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Latinoamérica

Uribe: Una idea desafortunada y extravagante

Nils Castro ALAI-AMLATINA, Panamá.

Hace poco, una columna de paramilitares colombianos cruzó la frontera panameña y asesinó a los caciques de dos aldeas de indígenas kuna y a sus colaboradores inmediatos. En la provincia selvática del Darién, este fue el cuarto asalto de su tipo que las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) han cometido últimamente. Las ejecuciones tuvieron lugar porque las víctimas se negaron a que sus comunidades abandonen la zona, que los kunas consideran el lugar sagrado donde su pueblo surgió.
La impunidad de los paramilitares se ha incrementado, pues hace dos años las guarniciones de la policía panameña evacuaron el área, así convertida en tierra de nadie. Incidentes parecidos ocurren en las zonas limítrofes que Colombia comparte con Ecuador, Perú, Venezuela y Brasil. Sin embargo, estos países disponen de ejércitos nacionales para custodiar sus respectivas fronteras, mientras que Panamá carece de fuerzas armadas desde que éstas fueron eliminadas tras la invasión estadunidense de 1989.
Así, la región del Darién no sólo está abierta a los merodeadores de las AUC, sino también al tráfico de armas, cocaína y migrantes. Al noreste de la frontera darienita queda, precisamente, la zona de Urabá --cuna del paramilitarismo colombiano--, uno de los corredores por donde la cocaína sale al Caribe. Al sureste, la zona de Juradó, de donde llega la mayor parte de los refugiados que huyen de las zonas de combate situadas en la costa del Pacífico.
Cerca de la frontera hay poca actividad guerrillera, pues el área es intrincada y de escasa población. Pequeños grupos de las FARC ocasionalmente cruzan al lado panameño en busca de descanso temporal o de algún modesto alimento que comprarle a los indígenas.
En ese paraje tan aislado, este es prácticamente el único mercado al que se le pueden vender unos plátanos.
Pero los paramilitares incursionan para aterrorizar a sus habitantes y aislar a la guerrilla, despejando el territorio para otros fines. Por su parte, el gobierno panameño no se ha ocupado de proteger a sus pobladores: al cabo, Darién es una provincia de exigua importancia electoral.
Los efectos transfronterizos de la violencia colombiana son cada vez mayores. Aparte de que Bogotá ha perdido el control de extensas porciones del país, parte de su política contrainsurgente es forzar a los países vecinos a involucrar a sus fuerzas armadas en el conflicto. Como señaló un observador mexicano de las pasadas negociaciones de paz, el gobierno colombiano procura realizar su guerra con los ejércitos de otros.
Por ello los recientes reclamos panameños de que las autoridades colombianas pongan orden en su lado de la frontera resultan inútiles. Bogotá piensa que si Panamá no tiene ejército bien puede pedir el retorno de las tropas norteamericanas. Esto es, convertirse en una plataforma del Plan Colombia, como ya sucede en el caso de la base de Manta, en Ecuador. Pero involucrar a los vecinos no es una forma de ganar la guerra, sino de extenderla.
En últimas fechas, el presidente Álvaro Uribe ha ido aún más allá. En el discurso que leyó en Davos, demandó que su país reciba un tratamiento similar al de Irak, solicitando que enseguida de la próxima guerra las fuerzas expedicionarias se muden del Golfo a Colombia.
Extraordinaria situación: mientras gran parte del mundo procura evitar la hecatombe, Uribe pide que se la sirvan a domicilio. No en balde el ex canciller colombiano Augusto Ramírez Ocampo --quien participó en el Grupo de Contadora, fue mediador en El Salvador y aboga por la solución negociada del conflicto colombiano- tildó esa peligrosa ocurrencia de "desafortunada" y "extravagante".