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Internacional

9 de septiembre del 2002

11-S: El problema con lo normal

Jeffrey St. Clair
Counterpunch
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
De pie bajo la horca, la soga al cuello
Temo que aún nos espera lo peor
La gente está loca, los tiempos insólitos
Me han atrapado, estoy fuera de órbita
Antes me importaba, pero las cosas han cambiado
"Las cosas han cambiado"
Bob Dylan
Lo que te obsesiona es el segundo avión, tomando un trayecto que parece salir directamente de una pesadilla que te despierta. Incluso antes de que se estrellara contra esa fea torre de acero y cristal, ya te parecía horriblemente familiar. De alguna manera habías visto esas imágenes. El Hindenburg en llamas. La cabeza de Kennedy estallando en la película de Zapruder. El trasbordador espacial Challenger reventando ante nuestros ojos en la estratosfera en un día de Florida increíblemente asoleado. El fuego en Waco incinerando a mujeres y niños bajo los vientos de Texas del Oeste. Los eventos del 11-S se escenificaron como un horripilante show de artilugios, grabado en el cerebro de la nación por miles de repeticiones instantáneas.
La técnica de los medios fue la de un evento deportivo, con una ralentización del tiempo para examinar cada cuadro, invirtiendo repentinamente los movimientos. Me recordó la antigua introducción a Wide World of Sports, donde ese pobre, saltador de ski condenado se deslizaba inevitablemente por esa gigantesca rampa, una y otra vez, semana tras semana, mientras sonaba la misma música marcial.
Se nos dice que somos diferentes. Que las cosas han cambiado, cambiado irrevocablemente. Que ahora es un mundo nuevo, extraño. Y que no hay vuelta. Algunos eruditos incluso se apropiaron del lenguaje de Stephen Jay Gould (aunque él nunca lo hubiera hecho), calificando el arrasamiento de las torres de una especie de equilibrio histórico puntuado, un gran salto adelante en la evolución de la nación.
Es un pensamiento reconfortante. La noción de que de alguna manera hayamos crecido. Dejado atrás el pasado. Tomado un paso transformativo que fue prometido pero nunca realizado al pasar al nuevo milenio. El colapso de las torres se convirtió en una metáfora para liberación de un exoesqueleto manchado, un cuento sacado directamente de Ovidio dirigido por Roger Cormann. En las palabras de Jerry Falwell, el 11-S fue un trailer del Apocalipsis, que expurgó los años sesenta, el humanismo, la tolerancia cultural, y todo ese circo. De repente, todos propugnaron una escatología.
En general, aquí en Oregón, la gente sólo quería volver a la normal, reintegrarse a una rutina diaria de trabajo, familia y juego. Después de todo, la economía de Oregón había tocado fondo antes del 11-S. No hubo tiempo para largos períodos de duelo a través del continente; y no había dinero para "comprar un coche para demostrar nuestro patriotismo," a pesar de que Greenspan aplastó las tasas de interés. Pero los medios se negaron a adaptarse, nos hicieron tragar a la fuerza el patriotismo a través del cable como si estuviéramos todos conectados a una intravenosa colectiva. Incluso así, las omnipresentes banderas estadounidenses no comenzaron a ser izadas en nuestra pequeña ciudad industrial hasta dos o tres semanas después de los ataques al World Trade Center y al Pentágono. Los izamientos no parecieron ser genuflexiones de patriotismo, sino más bien símbolos de rendición ante las imprecaciones de Paula Zahn.
Bush, una vez que calmó sus nervios después de esas misteriosas horas en ese búnker de Omaha, puso a la nación en pie de guerra, alimentando la paranoia para servir su débil agenda política. Desde luego, Bush no dijo gran cosa. Y nadie quería escucharlo, en realidad. Le sacó el polvo a algunas trilladas frases de un viejo western, le mostró su aprobación a los equipos que estaban excavando las ruinas de las torres gemelas y se limitó estrictamente a guión monosilábico escrito por sus cuidadores.
Si el 11-S no hubiera ocurrido, existe una espeluznante idea por aquí de que Bush hubiera tenido que tramar una micro versión de algo parecido, algún tipo de dramático preludio a una guerra destinada a salvar su aislada presidencia. Por cierto, es el mantillo que alimenta las teorías conspirativas. Pero es un montículo humeante. En agosto de 2001 su presidencia se escoraba por incompetencia, por una agotadora recesión y crecientes escándalos que parecían próximos a sepultar a Dick Cheney y a otros supervisores por el lado paterno de su administración.
Apareció en el primer plano Donald Rumsfeld, un rezongón vestigio del tiempo de Nixon. Ahora resulta que Rummy y sus seguidores estaban listos para algún tipo de guerra en los días anteriores al 11-S –probablemente contra Sadam Hussein, el permanente chivo expiatorio de varias administraciones. Memorandos recientemente publicados muestran que Rummy estaba tramando planes bélicos sólo instantes antes del ataque de los aviones. Osama bin Laden fue casi una idea que se les ocurrió posteriormente, una nota al pie del objetivo real. Relaciónenlo con Sadam, apremió el Secretario de Defensa. "Que sea masivo," cita a Rumsfeld el memo. "Súmenlo todo. Cosas que estén relacionadas y las que no lo están." Nótese que en la perversa mente de Rumsfeld el daño colateral no era algo que podía ser tolerado, sino que era deseado.
Rummy no se tuvo que preocupar de acumular una cantidad impresionante de cadáveres de civiles. Lo que siguió fue una guerra por control remoto contra los más pobres de los pobres, presentando misiles crucero lanzados en arcos de 1.600 kilómetros desde el Océano Índico a través del Kush Hindú para pulverizas chozas de adobe en Kandahar y Khost. Perecieron más de 5.000 civiles. Pero los talibán no fueron derrotados, sino que fueron dispersados hacia las bandas tribales de las que habían sido reclutados durante la guerra montada por la CIA contra la Unión Soviética. Afganistán no fue bombardeado hasta que volviera a la Edad de Piedra, sólo al feudalismo. Las cosechas de pistachos del país no van muy bien, pero los campos de opio están en pleno auge.
Muchos liberales basaron sus esperanzas en que Colin Powell controlara a los ultra- halcones en la administración. Esto resultó ser una falsa ilusión desde el comienzo. El ensangrentado currículo de Powell comienza en My Lai y en las más horrendas atrocidades en Vietnam. En el mejor caso, Colin Powell fue indeciso, mohíno, impotente. En el peor, sirvió para consolidar la inestable coalición, mediante el uso calculado de la presión y el soborno.
Pronto quedó en claro que un poco de paranoia sirvió como un mecanismo de defensa natural. No por miedo a que bin Laden pudiera atacar de nuevo, sino de gente como John Ashcroft, que estaba ansioso de desplegar una legión de fisgones, desde camioneros hasta tipos de la televisión por cable, pasando por bibliotecarios y cabareteras. Ashcroft es uno de los personajes más cómicamente siniestros que han llegado a la escena política en Washington desde Ed Meese. Pero Meese fue un toro político, peligroso pero predecible. Ashcroft es un cruzado delirante, tan retorcido por su obsesión religiosa como bin Laden. Pero tanto más poderoso. Cuando Jefferson habló de la separación de la iglesia y del estado, estaba advirtiendo contra la llegada al poder de gente como Ashcroft, no de inocuos rezos en la escuela.
Las 3.000 víctimas de "ground zero", especialmente los bomberos y policías que corrieron a las torres sólo para que les cayeran encima, fueron convertidas rápidamente en héroes expiatorios, mártires nacionales de la causa de la tragedia de la venganza que ahora está siendo presentada a escala mundial. Bruce Springsteen salió de su hibernación para cantar la banda sonora, a 20 dólares por disco. De repente hubo mártires por todas partes. De Mohammed Atta a Todd Beamer, -los derechos a sus últimas palabras fueron registrados por su mujer, Lisa- así se hacen las cosas en EE.UU. ¿Es tan inagotable el ansia de vírgenes en la otra vida?
Todo aspecto de la sociedad estadounidense sigue bañado en este pegajoso e implacable patriotismo. Se tiene la impresión de que hasta los asesinos seriales son exclusivamente estadounidenses. Algo para enorgullecerse. Y tal vez debiéramos hacerlo. Esos soldados de las Fuerzas Especiales que volvieron de los campos de caza en Afganistán a matar a sus mujeres en Fort Bragg son los asesinos más mimados y "comprendidos" desde William Calley.
Mirando hacia atrás, es difícil ver algún cambio fundamental en el carácter de la vida en EE.UU. Los eventos del 11-S y en el período subsiguiente, sólo solidificaron el statu quo. La economía sigue anquilosada. Las leyes medioambientales siguen siendo debilitadas día a día. La maquinaria de guerra de Sharon sigue pisoteando impunemente a los palestinos. El número de desocupados aumenta por miles a diario. Más y más gente se queda sin sellos para alimentos o cheques de la seguridad social. Todo es borrado por el trauma fabricado del 11-S.
Desde luego, se han aclarado algunas cosas. La fragilidad de la Constitución. La naturaleza abúlica de los grupos ecologistas y de los grandes sindicatos que se callaron cuando la administración Bush continuó cobardemente con su agenda interior posterior al 11-S. Y, desde luego, el carácter cómplice del Partido Demócrata, que dio la luz verde a la guerra de Bush sin discutirla y ayudó a imponer algunas de las leyes policiales interiores más opresivas en la historia de la República, con sólo dos o tres voces de disenso. Ahora una de esas voces, Cynthia McKinney, ha sido sacada del congreso por su impertinencia. Y seguimos al mismo ritmo.
Abrí el diario esta mañana. Más señales de una recaída en la recesión. Boeing presionó a la unión de operarios, una vez más. La cantidad de estadounidenses atrapados por la justicia penal llegó a 6 millones. Los escuadrones de la muerte armados por EE.UU. en Colombia asesinaron a más campesinos. Más de un 90 por ciento de los estadounidenses indígenas viven sin acceso a una atención sanitaria adecuada. Jack Welch de General Electric cobró un paquete de indemnización de 17.000 dólares al día. La población de búhos manchados ha disminuido en un 50 por ciento en los últimos 10 años y parece estar condenada inevitablemente al agujero negro de la extinción.
Todo parece tan familiar. La misma dirección, a un paso más rápido. El problema con lo normal, canta Bruce Cockburn, es que siempre se pone peor.
7 de septiembre de 2002
El correo de Jeffrey St. Clair es: counterpunch@counterpunch.org