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Internacional

21 de junio del 2002
Análisis de la amenaza nuclear en el conflicto entre India y Pakistán

El fantasma nuclear
Alberto Piris

El glaciar de Siachen, a más de seis mil metros de altitud y próximo al punto donde coinciden las fronteras de China, India y Pakistán, es desde hace dos decenios el frente de combate más elevado de la Tierra. Atravesado por la línea de alto el fuego que en 1949 dividió Cachemira, está incluido en la posible zona de combate donde hoy velan sus armas, frente a frente, los ejércitos indio y pakistaní.
Algo más al sur, todavía en pleno Himalaya, se halla el poblado de Kirgil, en torno al cual combatieron duramente unidades de ambos ejércitos en el verano de 1999, en una batalla de corta duración que no llegó a extenderse, pero que confirmó la grave conflictividad de la zona. Mostró, además, que la actividad militar en tan elevados terrenos de muy alta montaña se ve facilitada durante los meses veraniegos, lo que aumenta la preocupación por lo que allí pueda ocurrir en las próximas semanas.
Fue en agosto de ese mismo año cuando la población de la India rebasó los mil millones de habitantes, lo que la situó, junto con China, en el primer escalón demográfico mundial. Y en octubre, un golpe militar —el tercero en la traumática historia de Pakistán— llevó al poder al general Musharraf, quien, con motivo de la reciente guerra contra Afganistán, pasó de su condición de dictador proscrito internacionalmente a la de fiel aliado de Occidente, mostrando así la relatividad con que éste valora los principios democráticos que dice defender cuando ve en peligro sus intereses.
Dos populosos países, con ejércitos bastante bien preparados y poseedores de armas nucleares, están estos días avanzando peligrosamente por el sendero que conduce a la guerra. Sendero que, además, se hace muy resbaladizo a causa del factor religioso inherente a este conflicto.
Hay motivos para creer que ambos gobiernos recurren a agitar el fantasma de la guerra a fin de distraer a las respectivas opiniones públicas y hacer que olviden sus continuos fracasos, sobre todo en lo relativo al progreso y al desarrollo de unas poblaciones que, en notable proporción, malviven sumidas en la miseria. Y también los hay para sospechar que las fuerzas armadas de ambos países —sobre todo las pakistaníes, que siempre han ejercido, de modo más o menos oculto, el poder real— están dando peligrosos pasos en un camino donde el jugar de farol y pretender impresionar al contrario hasta que le tiemble el pulso puede hacer brotar en tierras asiáticas los temibles hongos nucleares.
En este enfrentamiento, la India es el país agredido y Pakistán el agresor. Aquélla sufre la infiltración de grupos terroristas procedentes de Pakistán, que luchan para arrebatar Cachemira a la India. El Gobierno de Delhi recaba el apoyo de EEUU, pues considera su lucha como una parte más de la proclamada guerra universal contra el terrorismo, que dirige Washington. Es posible que Musharraf, apremiado por EEUU, intente contener, en cuanto le sea posible, lo que hasta antes de la guerra de Afganistán era dado por sabido: el apoyo que el ejército y los servicios secretos pakistaníes han venido prestando a los terroristas en sus incursiones contra la India. Mientras sigan produciéndose actos agresivos, la India parece inclinarse por una respuesta militar que Pakistán está preparado para afrontar del mismo modo.
El temor a que Musharraf haga concesiones en la disputa por Cachemira arraiga en los sectores más duros de su ejército, que no las aceptarán a menos que no se vea una contrapartida por parte de la India. Aducen que no pueden tolerar que la sangre derramada por sus compañeros en tan larga lucha se haya vertido inútilmente. Musharraf podría aprender de otro dictador militar, esta vez español, que tuvo que vencer las resistencias de algunos de sus compañeros de armas, que argumentaban del mismo modo cuando en 1956 España tuvo que abandonar Marruecos. Si entonces el mantener buenas relaciones con EEUU fue un factor determinante de la política exterior española, más lo habría de ser en el caso ahora comentado, porque la hiperpotencia imperial ejerce una poderosa influencia sobre los dos países enfrentados, no contrarrestada por ningún otro poder a escala mundial.
Mientras Bush sigue obsesionado con la posibilidad de que Irak o Corea del Norte dispongan de armas de destrucción masiva, éstas, en su modalidad nuclear, forman parte de los arsenales indio y pakistaní y su probabilidad de empleo hoy no puede ignorarse. Esto hace pensar que lo que realmente preocupa a EEUU no es la existencia en sí de armas de destrucción masiva, sino su posesión por países no suficientemente enfeudados a la potencia imperial y que pudieran utilizarlas contra intereses norteamericanos.
La sacralización de las armas nucleares como símbolo de poder y prestigio en el concierto internacional de las naciones llevó a que algunos aprendices de brujo desencadenaran los conjuros que las difundieron. Ahora, dos estados que recientemente las han logrado amenazan con utilizarlas para el fin con el que fueron concebidas desde un principio: matar y destruir con rapidez y eficacia. Aunque no lleguen a ser empleadas, porque impere la racionalidad en los gobiernos enfrentados, el temor y la inseguridad que siembran con su sola existencia son el castigo que acompañará a la humanidad hasta que sea capaz de deshacerse totalmente de ellas.
Alberto Piris
*General de Artillería en la Reserva y
Analista del Centro de Investigaciones para la Paz