VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
La vieja Europa

18 de noviembre del 2002

Guerra social

Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique
Traducido para Rebelión por Rocío Anguiano Pérez

Tras los acontecimientos del 11 de septiembre y la guerra de Afganistán, los ciudadanos tienen la sensación de encontrarse inmersos en un mundo dominado por la violencia política y el terrorismo. Desde hace más de un año, a base de imágenes terribles y de testimonios alucinantes, los grandes medios de comunicación siembran el terror mostrando atentados estremecedores, explosiones sangrientas, tomas de rehenes espectaculares...
No pasa una semana sin que se vierta un doloroso tributo de sangre, de Israel a Bali, de Karachi a Moscú, de Yemen a Palestina, dando así la impresión de que el planeta esta siendo barrido por el huracán de una especie de nuevo conflicto mundial – la "guerra contra el terrorismo internacional" – todavía más atroz que los precedentes. Y en el cual la posible guerra contra Irak sólo sería un episodio más.
Esta impresión es falsa. En contra de lo que parece, la violencia política no ha estado nunca tan apagada. Las revueltas y las insurrecciones de orden político, las guerras y los conflictos rara vez han sido tan escasos y aunque no le guste a los medios de comunicación el mundo está en calma, tranquilo, ampliamente pacificado.
Para convencerse sólo hay que comparar el paisaje geopolítico actual al de hace veinticinco o treinta años. Los grupos radicales contestatarios partidarios de la lucha armada han desaparecido prácticamente en su totalidad. Y la mayoría de los conflictos de alta y baja intensidad que causaban cada año, en todos los continentes, miles de muertos se han terminado.
Casi todas las luchas encendidas por la perspectiva marxista de construir un mundo mejor están realmente apagadas o a punto de extinguirse. A escala mundial, apenas queda una decena de puntos conflictivos: Colombia, País Vasco, Chechenia, Oriente Próximo, Costa de Marfil, Sudán, Congo, Cachemira, Nepal, Sri Lanka, Filipinas. Claro que un nuevo partidario de la lucha armada -el islamismo radical- ha hecho su aparición y ocupa actualmente el candelero de la escena mediática, pero sus acciones, por muy espectaculares que sean, no deben ocultar lo esencial: las luchas políticas armadas son cada vez más raras.
¿Supone esto que no hay otras formas de violencia en marcha? Evidentemente, no. Empezando por la violencia económica que ejercen, bajo el impulso de la globalización, los dominantes sobre los dominados.
Las desigualdades alcanzan dimensiones insospechadas. Literalmente indignantes. La mitad de la humanidad vive en la pobreza, más de un tercio en la miseria, 800 millones de personas padecen malnutrición, casi mil millones siguen siendo analfabetos, mil quinientos millones carecen de agua potable, dos mil millones no disponen todavía de electricidad...
Y, por increíble que parezca, esta enorme cantidad de damnificados permanece políticamente en calma. Esta es incluso una de las grandes paradojas de nuestra época: hay más pobres que nunca y menos rebeldes que nunca.
¿Esta situación puede prolongarse? Es poco probable. Sin duda debido al agotamiento del marxismo como motor internacional de la revuelta social, el mundo pasa por una especie de transición entre dos ciclos de revoluciones políticas. Y ahora que las injusticias son más escandalosas que nunca, se observa que otras formas de violencia alcanzan ya dimensiones paroxísticas. En particular, la violencia de los pobres contra los pobres y algunas formas primitivas de revuelta (1) que se expresan mediante la delincuencia, la criminalidad, la inseguridad, y que, en todas partes, no sólo en Francia, adquieren los rasgos característicos de una verdadera guerra social.
En América Latina y en otras zonas del planeta, hace treinta años, un joven que encontraba un revolver se enrolaba en una organización que practicara la lucha armada con el fin de cambiar el rumbo de la humanidad. Hoy, un joven que se encuentra un revolver pensará antes que nada en él y sintiéndose victima de la ruptura del contrato social por parte de los dominantes, romperá a su vez ese contrato atacando un banco o robando en una tienda. Desde el principio de la gran crisis económica en diciembre de 2001 y de la pauperización masiva de la clase media, el índice de "delincuencia" en Argentina de ha multiplicado por cuatro.
En Brasil, uno delos países con más desigualdades del mundo – en el que los electores han votado masivamente a favor del "candidato de los pobres" Inacio "Lula" da Silva- la guerra social ha alcanzado proporciones insólitas. En la ciudad de Río, entre 1987 y 2000, murieron por herida de bala más menores de 18 años que en el conjunto de conflictos de Colombia, Yugoslavia, Sierra Leona, Afganistán, Israel y Palestina. Así, en el transcurso de esos trece años, en el conflicto árabe-israelí han muerto mil jóvenes; en el mismo periodo, 3937 menores eran asesinados en la ciudad de Río (2).
Ante esta ola ascendente de lo que los medios de comunicación llaman "inseguridad", muchos países –México, Colombia, Nigeria, Sudáfrica, etc.- llegan a gastar más en controlar esta guerra social que en su propia defensa nacional. Brasil, por ejemplo, dedica el 2% de su riqueza anual (PIB) al ejercito, y más del 10,6% a proteger a los ricos de la desesperación de los pobres.
La gran lección de la historia de la humanidad es esta: los seres humanos acaban siempre por rebelarse ante el agravamiento de las desigualdades. La actual escalada, tanto en el Sur como en el Norte, de la delincuencia y la criminalidad –que a veces no son otra cosa que la manifestación primitiva y arcaica de la agitación social- constituyen un síntoma indiscutible de la exasperación de los más pobres ante la injusticia del mundo. No se trata aún de violencia política. Sin embargo, todos presentimos que se trata de un compás de espera. ¿Hasta cuándo?.
Notas
(1) Véase Eric J. Hobsbawn, Les primitifs de la révolte dans l'Europe moderne, Fayard, Paris, 1966
(2) El País, Madrid, 11 de septiembre de 2001