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Argentina: La lucha continúa

El 20 de diciembre en Buenos Aires

Por Marcelo Leonardo Levinas *

Ese día pareció que el tiempo se había detenido, pero la sensación no era la de habernos vuelto eternos; en cierto sentido, lo que sucedió fue exactamente lo contrario, porque el futuro, la semana que vendría, el día siguiente y hasta la misma noche de ese 20 de diciembre, parecían indefinidos e inimaginables. La angustia era la sensación; parecía haber invadido la ciudad como un gas invisible. Angustia no es depresión. La depresión, al menos, posee un contenido; la angustia, en cambio, es vacía, es una baldosa sin apoyo que ni siquiera cae; se queda estática. Nos sentíamos extraños en nuestra propia ciudad. Mirábamos las mismas calles y las mismas esquinas, un edificio corriente o una plaza conocida y no podíamos comprender por qué todo eso permanecía en el mismo lugar y en medio de esa situación flotante, sin definición. El dinero, por ejemplo, parecía un recuerdo. Como el viejo Estado, protector de escuelas y hospitales, del petróleo argentino, del agua y el gas evaporados; se había esfumado. En realidad el Estado estaba vacío a no ser de funcionarios y policías, políticos y gobernantes. Ellos nos atacaban en una batalla desigual. La ciudad sólo parecía tener un pasado que, en el vacío de la angustia, estaba oculto detrás del tiempo. Parecía haber servido de habitáculo de otros habitantes, idos o aún sin arribar. Hubiese podido decirse de Buenos Aires -inspirados en alguna frase de Bertrand Russell referida, en general, al mundo- que había sido creada hacía sólo unos minutos, dotada de una humanidad que intentaba recordar un pasado ilusorio. Porque la incredulidad y la bronca lloraban a la ciudad amada, como si se la estuviese despidiendo, reconocida sólo como si hubiese sido una ilusión de los hombres y mujeres que habían perdido la esperanza. La ciudad no servía. Se había paralizado; los comercios eran concavidades vacías, los bancos habían cerrado o a lo sumo estaban vigilados y semiabiertos. Atendíamos, incrédulos, a que el gobierno no le exigiese a los bancos extranjeros devolver los depósitos, después de que ellos lucrasen tantos años pagando tasas de interés mucho menores invocando una supuesta garantía de sus casas matrices. En la ciudad parecía haber estallado una bomba neutrónica invertida, que en lugar de dejar las cosas tal como ellas habían sido y matar a la gente, o dejar los comercios y matar a sus dueños y clientes o eliminar a los ahorristas y dejar el dinero, había hecho desaparecer el sentido de las cosas y a las cosas mismas, como si ellas, y no los hombres, hubiesen muerto dejando desprotegida a la gente habitando un espacio vacío. Podía haberse dudado de que alguna vez Buenos Aires existiera. Es que el tiempo se había detenido, producto de alguna orden de De la Rúa. Ése era el único tipo de orden que podía impartir el presidente: un no hacer nada, un mantenerse en una inercia enervante y reaccionaria, contribuyendo a la desaparición del bien común.
Aunque no, él también podía promulgar una ley o fijar un decreto que involucionase el tiempo: un descuento de salarios, algún superpoder para un ministro, un megacanje, un corrallito donde encerrar el dinero para que con él un jubilado, que no tuviese tiempo de esperar, no pudiera comprar sus medicamentos para sobrevivir. Bajaba la esperanza de vida por decreto; si era el Congreso el que lo hacía, lo hacía a través de una ley. La gente podía hacer muy pocas cosas. Algunos, a media mañana, regresaron a sus casas; otros fantaseaban, para bien o para mal, con futuros saqueos, seguramente orquestados, como los del día anterior. Sin embargo, otros quisieron hacer por fin algo distinto: defenderse sin saber bien de qué; defenderse de esa nada. Lo obligado era atacar la realidad del despojo exigiendo que el gobierno se cayese.
Se nos enseñó que si un león entra en una habitación, dispondremos de tres mecanismos de defensa: huir, negarlo o atacarlo. Muchos optaron por enfrentar y matar a ese león suelto en la ciudad extraña; lo personificaron en un ministro. Un león maligno y destructor. El rechazo era ciclotímico, porque atacar a ese gobierno y pretender que cayese, era como combatir contra algo que, en cierto sentido no existía, y que cuando existía asumía la faz perversa de la decisión más imprevistamente antipopular, peor que la peor imaginable, la más reaccionaria posible con respecto al interés común.
El león contraatacaba en la ciudad convertida en un estado de sitio. Era difícil atacar a ese animal que nos reprimía con las mismas garras de la vieja dictadura y encima preguntarse para qué arriesgarse a morir. Para vencer... ¿Y que venga quién o qué...? Lo cierto es que mucha gente, lejos de querer negarse o huir, peleó con la obstinación y la inconsciencia de la bronca: oficinistas, motoqueros, estudiantes, obreros, familias, marginados.
Estaban, también, los que a pocos pasos de Plaza de Mayo o del obelisco (donde después continuaron los incidentes hasta que de la Rúa renunció) veían por la televisión de un bar, lo que sucedía a pocos metros; en algunos casos a menos de cien metros. Eran espectadores típicos, esos que están y ven desde el preciso lugar y sólo registran o analizan. Me pregunto si esta actitud no fue la predominante, padeciendo de esa manera el vacío, la angustia, los que estaban convencidos de que ya era imposible algo más, convencidos de que debían ser otros los que tenían que arriesgar sus vidas enfrentando a la policía del león hambriento e insaciable.
Pero los incidentes de Plaza de Mayo y del obelisco, llenaron el vacío con un poco de esperanza, como el cacerolazo de la noche anterior del 19, e inició un extraordinario programa de protesta que se continuó en la recuperación de fábricas, en los movimientos piqueteros y en las asambleas barriales. La sensación que nació ese día, como consecuencia culminante de la obra devastadora menemista de destrucción de la seguridad social, de los servicios de Estado, de la seguridad en las calles, del alfabetismo, de la seguridad laboral, de la alimentación garantizada en el primer exportador de alimentos per cápita del mundo - fue una sensación de "basta" pero a la vez -y debemos reconocerlo- de un "no sabemos qué vendrá".
¿Los muertos del 20 fueron en vano? Todo es en vano, a menos que el tiempo nos muestre lo contrario. Hoy, sumidos en la depresión, ya no en la angustia, habitamos la misma ciudad un poco más viva, un poco más Buenos Aires; ya no en la incertidumbre, sino con la certeza de que todo se ha ido a la mierda. No sabemos si hemos tocado el fondo, no sabemos si iremos a levantarnos, pero podemos, no obstante, creer que quizás ese 20 de diciembre de 2001 nos mostró, como un mazazo, lo que no debería repetirse: ni el verso de la deshonra, ni la mentira, ni la corrupción enmascarada. Aún estamos lejos de recordar esa fecha como el inicio de un tiempo distinto. Pero la depresión, por lo menos, puede imaginar la esperanza. Dentro de ella podemos sentir la esperanza de que alguna vez aquella Buenos Aires de la angustia, de su feroz represión y de sus muertos, no haya sido algo en vano.

*Físico, filósofo y novelista. Es director del Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires, e investigador del CONICET.