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La vieja Europa

12 de noviembre del 2002

Europa versus Estados Unidos

Edward W. Said
La Jornada

Aunque he visitado Europa docenas de veces, nunca había estado más de una o dos semanas en un solo viaje. Este año, por primera vez, tengo una residencia de casi dos meses en la Universidad de Cambridge, donde estoy invitado a impartir en uno de los colegios una serie de cátedras en torno al humanismo.
Lo primero que noto es que la vida aquí es menos estresante y atareada que en Nueva York, en mi universidad, Columbia. Tal vez este ritmo ligeramente más relajado se deba en parte a que Gran Bretaña no es ya una potencia mundial, pero también a la saludable idea de que las antiguas universidades de por acá son sitios de reflexión y estudio y no centros económicos para producir expertos y tecnócratas que servirán a las corporaciones y al Estado. Así que el ambiente posimperial me da la bienvenida en medio de la absolutamente avasallante y repulsiva fiebre de guerra.
Si uno se sienta en Washington y tiene alguna conexión con las elites de poder del país, el resto del mundo se despliega ante uno como un mapa que invita a la intervención en cualquier lugar y en todo momento. En Europa este tono no sólo es más moderado y reflexivo: es también menos abstracto, más humano, más complejo y sutil. Es cierto que Europa en general y Gran Bretaña en particular cuentan con una población musulmana mucho más grande y significativa en términos demográficos. Sus puntos de vista participan del debate en torno a la guerra en Medio Oriente y contra el terrorismo. La discusión de la guerra que parece a punto de estallar contra Irak tiende a reflejar más sus opiniones y reservas.
En cambio, en Estados Unidos a los musulmanes y árabes todavía los consideran en el "otro bando", cualquier cosa que esto signifique. Estar en el bando contrario no es sino respaldar a Saddam Hussein y ser "un no estadunidense". Ambas ideas son aberrantes para los árabes y musulmanes estadunidenses, y sin embargo persiste la idea de que ser árabe o musulmán significa llanamente apoyar a Saddam y a Al Qaeda. (De paso declaro que no conozco ningún otro país donde el adjetivo "no" en conjunción con el gentilicio designe al enemigo común. Nadie dice "no español" o "no chino": éstas son confecciones estadunidenses muy particulares para dar fe de que todos "amamos" a nuestro país. Me pregunto cómo puede alguien "amar" algo tan abstracto e imponderable como un país.)
La segunda diferencia principal que he notado entre Estados Unidos y Europa es que la religión y la ideología juegan un papel mucho más importante en el primero que en el segundo. Una encuesta reciente efectuada en Estados Unidos revela que 86 por ciento de los estadunidenses creen que Dios los ama. Se vocifera mucho contra los islamistas fanáticos y la jihad violenta, que son vistos como escoria universal. Por supuesto lo son, como todo fanático que alega seguir la voluntad de Dios y combate en su nombre. Lo más extraño es la gran cantidad de fanáticos cristianos que existe en Estados Unidos y que conforma el núcleo de apoyo a George Bush. Con 60 millones de individuos, representa el más importante bloque de votos en la historia de Estados Unidos. Mientras en Inglaterra ha descendido dramáticamente la asistencia a los templos, nunca ha sido más alta en Estados Unidos, donde las sectas cristianas fundamentalistas son, en mi opinión, una amenaza para el mundo y alimentan al gobierno de Bush con el impulso de castigar al mal mientras condenan a la sumisión y la miseria, con ademán virtuoso, a poblaciones enteras.
Es la coincidencia entre la derecha cristiana y los llamados neoconservadores en Estados Unidos lo que arrastra al país hacia el unilateralismo y la bravuconería, a esa sensación de misión divina.
El movimiento neoconservador comenzó en los años setenta como movimiento anticomunista, que con su ideología pregonaba la supremacía estadunidense y una enemistad eterna al comunismo. La frase "valores estadunidenses", que ahora se saca a relucir para intimidar al mundo, fue inventada por gente como Irving Kristoll, Norman Podhoretz, Midge Decter y otros que alguna vez fueron marxistas y que luego se pasaron total y religiosamente al otro lado. Para todos ellos era artículo de fe la defensa incuestionable de Israel como bastión de la democracia y la civilización occidentales contra el Islam y el comunismo. Muchos, aunque no todos los principales neocons (según ellos se nombran), son judíos, pero bajo la presidencia de Bush han dado la bienvenida al apoyo extra de la derecha cristiana que, aunque rabiosamente pro-Israel, es también profundamente antisemita (es decir, estos cristianos, muchos de ellos bautistas sureños, creen que todos los judíos del mundo deben reunirse en Israel para que el Mesías venga de nuevo a la Tierra; entonces los judíos que se conviertan a la cristiandad se salvarán, mientras el resto será condenado a la perdición eterna).
La siguiente generación de neo-cons, gente como Richard Perle, Dick Cheney, Paul Wolfowitz, Condoleezza Rice y Donald Rumsfeld, es la que empuja a la guerra contra Irak, por lo que dudo mucho que se pueda disuadir a Bush de dicha causa. Colin Powell es muy cauteloso como figura, está muy interesado en salvar su carrera y es un hombre de tan pocos principios que no representa amenaza alguna a este grupo que recibe apoyo en las páginas editoriales de The Washington Post, de docenas de columnistas y corifeos en medios como CNN, CBS y NBC, y en semanarios nacionales que repiten los mismos clichés acerca de la necesidad de difundir la democracia estadunidense y pelear la causa justa. No importa cuántas guerras haya que emprender por el mundo.
No he podido detectar traza de lo anterior en Europa. Tampoco existe esa letal combinación de dinero y poder a gran escala que pueda controlar las elecciones o la política nacional a voluntad. Recuérdese que George Bush gastó más de 200 millones de dólares para ser electo hace dos años, y que incluso el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, gastó 60 millones para su elección: ésta no parece una democracia a la que otras naciones deseen aspirar, mucho menos emular. Pero la situación es aceptada sin crítica por lo que parece ser una enorme mayoría de estadunidenses que equiparan todo lo anterior con libertad y democracia, pese a los obvios inconvenientes.
Como en ningún otro país en el mundo actual, el control en Estados Unidos se ejerce fuera del alcance de la mayoría de los ciudadanos; las grandes corporaciones y los grupos de cabildeo hacen su voluntad, y la soberanía "del pueblo" deja muy poca oportunidad para disentir o emprender cambios políticos reales. Tanto demócratas como republicanos, por ejemplo, votaron por darle a Bush un cheque en blanco para la guerra, con tal entusiasmo y lealtad sin cuestionamiento que no hay duda de que nadie reflexionó la decisión. La posición ideológica, común a casi todo mundo en el sistema, es que Estados Unidos es lo mejor; sus ideales, perfectos; su historia, sin mácula; sus acciones y su sociedad tienen los más altos niveles de logro y grandeza humanos. Argumentar contra esto -si fuera posible- es ser "no estadunidense", culpable del pecado capital de antiamericanismo, derivado no de la crítica honesta, sino del odio al bien y la pureza.
No sorprende entonces que Estados Unidos nunca haya tenido una izquierda organizada o un partido de oposición real, como sí ocurre en Europa. La sustancia del discurso estadunidense divide todo en blanco y negro, bien y mal, lo nuestro y lo de ellos. Es tarea de vida lograr un cambio en esta dualidad maniquea que parece haber petrificado su dimensión ideológica para siempre.
Eso mismo sienten muchísimos europeos: aunque ven a Estados Unidos como protector y como quien los salvó alguna vez, su abrazo los avergüenza y molesta también. Por eso la entusiasta posición pro estadunidense de Tony Blair me sorprende, tal vez por ser extranjero. Me conforta saber que, para su propio pueblo, Blair parece una aberración aburrida, un europeo que decidió obliterar su propia identidad en favor de esta otra, representada por el lamentable señor Bush. Tendré tiempo todavía para ver si Europa logra recuperar la cordura y asumir el papel de contrapeso a Estados Unidos, que por su historia y tamaño merece jugar. Mientras tanto, la guerra se aproxima inexorablemente.
Traducción: Ramón Vera Herrera