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Latinoamérica

6 de agosto del 2003

Lula y el espejo argentino

Atilio A. Boron
Rebelión
El Brasil se enfrenta a una coyuntura crítica de su historia: un partido de izquierda llega al gobierno con una amplia legitimidad popular y cristalizando las esperanzas de las grandes mayorías nacionales que anhelan un giro radical en las políticas implementadas en los últimos años. Dichas políticas tuvieron como consecuencia la postración económica, la profundización de la dependencia externa y la pauperización y exclusión social de grandes sectores de la sociedad brasileña. Pese a las enormes expectativas que el gobierno Lula levantó no sólo en Brasil sino en toda América Latina ese cambio todavía no se ha producido. Por el contrario, lo que se observa es una profundización de la orientación que había sido impuesta por los gobiernos que le precedieron, llegándose inclusive a exagerar algunos de sus rasgos más característicos como, por ejemplo, la política de las altas tasas de interés. Las viejas políticas continúan con renovados bríos, mientras que las nuevas, como la del "hambre cero", todavía no alcanzan a nacer. En su campaña electoral Lula insistió en que la esperanza debía vencer al miedo. Lamentablemente, hasta ahora al menos, el absurdo temor a las eventuales represalias del mercado ha vencido a la esperanza encarnada en la figura del presidente obrero.

Como argentino, latinoamericano y, muy especialmente, como un irreductible "brasileñófilo" quisiera dar a conocer unas pocas reflexiones que pienso podrían ser de alguna utilidad en la discusión sobre el futuro económico y social del Brasil.

Creo que es de la mayor importancia que el debate sobre las políticas más apropiadas para honrar las promesas electorales formuladas por Lula y el PT tomen nota de algunas enseñanzas que nos deja la historia reciente de la Argentina. Las diferencias existentes entre nuestros países no son tan grandes como para pensar que nada puede aprender uno del otro. Y en una coyuntura como la actual pienso que los brasileños deberían mirarse con mucha atención en el espejo de la Argentina. Hace muchos años que, por ejemplo, parece haber una "compulsión a la repetición" por parte de las autoridades económicas del Brasil que pareciera llevarlas inexorablemente a emular cuanta tontería se ensaye de este lado del Río de la Plata. Esto ocurrió cuando nosotros adoptamos el Plan Austral, poco después imitado en Brasil bajo el nombre de Plan Cruzado; volvió a ocurrir cuando Domingo F. Cavallo inventó la convertibilidad y estableció una demencial paridad de uno a uno entre el peso y el dólar, sólo para encontrarse con imitadores aún más alienados en el Brasil que fijaron un tipo de cambio de 0,80 centavos de real por dólar, algo que, al igual que lo que acontecía en la Argentina, era mucho más cercano a la alucinación que a un razonamiento económico serio. Como la Argentina no podía sostener esa paridad absurda Cavallo y sus sucesores debieron recurrir a tasas de interés cada vez más exorbitantes para atraer los capitales externos necesarios para mantener el hechizo. Finalmente se produjo lo inevitable, ocasionando el derrumbe del sistema financiero, el "corralito", y la más profunda y prolongada crisis económica de la historia argentina. De paso, el gobierno que había llevado estas políticas al paroxismo pagó un precio muy caro por su temeridad: las grandes movilizaciones del 19 y 20 de diciembre de 2001 acabaron con De la Rúa, Cavallo y el gobierno de la Alianza. Vistas las cosas desde la Argentina las políticas que está siguiendo ahora el Brasil, con tasas de interés fenomenalmente elevadas en un mundo en donde se está prestando dinero a menos del tres por ciento anual, parecen inspirarse en las mismas ocurrencias -puesto que no eran ideas serias- que ocasionaron el colapso económico y financiero de la Argentina. Ojalá que en el Brasil reaccionen a tiempo y eviten la repetición del desenlace argentino.

Pero aparte de estos inquietantes paralelos hay otras cosas que me preocupan todavía más. Releyendo los diarios de la época de Menem, en los años noventa, uno se encuentra con el mismo tipo de elogios y alabanzas que hoy se le prodigan a Lula. Los aduladores son los mismos: el establishment financiero mundial, el Director Gerente del FMI, el Presidente del Banco Mundial, el Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, la Casa Blanca, los líderes del G-7, la prensa financiera internacional, los grandes especuladores financieros, los CEOs de los conglomerados monopólicos, etcétera. Lo que hoy dicen de Lula es lo mismo que decían de Menem: que era un gobernante valeroso, que había abandonado sus ideas trasnochadas signadas por el populismo y el intervencionismo estatal, que demostraba prudencia y sensatez en el manejo del presupuesto público, que había aprendido a leer correctamente las señales de los mercados, que había superado el irracional temor populista a la globalización. También elogiaban su celo "reformista" en materias previsionales, en la apertura de los mercados, en la desregulación financiera, y en la privatización de las empresas públicas. Sus llamamientos a "modernizar" el sindicalismo y a "desideologizar" las negociaciones obrero-patronales fueron recibidos con un coro de aplausos, así como sus iniciativas, felizmente frustradas, de arancelar la universidad pública. En resumen: la misma gente y los mismos argumentos de ayer, dirigidos a Lula y el gobierno del PT. Esa gente y su inmenso aparato propagandístico repetían a diario que la Argentina iba por el buen camino, que era un modelo a imitar, que su futuro estaba asegurado y muchas otras mentiras por el estilo. Cuando se produjo la debacle todos estos personajes se llamaron a silencio y culpabilizaron a los argentinos por el desastre. Sería bueno que en Brasil tomaran nota de esta lección. Las alabanzas de los pilares del actual desorden internacional no suelen dar buenos consejos a los gobiernos consagrados por el voto popular.

Si quiere ser fiel no sólo a sus promesas electorales sino también a algo mucho más importante, su identidad histórica, el PT en el gobierno tiene que abandonar definitivamente las políticas neoliberales que, lamentablemente, inspiran su gestión gubernativa. Entre muchas otras razones, sobre las cuales la literatura en la materia aporta una batería impresionante de argumentaciones y evidencias empíricas, porque dichas políticas no sirven para crecer ni mucho menos para redistribuir. Con ellas Brasil jamás va a progresar, y seguirá siendo uno de los países más injustos del planeta. No es sólo mi opinión. Es también la de la mayoría de los más grandes economistas del Brasil y del mundo, y es inconcebible suponer que todos ellos estén equivocados mientras que algunos pocos que se sientan en los despachos oficiales de Brasilia tienen toda la razón. Según el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz las recetas del FMI no funcionan, y la evidencia internacional que proporciona en su último libro es abrumadora. En ninguna parte del mundo estas políticas permitieron salir de la crisis y encaminar a los países por la senda del crecimiento económico y la justicia distributiva. ¿Habrá de producirse un milagro en el Brasil? En la Argentina de hace unos años se decía que "Dios es argentino". Espero que en el Brasil nadie diga la misma tontería.

Cuando uno pregunta a los amigos en el gobierno por qué Brasil no ensaya otra política, la respuesta parece calcada de los manuales de las escuelas de negocios de los Estados Unidos: necesitamos ganarnos la confianza de los inversionistas internacionales, precisamos que vengan capitales externos y tenemos que respetar una muy estricta disciplina fiscal, porque de lo contrario el "riesgo país" se iría a las nubes y nadie invertiría un dólar en este país. No hacen falta demasiados esfuerzos para demostrar la insanable fragilidad de esta argumentación. Si hay un país que tiene todas las condiciones para ensayar exitosamente una política post-neoliberal en el mundo, ese país es Brasil. Si Brasil no puede, ¿quién podría? ¿El Ecuador de Lucio Gutiérrez? ¿Un eventual gobierno del Frente Amplio en el Uruguay? ¿Un posible gobierno de Evo Morales en Bolivia? La Argentina, lo dudo, salvo que hubiera condiciones internacionales sumamente favorables. Brasil, en cambio, lo tiene todo: un inmenso territorio, toda clase de recursos naturales, una gran población, una estructura industrial de las más importantes del mundo, una sociedad flagelada por la pobreza pero con un elevado grado de integración social y cultural, una elite intelectual y científica de primer nivel mundial y una cultura exuberante y plural. Además, Brasil tiene capitales suficientes y una base tributaria potencial de extraordinaria magnitud pero que aún permanece inexplorada debido a la fortaleza de los dueños del dinero que han vetado cualquier iniciativa al respecto.

El corolario del "posibilismo conservador" es el inmovilismo: nada se puede cambiar, ni siquiera en un país de las condiciones del Brasil. Si no, aseguran algunos funcionarios de Brasilia, las penalizaciones que sufriríamos por abandonar el consenso económico dominante serían terribles, y liquidarían al gobierno Lula. Nuevamente, una atenta mirada a la historia económica reciente de la Argentina puede ser aleccionadora. La Argentina cultivó el "posibilismo" intensamente, desde los días de Alfonsín hasta los momentos de la hecatombe final. Luego del derrumbe, el presidente Duhalde perdió más de un año en estériles e inconducentes negociaciones con el FMI que de nada sirvieron, pero que revelaban la pertinaz presencia del "posibilismo" en la Casa Rosada. Ese fantasma todavía se agita en la política argentina, y si bien hay algunos signos alentadores como, por ejemplo, las nuevas regulaciones que limitan los movimientos de los capitales especulativos, los peligros de una recurrencia a esa suicida política son demasiado grandes como para pasar desapercibidos. El falso realismo del "posibilismo" condujo a la Argentina a la peor crisis de su historia, al encadenar la política y el estado a los caprichos y la codicia de los mercados. Por otro lado, cuando no tuvo otra opción que declarar un default desprolijo y atropellado las cosas no por ello empeoraron. Antes no venían capitales, ahora tampoco. Pero el ensayo tímidamente heterodoxo puesto en marcha a partir del default, sobre todo en los últimos meses, tuvo como consecuencia una módica reactivación de la economía y la demostración práctica de que aún un país más débil y vulnerable que el Brasil puede volver a crecer si hace oídos sordos, cualesquiera que sean los motivos, a los (malos) consejos que el FMI le prodigara durante décadas y del tan mentado apoyo de la "comunidad financiera internacional". ¿Por qué debería Brasil seguir las políticas que le dictan los principales promotores de la interminable sucesión de crisis y recesiones que afectan a las economías de casi todo el mundo? ¿Qué economista serio -y hablo de economistas, no de voceros de los lobbies empresariales disfrazados de economistas- puede creer que es posible crecer y desarrollarse induciendo la recesión mediante tasas de interés exorbitantes y reduciendo el gasto público, contrayendo el mercado interno, aumentando la desocupación, frenando la expansión del consumo, facilitando la operación de los capitales golondrinas, abrumando con impuestos indirectos a los más pobres mientras se subsidia a los más fuertes y se consagra el derecho a veto tributario de los grandes monopolios?

Es posible que muchos de mis amigos en Brasilia me den la razón pero digan que por ahora no se puede hacer otra cosa. Que ahora es necesaria la estabilización, y que el tiempo de las reformas llegará después. Gravísimo error. El presidente Lula no tiene por delante tres años y medio. Tiene, como máximo, ocho o nueve meses de gobierno efectivo. Concretamente, hasta que finalicen los carnavales de 2004. Luego de eso no podrá tomar ninguna iniciativa seria, y mucho menos de naturaleza genuinamente reformista. La permanente labor de desgaste a que se habrá visto sometido le impedirá siquiera comenzar a transitar por el camino de las transformaciones estructurales que la sociedad brasileña reclama desde hace tanto tiempo. La derecha, envalentonada por sus vacilaciones y sus concesiones, dispondrá de una correlación de fuerzas mucho más favorable que ahora. Sus poderosos lobbies, sus organizaciones empresariales, sus medios de comunicación de masas y sus conexiones internacionales con los "perros guardianes" del capital financiero internacional opondrán una barrera formidable contra cualquier crepuscular tentativa de promover una política progresista. Si hasta ahora la derecha se ha contentado con utilizar, exitosamente por cierto, las tácticas del "halago y la seducción" para domesticar al gobierno de Lula, nada indica que si cambian las circunstancias -por ejemplo, si Brasilia decidiera adoptar otras políticas- sus mentores vayan a abstenerse de apelar a sus métodos favoritos del "apriete y la extorsión" como los que le aplican a Chávez y como los que produjeron el colapso de la economía chilena durante el gobierno de Salvador Allende. En tal caso Lula no sólo tendría que lidiar con una oposición mucho más fuerte. Su poder relativo se habrá reducido debido a la desmoralización de su propio partido y la desilusión de los millones de brasileños que confiaron en sus promesas electorales y que, al cabo de un tiempo, se encuentran con las manos vacías. Cuando llegue el momento de luchar contra los causantes de esa gigantesca frustración que es hoy el Brasil, uno de los capitalismos más injustos del mundo, su propia coalición estará irreparablemente dañada por la desconfianza y la frustración. Si las fuerzas conservadoras saben muy bien los privilegios que necesitan defender y cómo hacerlo, y no vacilan en llevarlo a la práctica, las grandes masas populares tienen frente a sí un panorama mucho más confuso. No saben adónde quiere llevarlas el gobierno ni hasta qué punto éste estará dispuesto a librar una batalla para construir el nuevo Brasil que ellas anhelan. Por eso es un error fatal suponer que queda mucho tiempo por delante. El tiempo juega en contra de los adormecidos reformistas de Brasilia y a favor de sus adversarios, porque "el partido del orden" acrecienta su fuerza cada día que pasa mientras que las fuerzas sociales emergentes se debilitan a medida que transcurre el tiempo y nada cambia. Los primeros se fortalecen ideológica, anímica y organizativamente; los segundos se confunden, desmoralizan y desorganizan. Es fácil predecir el resultado de una lucha en donde los contendores se presentan tan desigualmente equipados.

Sucesivos presidentes argentinos optaron por gobernar tranquilizando a los mercados y satisfaciendo puntualmente cada uno de sus reclamos. Las voces de los grandes capitales y del FMI resonaban atronadoramente en Buenos Aires, y el gobierno no perdía un minuto en responder a sus mandatos. Los resultados están a la vista. Es cierto que no hay parangón alguno entre una figura tan entrañable como Lula y un personaje del submundo de la política como Menem o un inepto como De la Rúa. Tampoco hay paralelismo alguno entre el partido justicialista o la Alianza (esa insípida mezcla de diletantismo radical y oportunismo frepasista) y el PT, una de las construcciones políticas más importantes a nivel mundial. Pero ni un liderazgo respetable ni un gran partido de masas garantizan el rumbo correcto de una experiencia de gobierno. Durante el apogeo del estalinismo se decía que el líder y el partido eran infalibles. Hoy, por suerte, ya nadie cree en eso. Y un análisis concreto de la situación concreta, como se decía en otros tiempos, nos deja sumamente preocupados acerca del futuro del Brasil. Nos duele decirlo, pero estamos convencidos de que Lula y el gobierno del PT están avanzando por el camino equivocado, al final del cual no se encuentra una nueva sociedad más justa y democrática sino una estructura capitalista más injusta y menos democrática que la anterior y, por añadidura, mucho más violenta. Un país en donde, al final de este proceso, la dictadura del capital, revestida con un etéreo ropaje pseudo-democrático, será más férrea que antes, demostrando que George Soros tenía razón cuando le aconsejaba al pueblo brasileño no molestarse en elegir a Lula porque de todos modos gobernarían los mercados. Y, ya se sabe, los mercados no gobiernan democráticamente ni se preocupan por la justicia social. Sería conveniente pues ahorrarle al Brasil los horrores que el "posibilismo" y la política de "apaciguamiento de los mercados" produjo en la Argentina contemporánea. Mis amigos en Brasilia deberían estudiar cuidadosamente lo ocurrido en mi país y, sobre todo, dejar definitivamente atrás ese viejo hábito de copiar nuestros fracasos.