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Internacional

16 de marzo del 2002

Barcelona: estado de sitio

Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada

Los carros policiales y las tanquetas se han apoderado de los centros neurálgicos, controlando los movimientos de las personas. El acoso se siente. La violencia se torna visible en cuanto la ciudad esta sitiada. Ningún recoveco queda fuera de control o pasa inadvertido a los ojos de los estrategas militares. Alcantarillas, cloacas, edificios públicos o privados son escudriñados para ver si en ellos se esconden posibles desestabilizadores antiglobalización. Los soldados patrullan camuflados entre los civiles. Los cuerpos de seguridad se apropian del espacio público y militarizan la vida cotidiana. El estado de sitio se impone, sin ser declarado formalmente. Un recurso político excepcional para mantener el orden y garantizar la paz interior, restringiendo los derechos ciudadanos, se considera lo más adecuado para la celebración de una cumbre de jefes de Estado y de gobiernos democráticos.
El miedo-pánico se apodera del poder y se convierte en un factor clave para entender el imaginario social proyectado por las elites políticas y los gobernantes presentes en Barcelona, una ciudad sitiada. Nada, absolutamente nada, puede quedar fuera de control. El espacio aéreo, el marítimo y el terrestre deben ser custodiados. El despliegue militar cubre las exigencias de un plan de defensa preparado con meses de antelación para evitar sorpresas de último momento. El éxito estriba en camuflar su presencia. De aquí su fracaso.
El gobierno anfitrión de José María Aznar solicita un extra de seguridad. La voz de socorro se escucha inmediatamente y la OTAN interviene enviando un avión E-3A Sentry en labores de vigilancia aérea. El aeropuerto barcelonés se militariza, desplegando dos F-18 para interceptar posibles enemigos. Otros dos aparatos C-101 sobrevuelan Barcelona con la misión de derribar objetivos no identificados. Asimismo se sitúan misiles Hawk de defensa aérea "contra las manifestaciones de los sindicatos". Dos patrulleras y una corbeta son apostadas en las costas de Barcelona para controlar los casi seguros ataques de los grupos antiglobalización. Todo está dispuesto para enfrentar una guerra. La policía cumple órdenes e impide la libre circulación de personas, negando la entrada de "indeseables" por los diferentes pasos fronterizos. El delirio de persecución se apodera del poder. El recelo y el temor se constituyen en los principios sobre los cuales se organizan todas las actividades y las reuniones de la cumbre. Las medidas de seguridad, siempre pocas, se cumplen a rajatabla. No caben sorpresas ni improvisaciones; el prestigio de las fuerzas armadas y los organismos de inteligencia está en juego. Cualquier sobresalto dejaría en mal lugar al gobierno de José María Aznar. No se puede hacer el ridículo. Las circunstancias no están para ello. La tensión debe mantenerse. El poder parece sentirse acosado. Nadie entiende su buen hacer y sus intenciones de crear un futuro de progreso, trabajo, riqueza e igualdad social. Se quejan y se consideran objeto de una persecución abyecta e injustificada. Auténticos incomprendidos. Así, las medidas de seguridad son un deseo de paz y confianza depositado por el poder en la ciudadanía.
Mientras, el mensaje es recibido por el conjunto de organizaciones que han convocado las 20 manifestaciones a celebrarse durante el transcurso de la "eurocumbre". Cualquier tipo de alteración del orden público será duramente castigado. No hay tregua. La guerra es declarada y el enemigo es fácilmente identificable: la antiglobalización. Bajo esa estrategia se diseña un plan donde la ciudad debe quedar desierta. En la calle, sólo los manifestantes y las fuerzas de seguridad. De esta manera el error disminuye. El ciudadano normal, como si el manifestante no lo fuese, debe abstenerse de participar en dichos actos.
La realidad se presenta manipulada. El poder insiste en señalar que las convocatorias han sido realizadas por grupos minoritarios o marginales y coléricos donde se mezclan todo tipo de personajes cuyo objetivo no es más que destruir y violentar la paz social. No merecen credibilidad, son una amenaza. La buena gente no molesta y deja trabajar a los verdaderos hombres de Estado. Sindicalistas, trabajadores, mujeres, jóvenes, estudiantes, profesionales, políticos disidentes, organizaciones internacionales de derechos humanos o defensa del medio ambiente pasan a la categoría genérica de presuntos terroristas. Son culpables de protestar, de mostrar su descontento con un orden mundial cada vez más excluyente y concentrador de la riqueza. Por ello representan un problema de orden público.
En medio de una reunión donde se declama la democracia, la ciudad se halla bajo control militar y el panóptico del poder se construye desde un imaginario estado de guerra entre el bien, identificado con los asistentes a la cumbre, y el mal, apoyado por los manifestantes y los violentos antiglobalización. La ciudadanía, atada y amordazada por un poder omnímodo, no quiere salir a la calle. Prefiere abstenerse y no mostrar su simpatía o rechazo con quienes han convocado contra la Europa del capital, las trasnacionales y la ideología del progreso globalizante. Sometidos a un continuo control en sus movimientos, sienten miedo y deciden renunciar al ejercicio de sus derechos. La cotidianidad se altera. En casa la gente se recoge, en los centros de trabajo se pide permiso para no acudir, en los colegios se justifica la inasistencia de los alumnos, en las universidades la policía viola el derecho de autonomía, en los comercios el consumidor se abstiene. Los objetivos están cubiertos. El estado de sitio se impone sin grandes traumas. Barcelona y sus habitantes no podrán olvidar fácilmente este oprobio a su dignidad, planificado por el gobierno de José María Aznar en nombre de la Europa del capital.