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Internacional


24 de septiembre del 2002

Contestaciones de la hegemonía

Carlos Taibo

Por vez primera en la historia, la hegemonía de un país, Estados Unidos, se hace valer hoy, de forma simultánea, en todos los terrenos relevantes: el político, el económico, el cultural, el tecnológico y el militar. Lo ocurrido tras el 11 de septiembre de 2001 no ha hecho sino confirmar la condición de un poder indisputado de la mano, por ejemplo, de unas Naciones Unidas que han renunciado a la aplicación de su propia carta, de una UE en patética y subalterna posición, o de una Rusia empeñada en asentarse como liviana cola de león. Para que nada falte, y en circunstancias simbólicamente interesantes, EE.UU. ha impuesto que el Fondo Monetario y el Banco Mundial asumiesen generosa e inopinadamente la condonación, o el reescalonamiento, de la deuda de baluartes de ocasión como Pakistán o Indonesia.
Así las cosas, no puede sorprender que muchos de los pronósticos sobre el futuro sean pesimistas. Si el escenario planetario no cambia drásticamente, lo que nos espera es una vorágine de globalización desbocada, militarización, cruda represión de la disidencia, proliferación de Estados fallidos y, sobre todo, desigualdad y explotación. No hay ningún motivo para descartar, eso sí, que en el carro del triunfador encuentren acomodo muchos de sus aliados del pasado y algunos de los más recientes, operación para la que podría ser de utilidad una OTAN ampliada en la que se den cita, a manera de fortaleza, los países del Norte.
Si el diagnóstico anterior no es firme, ello se debe a un hecho fácil de enunciar en su perfil más general: la hegemonía estadounidense --y con ella la primacía de la globalización neoliberal-- debe sortear todavía algunos obstáculos que pueden hacerle daño, rebajar sus ínfulas dominadoras y, llegado el caso, subvertir las reglas del juego. Por lo que a nosotros respecta, nos contentaremos con reseñar cuáles son, según una percepción bastante extendida, esos obstáculos, sin acometer la tarea, más enjundiosa, de evaluar cuál es su relieve y cuáles sus posibilidades de asentarse.
El primer reto que tiene que afrontar la hegemonía norteamericana adopta la forma de una delicada situación social, la característica de Estados Unidos, que puede producir sorpresas. En el país que preside George W. Bush hay 46 millones de pobres, 40 millones de ciudadanos que carecen de asistencia sanitaria y 52 millones de analfabetos funcionales. Si la opción en provecho de políticas obscenamente neoliberales se confirma, lo suyo es que las cifras mencionadas se acrecienten y que, de resultas, lo haga también el potencial explosivo del escenario. Atentos como estamos a las contingencias externas que rodean a la hegemonía estadounidense, malo sería que olvidásemos la posibilidad de que ésta se vea sometida a la erosión derivada de quiebras en la cohesión interna de la propia sociedad norteamericana.
Un segundo obstáculo que puede presentarse en el horizonte es, no sin paradoja, ese caballo desbocado al que hemos dado en llamar globalización neoliberal. La desaparición de controles que ésta lleva aparejada --su apuesta por una suerte de paraíso fiscal de escala planetaria-- puede hacer que el proceso escape de las manos de quienes hasta hoy le han extraído pingües beneficios. El desarrollo del capitalismo a lo largo del siglo XX ha revelado con claridad que la general desaparición de reglas tiene a la larga efectos negativos para aquél, como ha puesto de manifiesto que la evaporación de los colchones sociales en provecho de la explotación más descarnada acarrea riesgos no precisamente menores. Algunos de los expertos que, años atrás, no dudaban en cantar las excelencias de la globalización en curso le han visto las orejas al lobo y, ahora, más prudentes en sus juicios, coquetean con la conveniencia de preservar normas y poderes. Los nombres de Enron, WorldCom y Vivendi acuden, por cierto, en su socorro.
No faltan los historiadores que aseveran, en tercer lugar, que el desfondamiento de algunas de las potencias hegemónicas del pasado fue antes el producto de su incapacidad para calibrar las propias limitaciones --de su prepotencia, por decirlo en una sola y redundante palabra-- que el resultado de la competición planteada por unos u otros enemigos. Tampoco parecen faltar ahora los datos que invitan a concluir que del lado de EE.UU.
son muchos los comportamientos marcados por una prepotencia extrema. Sin ir más lejos, el apoyo indiscriminado que Washington ha venido ofreciendo a las políticas criminales desplegadas por el primer ministro israelí, Ariel Sharon, y la agresiva actitud por la que Bush hijo se ha inclinado en relación con Irak bien pueden volverse en contra de los intereses estadounidenses, al amparo de problemas crecientes en un amplio arco que discurriría desde Marruecos a Filipinas.
Otro tanto cabe decir del impresentable unilateralismo que se revela a través del abandono del tratado ABM, la negativa a suscribir el protocolo de Kioto o el designio de mantener a los ciudadanos norteamericanos al margen de la emergente jurisdicción penal internacional.
Una cuarta amenaza que pende sobre la hegemonía norteamericana nos habla de imaginables aproximaciones entre potencias de rango secundario. El ejemplo que comúnmente se aduce al respecto es el de un acercamiento entre la UE y Rusia encaminado a gestar una macropotencia euroasiática en la que se darían cita la riqueza de la primera y la profundidad estratégica y las materias primas de la segunda. Parece fuera de duda que muchos de los pasos asumidos por EE.UU. en los últimos meses responden, en lo estratégico y en lo económico, al propósito de cortocircuitar aproximaciones como la referida. En ellas, y por lo demás, no hay que depositar demasiadas esperanzas, siquiera sólo sea por la naturaleza, llena de dobleces, de los agentes llamados a protagonizarlas. En esta misma rúbrica cabe encuadrar, también, la posibilidad de que busquen el aliento de la contestación potencias regionales que se consideren perdedoras por efecto del tratamiento dispensado a conflictos singulares o de resultas de la propia dinámica de la globalización neoliberal. Piénsese que cualquier compensación asumida por Washington en provecho de alguna de las partes enfrentadas en Cachemira puede trastabillar equilibrios muy precarios y conducir a escenarios difícilmente digeribles para EE.UU.
El último de los estorbos que debe sortear la hegemonía estadounidense, y el propio desarrollo de la globalización neoliberal, es una instancia de reciente aparición y aún endeble fortaleza. Hablamos, naturalmente, de los movimientos de resistencia frente a la mentada globalización, que han experimentado, con todo, un rapidísimo crecimiento, en el Sur como en el Norte, a partir de 1999. Los movimientos contestan la lógica imperial desplegada por EE.UU., se enfrentan al poder, hoy por hoy apenas cuestionado, de las compañías transnacionales y reclaman un creciente protagonismo de las sociedades y de su autoorganización, circunstancias todas que dibujan horizontes más esperanzadores --parece- - que los que se barruntan al amparo de las perspectivas que nos han ocupado en los párrafos anteriores.
Pese a su provisional debilidad, los movimientos se han convertido en un interesante espacio de convivencia e intercambio entre gentes y corrientes que antes de ayer se daban la espalda, algo que, por sí solo, les otorga un atractivo inédito y se convierte en una razonable explicación de por qué sobre ellos han recaído tramadas estrategias de demonización y criminalización. La vocación de estas redes alcanza, por lo demás, a la contestación de las dos grandes tesis que, con innegable eco mediático, nos han acosado en los últimos años: el fin de la historia de Fukuyama y el choque de civilizaciones de Huntington. Mientras la primera, imbuida de un irrefrenable, sesgado e interesado optimismo, no parece haya conducido, muy al contrario, a una excelsa generosidad del lado de los triunfadores, la segunda, impregnada de un hondo pesimismo y aparentemente más realista, parece llamada a fortalecer viejos flujos autoritarios y militaristas. Que una y otra tesis muestren perfiles muy distintos no quiere decir, en modo alguno, que no se beneficien, cuando es preciso, del mismo impulso. Sin ir más lejos, ambas parecen empeñadas en contarnos la historia, con manifiesta precipitación, como si de ella se hubiesen apeado para siempre las fuerzas que, obstinadas, siguen preocupadas por desigualdades, pobrezas y agresiones contra el medio.
El sinfín de iniciativas de resistencia, en notorio crecimiento, que suscita la globalización neoliberal es, hoy por hoy, razón suficiente para recelar de quienes afirman que la historia ha terminado y de quienes se avienen a prolongarla en virtud, eso sí, de un irracional choque de civilizaciones que más bien se antoja una colisión entre barbaries. Nada es más urgente hoy que acometer una crítica de estas últimas, y singularmente de aquélla, la liderada por Estados Unidos, que la mayoría de los medios de comunicación retratan con cómplice embotamiento.



Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.