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Latinoamérica

31 de marzo del 2003

Hasta los huevos

Rebelión

América se ha olvidado de que el país que ahora bombardea era aún, hace muy poco tiempo amigo suyo, de que recibía su ayuda militar y adquiría los excedentes de su propio ejército, de que contó con su apoyo y con la "asesoría" de la CIA cuando reprimió violentamente las aspiraciones separatistas de las minorías étnicas en el norte, y de que hubo un tiempo en el que sus dirigentes se retrataban sin ningún pudor dando la mano a su bigotudo líder —a un presidente democráticamente elegido que entonces no suscitaba tantos recelos en América—. Es cierto que todo eso cambio por culpa del comportamiento injustificable de aquel régimen, por su creciente nacionalismo y militarismo y, finalmente, por la invasión de una parte del territorio de su vecino del sur. Quizás sea verdad que el endurecimiento del régimen era cada vez más notable y que el partido único encarcelaba cada vez con más frecuencia a los opositores, que estos eran torturados, que se censuraban cada vez más los medios de comunicación, y se perseguía a los informadores. También es verdad que el régimen estaba llevando a sus propios ciudadanos —a la mayoría de los cuales había reducido ya a la indigencia y mantenía sometidos a su propia ignorancia, dominados y embrutecidos por su gigantesco aparato de propaganda— a una situación que, tarde o temprano —como mucho dentro de veinte o treinta años habría acabado provocando una catástrofe humanitaria—. Pero somos muchos los que seguimos pensando, a pesar de todo, que nada puede justificar el bombardeo de Madrid. Ni siquiera la invasión de la Isla de Perejil y el incumplimiento subsiguiente por parte de España de las demandas de los Inspectores de que José María Aznar se asomase en calzoncillos a un balcón del Palacio de Oriente y bailase la Macarena para demostrar su disposición a colaborar con las Naciones Unidas, y a dejarse de una vez tratar por sus Psiquiatras.

Hoy cuando vemos que han caído otros dos misiles sobre otro mercado de la capital, ahora al lado de la Gran Vía, en el Mercado de los Mostenses, después de que hace unos días quedase arrasado el Mercado de la Cebada, ahora que vemos a los niños españoles sangrando entre las naranjas de Valencia y los tomates de Murcia nos damos cuenta de que estábamos en lo cierto cuando —negándonos a seguir ciegamente a nuestra líder en el exilio Trinidad Jiménez— nos seguíamos oponiendo a una intervención militar de los Estados Unidos bajo mandato de la ONU para derrocar a Aznar. Por Dios. Nada puede justificar esto. El Palacio de la Moncloa ha dejado de existir. La mayor parte de la Universidad Complutense donde yo estudié ha quedado destruida como un efecto colateral más de estos primeros bombardeos encaminados a descabezar al régimen. La Facultad de Filosofía donde enseñaron Don José Ortega y Gasset, Doña María Zambrano, ha desaparecido para siempre. El Palacio Real, ante cuya puerta se iniciaron las revueltas del dos de Mayo está ahora mismo ardiendo todavía. Ni siquiera me puedo creer aún que ya nunca más vaya a poder pasear por el Madrid de los Austrias, por el barrio de Latina, escondiéndome del sol. La gente corre asustada por la Calle del Carmen cuando suenan las alarmas buscando refugio en metro de Callao, pero no todos llegan a tiempo, y las bombas que destruyen la Casa de Correos de la Puerta del Sol, y el reloj en el que hasta ahora habíamos visto venir los años nuevos, alcanzan a los dirigentes del Partido que aún no han podido abandonar el edificio, a los que han sido lo suficientemente dignos para quedarse.

Cuando se van los aviones tratamos de sacar de entre los escombros a algunos de nuestros diputados regionales que seguían allí intentando organizar la distribución de alimentos desde el único sitio en el que todavía había líneas telefónicas. Entonces nos enteramos de que han caído dos misiles en el Mercado de los Mostenses, donde comprábamos mi mujer y yo cuando vivíamos en la Calle de San Bernardo, porque era el mercado más barato de Madrid. Han muerto sesenta personas.

Ya es imposible que no conozcamos a alguno. Oímos por la radio, a través de una de las emisoras adictas al régimen, que al menos el Hotel Glamour sigue sin ser alcanzado por ningún proyectil y que sus inquilinos continúan resistiéndose heroicamente a abandonarlo. Pocholo nos dirige unas palabras a través de las ondas que nos devuelven la esperanza y nos recuerdan que aún hay cordura en este mundo.

Según parece, en Irak —ese país con el que una vez, creo que estuvimos en guerra— la gente sale a las calles y se manifiestan masivamente en contra de los bombardeos de Madrid a pesar del apoyo dado a los mismos por los líderes impuestos allí tras la invasión americana. Tamara, después de agradecer estos gestos, condena la violencia en la que han derivado algunos de esos actos en Irak, y nos recuerda que la protesta es legítima, pero no la violencia, que podemos llegar hasta los huevos pero no hasta las piedras. "Hasta los huevos" repite Aramis Fuster, "sólo hasta los huevos" insiste Pocholo. Pero en Madrid ya no hay huevos, ¡Están bombardeando los mercados, por el amor de Dios! Nos están bombardeando hasta los huevos.