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Internacional

17 de noviembre del 2002

El milagro chino

Angel Guerra Cabrera
La Jornada

El congreso del Partido Comunista de China confirma el desvío acelerado de la aspiración socialista anunciada al triunfo de su revolución en 1949. A partir de las reformas de Deng Xiaopin, el gigante asiático ha conseguido un ritmo de crecimiento económico probablemente sin precedente en el mundo -9.3 por ciento anual promedio entre 1990 y 2001-, algo sorprendente en un largo periodo de trastornos crónicos de la economía mundial, que ha llevado al estancamiento de Japón, la Unión Europea y Estados Unidos, las tres grandes locomotoras capitalistas.
Pero este prodigio se ha dado a costa de un aumento inusitado de la desigualdad social, de grandes tensiones entre la bonanza económica del este y el atraso y marginación de extensas regiones del centro y el oeste, del desempleo sin protección alguna de decenas de millones, de la depredación ecológica y la aparición de una clase capitalista que es un vector del afán de lucro y la corrupción desenfrenados, donde aún muchos viven en la pobreza. Varios ciudadanos chinos figuran en la lista de Forbes entre los más ricos del mundo. El país se ha industrializado aceleradamente y en las grandes ciudades, como Shangai y Pekín, florecen los rascacielos y el teléfono celular, y los coches de lujo son parte del paisaje urbano, pero aumentan los desamparados.
En el campo, que continúa sumido en el atraso técnico y aumenta el acoso económico a la pequeña parcela, 800 millones con precarios y desatendidos servicios de educación y salud corren el riesgo de hundirse en la miseria más espantosa con el ingreso de su país en la Organización Mundial de Comercio, que permitirá la importación de productos agrícolas más baratos. A este panorama social de hirientes contrastes se le llama oficialmente "socialismo con características chinas", aunque lo que traiga a la memoria sea el arrasador avance de la revolución industrial desencadenada en el siglo XIX por el capitalismo en Europa, que también produjo gran crecimiento a expensas del desarraigo, la depauperación y la desesperanza de multitudes. Grandes contingentes humanos buscaron entonces la tabla de salvación en regiones relativamente despobladas -como Australia, Estados Unidos y el cono sur americano-, donde despegaba el experimento capitalista y era probable que quien trabajara duro lograra, si tenía suerte, librar el sustento diario.
Hoy, sin embargo, escasean aquellas oportunidades y vemos cómo Argentina y Uruguay, que llegaron a ser mitificados como un paraíso en la tierra por quienes huían del hambre y la persecución política en Europa, han caído en una postración económica inimaginable hasta hace muy poco tiempo y devenido expulsores de fuerza de trabajo. En Estados Unidos, por su parte, la condición de trabajador migrante equivale ahora a la de sospechoso, cuando no de enemigo, por mucho que esa sociedad de derroche no pueda prescindir de ellos. ¿Cuál será el futuro para millones de chinos desplazados por el milagro en marcha? ¿Se desentendería de su destino un régimen auténticamente socialista? ¿O tendrá que haber una nueva revolución en China que, como lo hizo la anterior con los señores feudales, barra en el futuro con los privilegios de los nuevos barones burgueses?, que ahora, por cierto, ingresarán al Partido Comunista.
Los propios líderes de Pekín han reconocido la existencia de graves carencias sociales, pero no han dado señal de que exista intención alguna de cambiar un rumbo que puede conducir a la desintegración y la catástrofe no sólo a ellos sino a su pueblo. Paradójicamente, gran parte del milagro chino es fruto de bases económicas, políticas sociales e ideológicas sentadas cuando el país estaba animado por la voluntad de una transformación socialista, aunque también del posterior giro a un cuestionable concubinato con el capital estadunidense y aquéllos de sus intereses estratégicos coincidentes -y a veces ni eso- con los del nacionalismo chino más estrecho. El voto de China a la vergonzosa resolución sobre Irak del Consejo de Seguridad de la ONU, que al fin y al cabo complació a Washington no obstante el maquillaje francés, es lo más lejano al comunismo y al internacionalismo que le es consustancial.
Hace casi cuatro décadas el Che Guevara sentenció en memorable ensayo, con ese estilo lapidario, gráfico y extraordinariamente sintético que tantos escritores envidiarían: no es posible construir el socialismo usando las armas melladas del capitalismo.
guca@laneta.apc.org