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La lucha continúa

Crónica del estallido de la bronca argentina

La batalla de Plaza de Mayo

Cristián Alarcón/Resumen Latinoamericano

Esto es la rebelión: la ciudad encendida, hecha un fuego por las columnas que han sido expulsados de la plaza, como de tantas partes. Muchos del trabajo, otros de sus casas, o de hoteles familiares, o del club, del almuerzo y la cena, de la educación, del disfrute, de la vida digna. Pues ellos se rebelaron. Lo hicieron sin conducciones, por el fervor de ocupar la calle y dar combate con rudeza. Entonces, de a miles, por todo el centro de la ciudad, estallaron con una bravura olvidada. Fueron mujeres, muchas mujeres, con sus chicos; jóvenes incansables; parejas que escapan de la mano para no perderse en la multitud, huyendo de los gases; hombres de traje que han perdido el saco y llevan la camisa mojada como un pañuelo en la cara; músicos de bandas de rock, de cumbia, del Colón; motoqueros haciendo retroceder a la policía mejor que sus enormes caballos; una maestra jardinera herida en una pierna, gritando que los odia, que los odia. Y parándose, volviendo a correr, para intentar recuperar la plaza. Sabiendo, tal vez a esa hora, que en estos combates han asesinado a cinco jóvenes, entre ellos ese muchacho al que ella vio desangrarse sobre el cemento, con una bala 9 milímetros en la cabeza que salió del interior de un banco amenazado en Avenida de Mayo y Chacabuco, el HSBC.
La mayoría de los manifestantes de ayer, aquellos que sólo conocían la represión en las canchas o en los recitales, aprendieron a pelear durante una jornada que largó con palos y caballos sobre los cuerpos de las Madres en la ronda de los jueves. Y contra el de algunos fotógrafos, un gremio que tuvo su propio enfrentamiento con la Policía Federal, que cada vez que pudo pegarles, lo hizo con rabia. No en vano a la madrugada un grupo de reporteros gráficos había evitado que avanzara una tanqueta contra un centenar acorralado en avenida Rivadavia abriendo sus brazos en cruz, dejando colgar las máquinas en los torsos, quedándose inmóviles. Ayer, pasada la una de la tarde, en la plaza se amontonaba otra vez la protesta. Los golpes a las Madres fueron algo así como el peor pecado. Al menos eso decía a este cronista Mónica Cabrera, una psicóloga de la UBA, de 35 años, que había dejado a su hija con una hermana cuando la tomó la indignación de ver "lo brutales que pueden ser estos animales".

Sangre en las venas

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