tecnoburocratismo se ha instalado en los puestos de mando, y es incapaz de pensar y tener una política exterior común, no podía ser otra cosa que carne de cañón de Estados Unidos. Es lo que sucede.
Hace tan sólo unos pocos años, el pensador francés Edgar Morin, expuso sus ideas entusiastas acerca de la construcción europea. Me extrañó sobremanera que el filósofo de la incertidumbre y de la complejidad, se comportara como un forofo de la Unión. Pero más tarde, durante el bombardeo de Serbia y Kosovo, Morín escribió un artículo denunciando la tragedia: su entusiasmo ha salido profundamente tocado. También él parece aceptar que estas guerras las impulsaron los americanos contra Europa. Esta sospecha se extiende entre la intelectualidad francesa. No hay política propia, Europa se rompe cada vez que una crisis de guerra le asalta, o bien manifiesta una unanimidad sumisa, prisionera de las argollas americanas. El resultado es una Europa raptada, o colonizada.
Hasta el presente la política exterior y de seguridad europea (PESC), es objeto de una gran confusión. Su carácter inter-gubernamental ha puesto de manifiesto que si Gran Bretaña es más leal a su primo americano que al proyecto europeo, el gobierno español es sencillamente servil.
Por su parte, Francia y Alemania hacen prevalecer sus intereses históricos antes que al ideal de una voluntad europeista. El bloqueo sistemático o la escasa efectividad de las posiciones consensuadas cuando ello ha sido posible, hacen de Europa un gigante económico y un enano político. Curisosamente la unanimidad se da cuando es el gendarme mundial quien dirige la política exterior europea. Por eso temo que, en adelante, sin política propia, Europa sea más unánime que nunca bajo la dirección del nombrado mister PESC, Javier Solana, nuevo capataz político del militarismo americano. Su elección ya fue recibida con aplausos en Washington.
Ciertamente el futuro político de Europa es una gran incertidumbre. La centralidad económica, pilar de un diseño neoliberal, no es capaz de dar respuesta a los grandes desafíos políticos que plantean la agenda de los derechos humanos en el mundo, de la justicia y del reparto equitativo de la riqueza. La llamada Unión tropieza con disparidad de intereses cuando se trata directamente de política. Ese economicismo explica que la integración europea no se ha hecho con más democracia sino con menos. No se ha hecho considerando a los actores sociales del mundo de trabajo, ni de las nacionalidades, sino imponiendo a unos y a otros decisiones, reglamentos y directivas, que consagran la hegemonía de los intereses del capital y de los Estados. Entre tanto, la separación entre las instituciones europeas y la gente es tan relevante que muy pocas personas son capaces de identificar los organismos y funciones de la Unión Europea. En fin, no hay transperencia sino opacidad. No hay democracia sino déficit alarmante de participación y control real. No hay una Europa para todos sino una edificada a la medida de los intereses de unos pocos. Y esos pocos son precisamente colaboracionistas del rapto de Europa.
Menos mal que hay ciudadanía; representada en tierras Palestinas por gentes como Paul Nicholson y José Bové: ellos son nuestra conciencia, las voz de nuestra moral.