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La vieja Europa

3 de junio del 2002

La reforma del desempleo y la huelga general

Cuando este documento estaba ya redactado nos asombra la noticia (nuestra capacidad de asombro, o ingenuidad, no tiene limites) de que el Gobierno ha dictado un decreto-ley cuyo contenido es prácticamente idéntico al del documento que presentó a los sindicatos. Sorprende esta reacción por su profundo contenido autoritario incompatible con las formas democráticas, pues ¿dónde está la extraordinaria y urgente necesidad que exige el art. 86.1 de la Constitución? Por otro lado si lo que se ha pretendido es salir al paso de la convocatoria de huelga, entonces ya no se trata de una cuestión de formas, sino de contenidos.
El artículo 41 de la Constitución ordena a los poderes públicos que, a través del sistema de Seguridad Social, garanticen a los ciudadanos "asistencia y prestaciones sociales suficientes especialmente en caso de desempleo". Esta mención expresa del desempleo ha tenido la virtud de poner coto a lo que, desde hace muchos años, ha sido una tendencia recurrente en ciertos planteamientos políticos y doctrinales que abogan por segregar las prestaciones de desempleo del tronco común de la Seguridad Social. Según esta tendencia está bien que la Seguridad Social se ocupe de los inválidos, pues se supone que nadie va a cortarse un brazo para cobrar una pensión de invalidez (lo que no obsta a que se hable continuamente de reforzar los controles sobre las declaraciones de invalidez) o de los jubilados pues nadie tiene la culpa de llegar a viejo (lo que tampoco es óbice para que continuamente se aconseje a los ciudadanos que ahorren para el futuro y no confíen mucho en la solidaridad de los jóvenes). Pero tener que darle prestaciones sociales a los parados ya no es comprendido con tanta naturalidad. No es casualidad que en casi todos los países dichas prestaciones hayan sido las últimas en incorporarse a la acción protectora de la Seguridad Social.
Y es que el parado siempre ha sido una figura social "sospechosa" para cierta línea de pensamiento que prefiere culpabilizar de su propia situación a quien pierde o no encuentra un puesto de trabajo antes que reconocer que la propia existencia de millones de parados en los países capitalistas más desarrollados constituye una clamorosa y evidente prueba empírica de que el sistema no es ni tan justo ni siquiera tan eficaz como sus apologetas lo pintan.
En momentos históricos más duros por los que ha atravesado nuestro país no hace demasiado tiempo –durante el franquismo- el parado tenía que emigrar al extranjero si quería evitar el riesgo de que se le aplicara la "ley de vagos y maleantes". Afortunadamente, a nadie se le ha ocurrido –todavía- restaurar la vigencia de una norma semejante y, por otro lado, ahora no tenemos que emigrar sino que recibimos inmigrantes.
Y, para terminar de redondear este halagüeño panorama, nuestra tasa de desempleo viene disminuyendo en los últimos años y, además, la liquidación del presupuesto del INEM –y de la Seguridad Social en su conjunto- exhibe saneados superávits. ¿A qué viene, pues, plantear un recorte drástico en las prestaciones –de desempleo y otras conexas- que reciben nuestros parados? Más que responder a esa pregunta, dirigiremos nuestra atención a demostrar que, efectivamente, de un recorte drástico se trata.
Analizar con detalle un documento –el presentado por el Gobierno- que contiene dieciocho medidas a lo largo de veinticuatro apretados folios es imposible en los márgenes de una colaboración periodística. Nos conformaremos con comentar –lo más sintéticamente posible- las que en el debate en curso aparecen como las tres medidas estrella: eliminación de los salarios de tramitación, redefinición de la oferta adecuada de empleo y "reordenación" –así se le califica en el documento- del subsidio agrario.
Los salarios de tramitación vienen definidos por el Estatuto de los Trabajadores como parte de la indemnización que el empresario debe a un trabajador injustamente despedido. En efecto, despedir a un trabajador con violación de sus derechos fundamentales o sin concurrir alguna de las causas (numerosísimas y, algunas de ellas, polivalentes) legalmente establecidas es un acto del empresario jurídicamente ilícito que, además, produce un evidente perjuicio al trabajador. Para la reparación de ese perjuicio no basta con reintegrarlo a su puesto de trabajo: habrá que abonarle los salarios dejados de percibir desde la fecha del despido hasta dicha reincorporación:
esos son los denominados "salarios de tramitación".
Si el empresario –cuando la ley le autoriza a ello, que es en la mayoría de los casos- decide sustituir la reincorporación del trabajador por el pago de una indemnización, ésta no tiene nada que ver con aquellos salarios de tramitación –que deberá en todo caso- sino con esa decisión libérrima de no readmitir al trabajador.
Conceptualmente es, pues, inadmisible eliminar los salarios de tramitación.
Hay que añadir dos precisiones: la primera es que desde hace ya años dicha indemnización solamente le cuesta al empresario 60 días de salario: el exceso lo paga el Estado en concepto de mal funcionamiento de la Administración de Justicia, que no ha conseguido emitir una sentencia en dos meses (seguramente al resto de los ciudadanos nos gustaría recibir un trato semejante cuando nuestros pleitos se eternizan en juzgados y tribunales); la segunda es que si el empresario acepta en el acto de conciliación administrativa previa que el despido es improcedente y ofrece la indemnización correspondiente, el cómputo de los salarios de tramitación se detiene en los días transcurridos hasta ese momento, por mucho que el trabajador decida seguir pleiteando.
Y una cosa más: la eliminación de los salarios de tramitación –al margen de su inaceptabilidad conceptual- no es pecata minuta para el desempleado: según nuestras informaciones la media de duración de los mismos se sitúa en torno a los cuatro meses que es también la duración media de efectiva percepción de la prestación contributiva de desempleo (porque aunque se reconozca más tiempo, no suele agotarse) y que, en todo caso, coincide con la duración legal mínima de dicha prestación. Dado que la cuantía mensual de la prestación por desempleo es sensiblemente inferior a la cuantía mensual de los salarios de tramitación, eliminar estos significará económicamente –en un amplio porcentaje de casos- algo más grave que suprimirles sin más la prestación por desempleo. Y eso sin contar que, a su vez, los salarios de tramitación están sujetos a cotización: al desaparecer se producirá una merma en los ingresos del INEM y, al propio tiempo, un recorte de las cotizaciones computables para prestaciones de Seguridad Social –en general, no solamente del desempleo- del trabajador.
Pasemos al segundo tema. La redefinición de lo que se considera "empleo adecuado", cuyo rechazo terminará produciendo la pérdida de la prestación por desempleo, se ha presentado a la opinión pública de la peor manera posible. Ante todo, parece como si se tratara de un mecanismo nuevo, cuando lo cierto es que –desde siempre- la situación legal de desempleo se ha definido sobre la base la involuntariedad, de tal manera que la permanencia del parado en su situación de tal –por no aceptar un trabajo que se le ofrece- siempre ha sido causa de extinción de la prestación. A partir de ahí, parece de toda lógica que el empleo que se ofrece reúna ciertas características mínimas: no se puede obligar a alguien a "aceptar cualquier cosa". En eso consiste el empleo adecuado. La legislación vigente (artículo 213.2 de la Ley General de Seguridad Social) lo define sobre la base de tres notas: que se corresponda con la profesión habitual del trabajador o cualquier otra que se ajuste a sus aptitudes físicas y formativas; que se ofrezca un salario equivalente al establecido en el sector correspondiente; y que no suponga un cambio de la residencia habitual, "salvo que tenga posibilidad de alojamiento apropiado en el lugar del nuevo empleo". A nuestro juicio, difícilmente se puede definir de manera más prudente –y, al propio tiempo, flexible- lo que debe entenderse por colocación o empleo adecuado, a nivel legal. Y será la jurisprudencia la que, en caso de controversia, decidirá sobre cada caso.
Dicho esto, se puede plantear concretar algo más esa definición, aunque nosotros no lo creemos necesario. El documento del Gobierno lo hace estableciendo unas reglas que, cuando menos, son discutibles. Así, se considera que es profesión habitual del trabajador cualquiera que se haya ejercido a lo largo de la vida durante más de seis meses en un año; algunos conocemos a licenciados universitarios que, mientras estudiaban la carrera, trabajaron más de seis meses en un año despachando copas o como mensajeros; o que, recién terminada la carrera, han trabajado como auxiliares administrativos; no parece lógico considerar que esas son profesiones habituales de esa persona. Pero es que además, según el documento, transcurrido el año "se considerará adecuada la colocación en cualquier otra profesión que a criterio del Servicio Público de Empleo pueda ser debidamente ejercida por el trabajador"; pero es obvio que un ingeniero en paro o un tornero en paro pueden ejercer debidamente la –por lo demás, dignísima- profesión de barrendero; pero no parece muy lógico establecer legalmente la obligación de aceptar ese trabajo so pena de perder una prestación por la que el trabajador, ahora en paro, ha cotizado debidamente.
Otra regla del documento del Gobierno –la que mayor repercusión mediática ha alcanzado- es que, desde el punto de vista geográfico, se entenderá adecuada la colocación "situada en un radio inferior a 50 Km. (ó 40 ó 30) de la localidad de residencia y/o no superar las tres horas (en total) de desplazamiento, y/o no suponga un gasto superior al 20 % del salario neto mensual". Es obvio que, según las condiciones concretas de las comunicaciones, 50 Km. puede considerarse una distancia corta, larga o muy larga; también lo es que tres horas (o incluso dos como parece que se dice en un texto posterior del Gobierno) es mucho tiempo: significa más o menos un incremento del 25 % sobre la duración ordinaria de la jornada de trabajo; y, desde luego, tener que emplear el 20 % del salario neto en desplazamiento es muchísimo; que los lectores hagan la cuenta con su propia situación y reflexionen al respecto. Cuando vivimos una cultura de contención de la inflación en la que nos hemos acostumbrado a contar los decimales en los créditos hipotecarios, en los aumentos salariales anuales, en las evoluciones del P.I.B., etc. etc. sorprende la alegría con la que se habla nada menos que de un 20 % de pérdida en el salario neto.
Finalmente, el Gobierno plantea –y es, quizás, la única vez que recurre al eufemismo en un documento que, en general, hay que reconocer que emplea un lenguaje muy franco- "reordenar el subsidio agrario". Pero la pretendida reordenación consiste en suprimir a partir de ahora (es decir, de cuando se apruebe la reforma, si finalmente se aprueba) el subsidio agrario de los eventuales del campo, existente en Andalucía y Extremadura, manteniéndolo con carácter transitorio y a extinguir para quienes lo vengan percibiendo.
Sobre esto hay que decir que "desde su creación dicho subsidio por desempleo ha formado parte de un sistema integrado de protección, junto con medidas de fomento del empleo y de formación ocupacional rural, cuyo funcionamiento ha posibilitado avances importantes, tanto desde un punto de vista cuantitativo como cualitativo, con relación al antiguo y deficiente sistema de empleo comunitario y ha permitido hacer frente a los graves problemas económicos y sociales que padecen las personas que dependen de la actividad agrícola eventual en las Comunidades de Andalucía y Extremadura, a las que se extiende el ámbito geográfico de aplicación del subsidio, debido a sus especiales circunstancias de paro, una vez aclarado el carácter no discriminatorio de dicha aplicación por la Sentencia del Tribunal Constitucional de 11 de mayo de 1989". No son palabras nuestras sino del Preámbulo del Real Decreto 5/1997, de 10 de enero, vigente en la materia, que, fruto de un acuerdo entre el Gobierno y los interlocutores sociales, mejoró la regulación anterior y que, a su vez, fue objeto de una nueva e importante mejora (consistente en no computar los salarios de los eventuales agrícolas como rentas cuya percepción podría determinar la pérdida del subsidio) mediante Real Decreto 73/2000, de 21 de enero.
¿Qué ha pasado desde esa última fecha –hace menos de año y medio- para que el subsidio en cuestión pase a ser denostado? Todo el mundo reconoce que el subsidio tiene unos efectos beneficiosos inducidos –en términos de fijación de la población al territorio, de conservación del medio ambiente rural, de limitación de las inmigraciones masivas e indigeribles a las grandes ciudades, de reequilibrio interregional; en suma, de paz social y calidad de vida- que van mucho más allá de su estricta función, que ya es importante, de mecanismo otorgador de rentas de compensación a una población históricamente maltratada. Por otra parte, el coste de este subsidio es –si lo ponemos en relación con esos beneficios- irrisorio: equivale a aproximadamente la cuarta parte de los excedentes de las cotizaciones por desempleo en el año 2001. Es decir que con dichos excedentes habría como para pagar cuatro veces el subsidio y, desde luego, ya que algunos hablan de agravio comparativo, habría de sobra para extenderlo a toda España, lo que no supondría mucho: en Andalucía y Extremadura se concentra aproximadamente el 70 % de los eventuales agrarios del país.
Pero, ya que hablamos de agravios comparativos o discriminaciones, conviene señalar que cuando se dice que se va a tratar a los desempleados agrarios igual que a los demás trabajadores –acabando con su presunto privilegio- se está diciendo algo completamente falso. En la actualidad, los trabajadores comunes tienen derecho a un día de prestación por desempleo por cada 3 días de cotización; el documento del Gobierno, en cambio, pretende otorgar a los desempleados del campo un día de prestación por cada 4 de cotización; o dicho a la inversa: mientras los trabajadores de la industria y los servicios reciben por un año de cotización cuatro meses de prestación, los agrarios, por ese mismo año solamente percibirán –si la reforma prospera- tres meses. Eso sí que es una discriminación y perfectamente cuantificable: les perjudicarían en un 25 %. Pero hay algo peor:
según el documento del Gobierno, "En principio, el sistema sería contributivo puro sin otorgar derecho a los subsidios por desempleo de nivel asistencial". Esto es gravísimo: se trata de una serie de subsidios que pueden durar desde tres meses hasta trece años (en el caso de trabajadores mayores de 52 años) a los que tienen derecho los trabajadores comunes que están por debajo de un cierto umbral de rentas y que reúnen otros requisitos –tales como tener cargas familiares o determinada edad- y que normalmente empiezan a percibirse –en cuantía igual al 75 % del salario mínimo interprofesional, salvo algunas excepciones- al terminar el período de cobro de la prestación contributiva. ¿Por qué razón a los desempleados agrarios eventuales, que ya de por sí tendrán enormes dificultades para reunir las cotizaciones necesarias para poder cobrar la prestación contributiva se les priva de la posibilidad de que –si están en esa situación de necesidad- puedan acceder a esos subsidios? De nuevo: eso sí que es una discriminación y una gran injusticia.
Lo dicho hasta ahora no es más que una pequeña muestra del carácter absolutamente perjudicial e injusto de la reforma planteada por el Gobierno.
Mencionaremos, solamente a título de ejemplo, algunas medidas más de las que se proyectan: se suprime la prestación por desempleo de los trabajadores fijos discontinuos no sujetos a llamamiento (los llamados "trabajadores parciales periódicos", abundantísimos en ciertos sectores como la enseñanza y la hostelería); perderán el subsidio de desempleo muchos trabajadores que antes hubieran podido acceder a él, al pasar a computarse la indemnización por despido como renta; se elimina la modalidad de cobro de la prestación por desempleo por capitalización –sustituyéndola por un sistema de subvenciones a las cuotas- con lo que ello supone de dificultades al autoempleo; se elimina la cotización por desempleo en el empleo público subvencionado, con lo que los trabajadores afectados no podrán acceder a prestaciones por desempleo; se prevé que determinados subsidios por desempleo se abonen directamente al empresario, reduciendo en la misma cuantía el salario que deberían pagar al trabajador desempleado que contrate: si el contrato de trabajo está mal remunerado o es a tiempo parcial, el trabajador le puede salir gratis. Y todo ello no es más que la continuación de otros recortes que no son proyectos sino que ya están en el BOE: por ejemplo, en la Ley de Acompañamiento del pasado diciembre se ha reducido sensiblemente la prestación por incapacidad temporal de los perceptores de prestaciones por desempleo.
Ante todo esto los sindicatos han anunciado una jornada de huelga general en señal de protesta. Como ciudadanos, no debemos ni queremos eludir pronunciarnos sobre esa cuestión. Dado el carácter de las medidas propuestas –que afectan a toda la clase trabajadora, aunque algunas sean específicas para los trabajadores del campo- no procede una huelga sectorial (por ejemplo, de la hostelería, o del metal, o del campo, o de la construcción, etc.) sino que lo adecuado es una huelga general. Dada la gravedad de las medidas y del enorme perjuicio que pueden suponer para millones de trabajadores, plantear una huelga de menos de un día –por ejemplo, horas- o una simple manifestación o cualquier otra medida, nos parecería desproporcionado por lo endeble de la respuesta. Los sindicatos han sido, pues, enormemente prudentes al limitar la protesta a un día de huelga.
Finalmente, ni siquiera vamos a dejar de comentar la elección del día: la víspera de la cumbre europea. Es evidente que los sindicatos eligen ese día para dar mayor repercusión mediática –y, eventualmente, mayor efectividad- a su protesta, y tienen pleno derecho a ello. Es obvio también que, dado el ambiente festivo-triunfalista que nos invade (triunfomanía, selección nacional de fútbol ocupando un tercio de los telediarios, España país anfitrión de la cumbre, etc. etc.) la elección de ese día atraerá con toda seguridad sobre los sindicatos el calificativo de "aguafiestas". Pero, señores, se trata precisamente de eso: es que no estamos para fiestas! Hace pocos días en estas mismas páginas Vicenç Navarro (El País, 22 mayo) denunciaba la impudicia con que algunos sociólogos y políticos –incluso autocalificados como socialdemócratas- teorizan sobre la presunta desaparición de la clase trabajadora. Pues bien: clase trabajadora es aquella que, si se queda un día en su casa, el país se paraliza. Esperemos que el día 20 de junio se haga evidente que en España sigue existiendo clase trabajadora y que es capaz de defender sus derechos cuando son injustamente atacados.