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Latinoamérica

10 de junio del 2003

Los ladrones de la democracia

Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
Sucede con la democracia una circunstancia poco común. Todos nos sentimos eufóricos con las conquistas sociales y políticas de contenido universal. Hacemos nuestras batallas de otros y quitamos el protagonismo a los verdaderos hacedores de los triunfos. Amparados en el dicho "la victoria tiene muchos padres y la derrota es huérfana", falseamos la realidad con el fin de no ser identificados como parte de la reacción. Veamos.

En Chile casi todos los implicados en el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 diluyen la responsabilidad en su lucha contra la democracia identificando el caos como el verdadero culpable del levantamiento. Para la Democracia Cristiana, que votó sin fisuras el 22 de agosto de 1973 en el pleno del Congreso la ilegitimidad del gobierno de Salvador Allende, no hay contradicción entre ese hecho y ser defensora de los valores democráticos. Sus líderes insisten en ser demócratas, a pesar de que la historia no avala dicha afirmación para Frei, Ailwyn y la casi totalidad de sus dirigentes. Con su decisión abrieron la puerta a una de las más sangrientas tiranías del siglo xx. Tras los años de dictadura, siguen argumentando que defendieron la democracia, antes al favorecer el golpe, posteriormente al manifestar su rechazo a Pinochet, y ahora para consolidar la transición. Demócratas ayer, hoy y siempre. Pero busquemos otro ejemplo menos "sangrante" para no herir sensibilidades.

Tomemos el derecho a ejercer el voto de forma libre, universal, secreta, personal e intransferiblemente. Como práctica es una realidad generalizada para todo adulto, hombre o mujer, letrado o iletrado y pertenezca a etnia o pueblo indígena, al menos en el contexto latinoamericano y occidental. Cosa diferente es su praxis en condiciones de represión o bajo estado de excepción. En cualquier caso, desde una perspectiva genérica nos congratulamos de su existencia y nos subimos al carro de la victoria. La conquista del voto es uno de los avances más destacados de la democracia representativa. Es más, ahora lo patrocinan por vía electrónica. Los niveles de abstención no cambian la consideración positiva de dicho derecho universal. Si por alguna casualidad emergen detractores, prefieren el anonimato y tienen miedo de expresar su disconformidad en público. Cuando, por algún desliz acontece, el infractor sufre la reprimenda y el rechazo de la colectividad. Si acaso ejerce representación pública, seguramente estará obligado a disculparse o dimitir si la presión social es significativa. En esta lógica, si realizamos un barrido histórico y buscamos en enciclopedias, libros de ciencia política o sociología electoral, el derecho al voto aparece y se entiende como un triunfo de la civilización occidental en su conjunto. En la literatura ad hoc no encontraremos, salvo excepciones, como de costumbre, las instituciones, los personajes y las organizaciones opuestas a la universalización del derecho de voto durante el periodo de consolidación del mundo burgués en el siglo xix y principios del xx. Todas las trabas para su ampliación son adscritas a fuerzas oscuras nunca identificables. Ello es claro en el movimiento sufragista. De esta manera se difuminan los contornos de las luchas democráticas. Parece ser que existe un consenso bastardo para no diseccionar los procesos políticos y sociales de contenido democrático. Pocos quieren introducir el escalpelo. Tal vez porque al hacerlo estén abriendo un cuerpo lleno de sorpresas nada agradables a los ojos de los defensores de la democracia sin adjetivos.

Sin embargo, la totalidad de los actuales espacios democráticos reconocidos en los ordenamientos constitucionales -nos referimos a los derechos civiles, políticos, económicos, culturales o étnicos- son expresión directa de las reivindicaciones de las clases sociales subalternas, dominadas, explotadas o de las etnias y sectores marginales que han tenido que pagar con sus mártires el reconocimiento formal de dichas reivindicaciones. Nada es gratis en el mundo de las mercancías y la democracia es un bien que no se encuentra en el mercado. Su origen se ubica en el orden político y por ende en la lucha por la igualdad y la justicia social. Ambas hacen referencia a la configuración de la ciudadanía reflexiva y responsable. El mercado no construye demócratas, tampoco produce orden democrático. Para quienes duden de esta afirmación llamo la atención a la multitud de batallas con el gentío en las calles, en las fábricas, el campo o el parlamento demandando las ocho horas laborales, el descanso dominical, el derecho al desempleo, la maternidad pagada, la seguridad social, la educación gratuita, el derecho a huelga, de negociación colectiva y el salario mínimo. Ejemplos significativos a los que agregaríamos hoy la lucha por la defensa del planeta más allá del eufemístico desarrollo sustentable.

En otras palabras y con el fin de provocar, ¿por qué dar a otros el adjetivo de demócratas cuando en los hechos se han alineado en el campo contrario? No han jugado en favor de la democracia. Cosa diferente es que sepan capitalizar sus derrotas presentándose ante la sociedad como lo que no son: defensores de los ideales democráticos. Si aceptamos esta propuesta, deberemos construir una estatua a los empresarios como los personajes más destacados en la defensa de los derechos democráticos de los trabajadores y la cogestión. Asimismo debemos otra estatua a la Iglesia por luchar contra la intolerancia religiosa, la libertad de culto y la educación laica. También construir un monolito a la burguesía por su denodado afán en la búsqueda de igualdad y justicia social en el marco de los derechos de ciudadanía a participar en el proceso de toma de decisiones. Lugar destacado cabría a las fuerzas armadas por defender la paz y el proceso de desmilitarización. Todo lo antes dicho deberá acompañarse de un decálogo del demócrata. Decálogo necesario para no confundir la buena voluntad que precede a la gente de bien con los pobres, miserables y marginados, cuyo objetivo es levantar calumnias e insidias desestabilizadoras a la propia democracia, insultando a sus verdaderos hacedores.

En un mundo al revés los ladrones de la democracia terminan concitando para sí su libertad. La verdad es que la han secuestrado hasta hacer imperceptible su desaparición. En definitiva, la democracia no ha sido, ni es, la forma de dominación ejercida por la burguesía y las elites empresariales; por el contrario, han sido sus verdugos. Sin embargo, al apropiarse de su historia y de su devenir producen la falsa idea de formar parte de su lucha. En realidad, la democracia se integra al desarrollo y evolución de las clases, etnias y sectores sociales dominados y explotados. Cualquier otra interpretación cae en el terreno de la falsedad de la historia cuando hablamos de las luchas por la democracia.