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La vieja Europa

El poder de Berlusconi

Robert Fisk

Sciuscia,
en napolitano, significa "limpieza de calzado". Es el nombre del programa más controvertido, irritante y provocador en el segundo canal de la televisión estatal italiana, la RAI. A Silvio Berlusconi, primer ministro de Italia, le gustaría que la edición 33 de Sciuscia, que se presentó la semana pasada, haya sido la última. Apenas en abril pasado Berlusconi sostuvo que Mi-chele Santoro, el conductor de esta mezcla delirante de brillantes documentales y una sección llamada Qué hubo de despreciable en la semana, ha hecho "un uso criminal de la televisión pública".
Los periodistas italianos esperan que corra sangre. En el programa de cierre de temporada, la semana pasada -en el que se me invitó a participar-, se incluyó un devastador documental del reportero Co-rrado Formigli sobre el fracaso de la ayuda occidental a Afganistán. También se presentó un prolongado, airado y en ocasiones hilarante debate en el estudio acerca de nuestra absurda injerencia en aquel país, entre funcionarios del gobierno, especialistas en defensa, una actriz estadunidense, un reportero izquierdista italiano, un periodista pro israelí y el signor Fisk. Ojalá la BBC pusiera al aire esta clase de agudas discusiones en tiempo real. En cierto mo-mento incluso logré que los demás invitados tocaran el tema de las razones por las que se cometieron los crímenes contra la humanidad del 11 de septiembre.
Pero el asunto no es ese. Sciuscia ha sido una plaga para el gobierno de Berlusconi, e incluso se puso a investigar los antecedentes cuasimafiosos de uno de los colaboradores más cercanos del primer ministro. Por presentar las tribulaciones de los palestinos bajo la ocupación, la comunidad judía acusó a Santoro -como a tantos pe-riodistas que se atreven a criticar a Israel- de "antisemitismo". Leone Paserman, presidente de la comunidad judía en Roma, también pidió a la dirección de la RAI que despidiera a Santoro. Más tarde un tribunal italiano ordenó a Paserman pagar una in-demnización de 50 mil euros al conductor de televisión.
Como muchos reporteros de izquierda en Italia, Santoro fue comunista. Comenzó su carrera periodística en el diario L'Unitá, a la sazón del Partido Comunista, pero en la actualidad es el perfecto animador de televisión, tan provocador y teatral, que incita a sus invitados lo mismo a la furia que a la generosidad.
Los cinco miembros del consejo de dirección de RAI no se divierten con Santoro. Tres de ellos, nombrados en febrero, son aliados de Forza Italia, el partido de Berlusconi, y el presidente del canal, Antonio Baldassare, es cercano a la coalición del primer

ministro. El equipo de producción de Sciuscia no ha sido informado si se le permitirá lanzar otra serie; a estas alturas debería ya estar planeando la programación del próximo otoño. Además de la influencia que ejerce sobre el consejo de la RAI, Berlusconi posee un virtual monopolio de la televisión privada italiana: controla tres canales privados -Canal 5, Italia 1 y Red 4- y por medio de su hermano controla el dia-rio Il Giornale, con una circulación de 200 mil ejemplares. También domina de hecho la revista semanal Panorama y la revista de chismes Chi, la cual tiene una circulación cercana al millón de ejemplares.
¿Se trata, por lo tanto, de una escaramuza más entre el mandamás derechista de la política italiana y las subversivas y electoralmente derrotadas fuerzas de izquierda? Sería agradable pensarlo así. Pero horas después del último programa de la serie fui a ver una exposición en el sótano del mo-numento a Víctor Manuel, ese notorio pastel de crema hecho de concreto y mármol que alberga al soldado desconocido italiano de la Primera Guerra Mundial. La exhibición, según anunciaba una placa a la entrada, fue inspirada nada menos que por Berlusconi, una demostración de 150 años de unidad italiana. Adentro había docenas, de hecho cientos de banderas militares, de-masiadas, de la guerra de 1914-1918 y anteriores. Había un trozo del peroné de José Garibaldi, extirpado después de que fue herido en la batalla de Aspromonte, en 1862, e incluso la bota derecha del héroe, acolchada de piel, con todo y el orificio de la bala.
Mucho más impresionante era un largo documental de la campaña italiana contra el imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial, cuando Italia, por su-puesto, estuvo de "nuestro" lado. Mostraba increíbles testimonios fílmicos de las líneas frontales alpinas -películas verdaderas, no recreaciones como tantas cintas británicas de la época- y del hundimiento de un gigantesco barco de guerra que, a semejanza del Titanic, se vuelca sobre cientos de sobrevivientes. Lo preocupante, sin em-bargo, eran los comentarios escritos que aparecen en la pantalla como debió de haber ocurrido cuando la película se editó por primera vez, presumiblemente en los primeros años del gobierno de Benito Mussolini. Una y otra vez se hace referencia a la guerra "gloriosa", y a las 600 mil bajas italianas en el conflicto se les considera un "holocausto". La última gran batalla de la guerra, en Piave, se caracteriza co-mo un sacrificio sangriento. Nada alejado de la realidad, tal vez, pero, ¿qué significa todo esto? ¿Es en verdad la sangre el cemento unificador de Italia?
Me pareció que podría encontrar un antídoto al otro lado de la plaza, en el Palazzo Valentini, donde se montó otra exposición -Retrato de una era: arte y arquitectura en el periodo fascista- en lo que eran las termas del emperador Trajano. El propósito de esta exposición, me informó la introducción escrita por Rossana Bossaglia, es "mostrar cómo el arte italiano de la época fascista desarrolló un lenguaje expresivo propio, capaz de abordar temas diferentes en forma completamente independiente". Esto sonaba un poco elusivo. No contenía condena alguna a la época fascista. Más bien era como echar un vistazo a lo que pudo tener de bueno. Y aunque parezca increíble, si bien las pinturas y esculturas ya eran fascinantes por sí mismas, había un óleo de Mussolini y después una estatua de éste, y luego una fotografía del Duce mi-rando esa misma estatua.
Silvano Moffa, presidente de la provincia de Roma, nos ofrece, en la misma introducción, la idea de que "el fascismo, como era en el decenio de 1920 -es decir, un movimiento caracterizado por la necesidad de celebrarse a sí mismo-, no era el movimiento en que se convirtió en el decenio de 1930. Desde el comienzo de su dictadura, Mussolini expresó que la relación entre la política y el arte era importante, y promovió diversas exposiciones..."
¿Qué significa esto? Me escabullí bajo el sol vespertino para tomar un almuerzo tardío y abrí mi periódico italiano. ¿Y qué encontré? El presidente italiano Carlo Ciampi quiere rendir homenaje a José Garibaldi, a los soldados italianos que combatieron con valor a los nazis en la isla de Cefalonia, durante la Segunda Guerra Mundial y -un momento- a los soldados que participaron en la batalla de El Alamein, en 1942. Pero estos últimos soldados combatían por Mussolini y sus aliados nazis. Si Erwin Rommel hubiera ganado esa batalla con ayuda italiana, las potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón) habrían llegado a El Cairo y Palestina, cuya población judía habría sido entonces incluida en el holocausto. Me pregunté si el dirigente judío Paserman no habría hecho mejor en quejarse de este plan siniestro de Ciampi, en vez de atacar a Santoro.
¿Es motivo para preocuparse? Los periodistas italianos quisieron restar importancia al asunto. Lo que pasa, me dijeron, es que Berlusconi es ante todo un hombre de negocios, al igual que Ciampi. Santoro es un artista al que le gusta hacerse el mártir. Y si Sciuscia vuelve al aire, habrá sido una tempestad italiana más. Si no ocurre así, sin embargo, muchos europeos harían bien en tomar más en serio a Berlusconi, preguntarse si en verdad es el gobernante de una Italia unida... o un bribón.
Traducción: Jorge Anaya
© The Independent