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Internacional

8 de mayo de 2002

Cuatro historiadores prueban el exterminio de 50.000 'rojos' durante la posguerra

El país
Un libro coordinado por Julián Casanova relata el paso del terror caliente a la violencia oculta

Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas en España entre el 1 de abril de 1939 (día del fin oficial de la guerra civil española) y 1946. El dato lo ofrece el libro colectivo Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco, que ha editado Crítica. Coordinado por Julián Casanova, incluye además textos de Francisco Espinosa, Conxita Mir y Francisco Moreno, que documentan el paso del terror caliente de la guerra civil a la violencia fría y oculta de la dictadura. Una violencia, dice Casanova, que 'contó con la complicidad de una amplia base social y de la Iglesia católica'.
La sublevación franquista del 18 de julio de 1936 fue mucho más que un golpe de Estado más o menos irracional. La violencia que siguió al alzamiento africanista obedeció a un plan previo de exterminio y represión cuyo objetivo era arrasar todo lo relacionado con la República y aniquilar a sus protagonistas, sus familias y sus amigos. Ese organizado proceso genocida, que se cobró 100.000 víctimas en la zona nacional entre julio del 36 y abril del 39 al calor del terror bélico (60.000 en la zona roja), se prolongó en una sedienta cascada de venganzas, delaciones y ejecuciones sumarias tras la guerra hasta que cayó el eje Berlín-Roma: 50.000 rojos más fueron asesinados por la maquinaria del terror franquista entre 1939 y 1946, y a esa cifra hay que sumar las víctimas que aún no han sido registradas (se calcula que pueden ser 13.000) en las últimas zonas republicanas: gran parte de Madrid, Toledo, Badajoz, Vizcaya...
Estos datos escalofriantes son la gran novedad de este libro, concebido por el profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova para 'tratar de equilibrar la desmemoria en que el tiempo, la historiografía y la transición sumieron a las víctimas de la guerra civil y la posguerra incivil'.
Casanova cuenta que, investigando en archivos recientemente abiertos, como los de la Ley de Responsabilidades Políticas, y oyendo testimonios nuevos, como los de los hijos arrebatados a sus madres durante y después de la guerra para ser entregados en adopción ilegal (cerca de 10.000, muchos de ellos de mujeres que fueron llevadas a conventos para purificarse), los historiadores han podido conocer en los últimos años las múltiples caras de un terror que funcionó durante casi tres lustros. Y ahora empiezan a hacer balance: 'La represión franquista se organizó por arriba y por abajo. Contó con una base social muy amplia y con la complicidad impune de la Iglesia católica, que se implicó pueblo a pueblo en perseguir y denunciar a los sospechosos de republicanos o rojos. Por un lado, se disparó el terror caliente y arbitrario de la maquinaria militar. Por otro, la violencia se institucionalizó y se legalizó desde 1939. A base de delaciones, informes, control social y moral religiosa. Esas ejecuciones se basaban en tres informes: el del comandante de puesto de la Guardia Civil; el del alcalde, que solía ser el jefe de Falange, y el del cura, que solía ser definitivo'.Esa enorme trama de verdugos voluntarios, 'que se alargó en el tiempo en parte porque la Iglesia no hizo nunca un gesto de reconciliación y en parte porque seguían vigentes el nazismo y el fascismo', respondía, dice Casanova, no sólo a un deseo de venganza exacerbado por décadas de anticlericalismo salvaje (7.000 eclesiásticos y 3.000 miembros de Acción Católica fueron pasados por las armas en la guerra), sino también a un sencillo acto de fe política, de mera supervivencia: la delación suponía la tranquilidad, cuando no un premio concreto para el delator. 'Muchas veces suponía la obtención de un empleo; algunas, incluso, la del mismo puesto de trabajo que ocupó el delatado'.
El libro se detiene en las pequeñas, terribles, historias locales para enseñar el lado más oscuro desde cerca. Francisco Espinosa repasa la microhistoria de Extremadura y Andalucía, 'el territorio de Queipo de Llano', y, a la luz de diversos archivos y documentos militares, refuta la tesis del golpe de Estado que se fue de las manos y se convirtió en contienda fratricida. A su juicio, la represión en esa zona obedeció a un plan de exterminio y terror, a un genocidio cuidadosamente preparado ('no hay que olvidar que la sublevación contó con la ayuda de Alemania', dice Casanova): 'Con apenas oposición ni terror rojo, se asesinó a miles de personas, empezando por Lorca y diversos políticos ilustres y acabando por una cantidad inmensa de jornaleros'.
El control social
Conxita Mir documenta cómo Franco fue recibido como un libertador por los pequeños y medianos propietarios de la Cataluña rural, que había sido colectivizada; narra los entresijos del control social desde abajo (el acoso al adulterio de la férrea moral católica, las delaciones forzosas), y prueba la importancia de los lazos de sangre en las denuncias (muchos delatores fueron familiares de víctimas de los rojos).
Y Francisco Moreno desmitifica en el último capítulo el romanticismo del maquis, al demostrar que el partido comunista acabó organizando a los 7.000 guerrilleros con normas similares a las de los partisanos de la resistencia europea.
'Todas son lecciones muy poco fructíferas', concluye Casanova. 'Pero es nuestro compromiso moral derribar los mitos'.