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Venezuela: El Golpe

14 de mayo del 2002

La historia del golpe y la retoma del poder (II)

Una triste y fugaz presidencia

Luis Cañón y Alexander Montilla, Diario Panorama

Carlos Andrés Pérez pide que clausuren la Asamblea. También insiste en que Chávez debe ser juzgado. En Fuerte Tiuna, el Presidente prisionero pasa unas horas en la casa asignada a José Vicente Rangel.

El general José Aquiles Vietry inspecciona el cuarto, como si lo hiciera con una lupa. Revisa la cama, la mesa de noche y el armario.
-Todo está en orden, Presidente. No hay riesgos para su seguridad, le dice a Chávez. Ya se puede recostar.
La habitación, asignada al jefe de Inteligencia Militar, es ahora el lugar de reclusión del prisionero. Son las seis de la mañana del viernes 12 de abril, sopla el viento en Fuerte Tiuna, el gigantesco complejo militar levantado sobre una explanada a los pies de las Cumbres de Curumo, al oeste de Caracas. Chávez, quien se ha negado ya tres veces a firmar su carta de renuncia, no sabe que Pedro Carmona Estanga se ha declarado, entre las brumas de la madrugada, Presidente de una llamada Junta de Gobierno de Transición, que convocará a elecciones en un plazo no mayor de 365 días.
Carmona, rodeado de Vásquez Velasco y otros altos oficiales de los cuatro componentes de la Fuerza Armada, ha dicho dos horas atrás, desde el mismo Fuerte Tiuna donde está encerrado el Presidente, que va a hacer un gobierno de unidad nacional. Su posesión, anuncia él, se hará ese mismo día en Miraflores y allí se sabrá quiénes lo van a acompañar en la llamada Junta.
Muy cerca de él, sin aparecer en las pantallas, está Daniel Romero, el hombre de Carlos Andrés Pérez.
La noche anterior, la del jueves 11 de abril, Carmona se esfuma de un cónclave celebrado en las instalaciones de Venevisión. La oposición quiere aprovechar la presencia de Luis Miquilena, quien llega a formalizar en una intempestiva rueda de prensa su distanciamiento de Chávez a raíz "de la masacre ocurrida esta tarde en Caracas".
El sonido es deficiente, las preguntas de los periodistas y las respuestas del octogenario luchador político se interrumpen varias veces. Hay mucho movimiento en el edificio de la cadena televisiva en la Colina de La Salle, al noreste de Caracas. Por ahí andan Francisco Arias Cárdenas, William Dávila, Leopoldo Puchi, Carlos Tablante, Rafael Poleo, Ernesto Alvarenga, Ignacio Arcaya, Alejandro Armas, José Luis Farías. Recién acaba de salir Claudio Fermín. ¡Qué coños de madre!, dice, y se marcha sin aclarar a quiénes se refiere.
En Venevisión se habla de una futura transición, se barajan nombres y posibilidades. La presencia de Miquilena se considera fundamental, es un gancho para atraer a sectores moderados del chavismo. En la reciente historia del MVR cuando Chávez era apenas una posibilidad política, ambos trabajaron tomados de la mano. Parecían cumplir la parábola del viejo maestro y el avezado discípulo.
De la reunión en Venevisión no sale mucho humo blanco, mientras Carmona, el hombre fuerte de Fedecámaras, olvidándose de su principal aliado de los últimos días, Carlos Ortega, presidente de la CTV, y de otra gente, ya diseña en Fuerte Tiuna, junto con Vásquez Velasco, otros generales más y Daniel Romero, la que se va a convertir en la más triste y fugaz Presidencia de Venezuela.
Entre esas manos mal asesoradas se cocina el falso decreto, que el país conocerá cerca de las cinco de la mañana del viernes 12 de abril, certificando que Chávez ha removido a Diosdado Cabello, su vicepresidente; a todos sus ministros y, a la vez, ha renunciado a la Presidencia. Un suicidio imposible de creer que, sin embargo, hipnotiza a Venezuela durante unas horas. Ahí mismo empieza a hervir también la idea de juzgar al presidente Chávez como responsable de la muerte de algunos de los manifestantes de Chuao, que intentaron marchar hacia Miraflores. No se puede ir del país, dicen.
¿De quién fue la momentánea idea de juzgarlo y no abrirle las puertas para que saliera hacia el exterior? Tal vez de Carlos Andrés Pérez, enemigo histórico y declarado de Chávez. El ex Presidente, en medio del vértigo informativo de ese viernes, ha insistido una y otra vez, en entrevista con CNN, que Chávez debe ser juzgado por la masacre del día anterior en Caracas, que no pueden dejarlo ir. Se olvida sí, de su propia responsabilidad en el aciago Caracazo del 27 de febrero de 1989.
En Fuerte Tiuna el ambiente se calienta. Algunos soldados, tenientes y capitanes de los batallones Ayala y Caracas, leales al comandante Chávez, muestran su inconformismo. ¿Dónde está la carta de renuncia?, se preguntan. Esto es un engaño de los generales, reclama un teniente coronel.
Chávez descansa en la habitación del jefe de la Inteligencia Militar. Fuma uno y otro cigarro, come sólo galletas con mermelada, bebe varias tazas de café y toma agua. Luego duerme un rato.
En Caracas, en tanto, se inicia la persecución al desbancado gobierno. Las imágenes del ministro de Interior y Justicia, Ramón Rodríguez Chacín, y del parlamentario del MVR, Tarek William Saab, blancos de golpizas de ciudadanos del común, mientras son detenidos, reflejan un cuadro crítico. No se sabe cuáles son los cargos en su contra y, más bien, lo que se ve es una incipiente cacería de brujas del nuevo gobierno que aún no se instala y de cuyos lineamientos nada se conoce.
Un oficial leal le lleva a Chávez un televisor al cuarto donde se encuentra confinado. El Presidente lo prende y ve las imágenes de esa fiesta mediática que se desata tras su salida de Miraflores y que aún no para.
De pronto aparece el fiscal general de la República, Isaías Rodríguez, en la pantalla. "A ver qué dice Isaías, me pregunto, y me quedo viéndolo. Escucho a Isaías diciendo, yo quisiera ver la renuncia firmada por el Presidente, mientras no aparezca podemos decir que se encuentra secuestrado y que estamos ante un golpe de Estado. Ahí está un varón diciendo la verdad, me digo, mientras dos lágrimas me afloran a los ojos".
Llegan los guardias: Comandante tenemos que trasladarlo. Chávez recoge sus objetos personales: un cepillo de dientes, una crema dental y una franela. Lo llevan a pie hasta su nuevo sitio de reclusión, en el mismo Fuerte Tiuna: la casa asignada al Ministro de Defensa. Allí está más aislado del ruido de sables. Algunos soldados que se cruzan a su paso se ponen firmes para saludarlo. Bebe más café, no come nada y toma mucha agua.
De nuevo llega una comisión de generales, con la carta de renuncia.
-Que firme, por favor.
-Ya saben las condiciones, mientras no me respondan no firmo. No olviden que soy un Presidente prisionero.
En Caracas, Carmona tras descansar un rato recibe una llamada de Washington. Es Otto Reich, secretario de Estado asistente para asuntos del Hemisferio Occidental. Se trata de un cubano americano, cercano a los grupos anticastristas de Miami, ex embajador en Venezuela y hombre de los afectos de George Bush. Hablan de los planes más inmediatos, de la intención del departamento de Estado de anunciar el respaldo oficial de Estados Unidos al nuevo Gobierno, tan pronto la locomotora se ponga en marcha y coja ritmo.
Según Reich, Washington no está de acuerdo con la intención de disolver la Asamblea, que ya ronda en la cabeza mal aconsejada de Carmona.
Lo cierto es que el romance entre Carmona y sus amigos con los oficiales de la Casa Blanca y el departamento de Estado ya tiene varios capítulos escritos. Se han reunido más de una vez para compartir su mirada crítica frente a Hugo Chávez y la llamada revolución que él lidera. El gobierno de Bush desconfía del mandatario venezolano y ayuda a debilitarlo, evitando, claro está, comprometerse demasiado en público.
Todavía está fresca la herida abierta por el mandatario venezolano, cuando mostró imágenes de los niños muertos en Afganistán y dijo, no sin una inoportuna dosis de razón, que esa era otra forma de terrorismo. La embestida de los Jet Boeing 757 el pasado 11 de septiembre contra las Torres Gemelas, ha lastimado demasiado el orgullo americano y no están para oír críticas de nadie. El malestar estadounidense con Chávez se alimenta con otros ingredientes: su acercamiento a Fidel Castro, a quien durante cuarenta años han aislado, las denuncias colombianas, siempre desmentidas, sobre la supuesta alianza de su gobierno con la guerrilla, igual que las visitas a sus socios de la Opep en el mundo árabe. Washington desconfía del hombre que gobierna al primer proveedor de petróleo de Estados Unidos. Asunto, el del petróleo, demasiado importante, que siempre será puesto en la balanza al medir la relación del país más poderoso del mundo con la nación venezolana.
La Casa Blanca quiere tranquilidad en los patios del importante suministrador. Teme a las alteraciones, le asusta la idea de un Chávez radical, amigo de los enemigos de Estados Unidos: Castro, Hussein, Gadaffi. Por eso ayuda a empujar el carro loco en contra del Presidente, fiel a su tradición de país autorizado por una suerte de designio divino a meter baza en todas partes.
Carmona habla con Reich por teléfono, luego con Carlos Andrés Pérez: -Cambie toda la guardia de Palacio, le advierte el viejo zorro político de Acción Democrática. Se reúne en Caracas con el embajador estadounidense, Charles Shapiro, y luego regresa a Fuerte Tiuna a seguir conversando con el general Vásquez Velasco y otros comandantes.
Hacia el mediodía del viernes, Carmona empieza a olvidar su idea inicial de participar con otros socios en la Junta de Gobierno de Transición. Teodoro Petkoff y Alberto Federico Ravell, han sido invitados, horas antes, a formar parte de la misma. Ninguno de los dos acepta montarse en ese bus sin frenos.
Ante las decepciones ya mencionadas, se piensa en los nombres de Francisco Arias Cárdenas y Guaicaipuro Lameda, quienes se quedan iniciados. En definitiva la idea de un poder compartido, a través de la Junta, es sepultada. Carmona parece no darse cuenta de que lleva varias horas cavando su propia tumba política.
Entre tanto, algunos de los hombres del Presidente que han salido la noche anterior, de manera atropellada del Palacio de Miraflores, trabajan ya en un reagrupamiento de ideas y fuerzas. José Vicente Rangel, fiel a su propuesta inicial, se resguarda en la base militar de Maracay. Allí esperan órdenes los integrantes de la Brigada 42 de Paracaidistas y una flota de pilotos de los F16, los cazas más veloces de Occidente, armados de un cañón Vulcan y dotados en sus pilones externos de misiles convencionales para atacar aire-aire y aire-tierra. Son leales a Chávez. Hay comunicaciones con otras fuerzas afectas al Jefe del Estado.
El vicepresidente Diosdado Cabello se esconde al amanecer del viernes en la popular barriada de Catia, que nació décadas atrás arañando los cerros que bordean la autopista a Maiquetía. En algunos de esos ranchos, sobre cuyos techos flota un bosque de antenas de televisión, se encuentra el hombre constitucionalmente habilitado para reemplazar al Presidente prisionero. Por eso su seguridad es fundamental. Lo cuidan y protegen los círculos bolivarianos que él ayudó a crear. Diosdado ha sido alma y nervio de esos grupos, inspirados en los Comités de Defensa de la Revolución Cubana.
Hay varias comunicaciones vía celular entre José Vicente, Diosdado, Aristóbulo Istúriz, escondido en Caracas, y el general Baduel, atrincherado en Maracay. Es urgente, piensan ellos, hablar con el Presidente, trasmitirle un mensaje clave: debe hallar la forma de decirle al país y al mundo que no ha renunciado. Se debe dialogar también, y así lo hace Rangel, con el canciller Luis Alfonso Dávila, quien se encuentra en una especie de limbo, en medio de la Cumbre del Grupo de Río en San José de Costa Rica. Hay que mover a la comunidad internacional, contarle que las espadas y los fusiles se alzan contra la democracia.
Chávez permanece en Fuerte Tiuna.
El país empieza a salir del colapso que le causó el torbellino de sucesos de las últimas 24 horas, que desemboca en la renuncia del Presidente.
Venezuela intenta despertar y abrir los ojos mientras se pregunta: ¿Qué pasó en realidad? ¿Qué está pasando? ¿Hacía dónde vamos?
Entonces, al filo de la tarde, la nación asiste estupefacta a esa tragicomedia que significa la posesión de Carmona Estanga, en el salón Ayacucho, de donde han volado la imagen de El Libertador. Sienten pena inconsciente de que Él sea testigo de semejante aquelarre. Frente a sí mismo, Dios y siervo a la vez, el nuevo Presidente se autoposesiona. De la manga de Daniel Romero, el hombre de Carlos Andrés Pérez, brota un decreto de varios artículos, como cuando un mago saca palomas del fondo de su chistera.
Descabezan la Asamblea, tal como lo había pedido CAP públicamente y hay aplausos de obispos, políticos nostálgicos de la IV República, arribistas que buscan un cupo cualquiera, y empresarios que asisten al acto. Borran del nombre constitucional de la República, la palabra Bolivariana, acaban con los otros poderes públicos, facultan al nuevo Presidente para hacer tierra arrasada con alcaldes y gobernadores que no sean de su agrado y hay más aplausos. Isaac Pérez Recao participa como uno de los protagonistas de esta historia de la sinrazón, aunque ahora Carmona Estanga asegure que no lo conoce.
La autoría del controvertido decreto aún no se aclara. El abogado constitucionalista Allan Brewer Carías niega haber sido él: "Fui consultado como muchos otros juristas, pero mis recomendaciones no fueron tomadas en cuenta".
Ya se oyen, colados entre el ruido de los aplausos, voces de demócratas sorprendidos, quienes comprenden en toda su dimensión lo que acaba de ocurrir. El orden constitucional ha sido borrado de un hachazo. Así lo advierten Teodoro Petkoff y otras mentes lúcidas.
Venezuela asiste, a través de la televisión, a la ceremonia de la posesión de Carmona y sale de ese teatro del absurdo desencantada y frustrada.
Hugo Chávez, sin saber bien lo que sucede, de nuevo recoge la franela, el cepillo de dientes y la crema dental. Su presencia causa demasiado ruido en Fuerte Tiuna, hasta ahora el principal bastión de los rebeldes. Hay que sacarlo de allí. Las aspas del helicóptero que lo espera parecen oscuros girasoles en movimiento. Son las siete y treinta de la noche del viernes 12 de abril.