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XIII Cumbre Iberoamericana en Bolivia


25 de noviembre del 2003

Latinoamérica, cerrando el ciclo neoliberal

Augusto Zamora R.


Pasó una nueva cumbre iberoamericana, y van trece, sin otro más resultado tangible que la creación de una secretaría permanente, con más boato que contenido. Puede que lo más señalado de la cumbre haya sido el lugar de celebración, Bolivia, último de los países latinoamericanos en ser escenario de dos hechos de sorprendente repetición. De una parte, la sublevación popular contra políticas neoliberales respondida por el gobierno con un baño de sangre. De otra, como resultado de la sublevación, la renuncia obligada del presidente de la república y su huída precipitada al exterior, el turno ahora de Sánchez de Losada. A Losada le precedieron los presidentes de Brasil (el primero en la lista), Ecuador (por dos veces), Guatemala, Paraguay, Perú y Argentina. Estos dos fenómenos se han ido convirtiendo, para pasmo de los grupos políticos tradicionales y de los países que los apoyan, en la nueva forma de lucha en una Latinoamérica desolada por la desigualdad, el atraso y el estancamiento de la economía y las sociedades. Sorprendente en una región que fue la primera en independizarse de las metrópolis y dos de cuyos países -Argentina y Chile- figuraban entre los más ricos del mundo a principios del siglo XX.

Otros hechos acontecidos después de la cumbre anterior han modificado de forma inesperada el paisaje regional. Se trata de las victorias electorales de Gutiérrez en Ecuador y, sobre todo, de Lula en Brasil y de Kirchner en Argentina, los países con más peso en Sudamérica y que son la espina dorsal del MERCOSUR. Ambos quieren fortalecer el MERCOSUR, han relanzado sus relaciones con Cuba, se han opuesto al unilateralismo de la superpotencia y desconfían del proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que promueve EEUU y que no pudo despegar en la recién finalizada reunión de Miami. Los triunfos de Gutiérrez, Lula y Kirchner deben sumarse al de Chávez en Venezuela y al ascenso de Carlos Mesa en Bolivia. Todos ellos han tenido, como denominador común de sus victorias, el apoyo de los movimientos sociales que han surgido espontáneamente en la última década, abriendo vías de esperanza a los pueblos de una región sumida en la peor crisis de su historia reciente.

Y es que, sin que nadie lo anuncie oficialmente, Latinoamérica protagoniza un fin de ciclo, el de las democracias neoliberales o democracias rituales, que prosperaron desde principios de los 80 como sustitutivas de las dictaduras neofascistas que asolaron la región durante décadas. Apoyadas por los países ricos y bendecidas por el FMI, estas democracias iniciaron su andadura con enormes expectativas, aupadas por el colapso del socialismo real y el fin de la lucha guerrillera. Pronto se desvanecieron las esperanzas, enterradas por las políticas antisociales, el saqueo de las riquezas nacionales y la corrupción. Las recuperadas libertades no trajeron bienestar económico sino miseria, desempleo y degradación política, todo lo cual dio el tiro de gracia a unas economías que arrastraban una crisis crónica.

Desde los años 50, Latinoamérica ha vivido un declive incesante, pasando de ser una región de futuro a no avizorar ninguno, con la tan citada excepción de Chile. Su participación en la economía mundial pasó del 8% en 1960 al exiguo 4% del presente, en tanto la pobreza afecta al 43,4% de su población, según el último informe de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Esta comisión informó también que el PIB por habitante se mantendrá estancado en un 2% por debajo del nivel de 1997, con lo que la región ha completado un (otro) sexenio perdido. Un resultado natural considerando que las oligarquías gobernantes, carentes de sentido de Estado y sometidos desde hace un siglo a la hegemonía de EEUU (con la singularidad irritante de Cuba), se limitaron a aplicar las políticas económicas y sociales trazadas por el imperio, con resultados catastróficos para sus países. Ocupados en cumplir con los requerimientos impuestos desde fuera y en acumular beneficios, estos gobiernos nunca tuvieron como prioridad ofrecer alternativas de desarrollo a sus países y de ese limbo fueron bajados por las rebeliones populares.

Unas rebeliones que se iniciaron en el señalado año 1989, que vio la caída del muro de Berlín, con la explosión social conocida como "el caracazo", cuando decenas de miles de pobladores de las chabolas que rodean Caracas invadieron la ciudad y asaltaron tiendas, supermercados y comercios. El gobierno ordenó una represión brutal que se saldó con centenares de muertos y marcó el principio del fin de la democracia ritual venezolana. Hugo Chávez declaró después que fue la matanza de pobres lo que determinó su decisión de rebelarse contra el decrépito sistema político existente, bautizado pomposamente como "la más sólida democracia latinoamericana". Omitían comentar que era también la más corrupta de todas, pues en su haber tenía la desaparición de más de 250.000 millones de dólares recibidos por ingresos petroleros, de los que aún hoy nadie sabe dar cuenta.

Las rebeliones populares serían inexplicables sin las privatizaciones salvajes de los años 80 y 90, presentadas por los profetas del neoliberalismo como el remedio a todos los males de la región. Estas privatizaciones desembocaron en un festín escandaloso y en la propagación de la corrupción a extremos obscenos, cuyo único resultado visible fue el desmantelamiento de unas economías que emergían agotadas de la "década perdida" que fue los 80. En Perú, por citar un ejemplo, de los 9.221 millones de dólares que debía percibir el Estado por las privatizaciones, sólo ingresaron 543 millones. Eso sí, centenares de miles de trabajadores fueron despedidos y la desindustrialización y la descapitalización alcanzaron niveles devastadores. Al festín privatizador se apuntaron las multinacionales, en lugar destacado las españolas, que compraron a precio de saldo las empresas estatales más rentables. Objetivo principal fueron los servicios públicos -comunicaciones, transporte, energía, agua... - que garantizaban una recuperación rápida de las inversiones sin exigir mayores gastos. La gente veía azorada que bienes y beneficios que antes fluían a las arcas estatales ahora pasaban a engrosar el patrimonio de multinacionales y oligarquías.

No imaginaron estas empresas el papel que les tocaría desempeñar, de espoletas del despertar de las luchas sociales. Dueñas de los servicios básicos, las tarifas aumentaban sin cesar mientras los salarios caían en picado. Los gobiernos, cegados en su papel de simples administradores de intereses extranjeros, no calcularon las consecuencias que tendría el desprecio rampante hacia la penuria general. Las explosiones sociales agarraron desprevenidos a propios y extraños, confiados en que el fracaso de la izquierda en los 90 seguiría manteniendo aplacado al creciente pobreterío. Hoy, aprendida la lección y entendiendo que una elección no garantiza el cargo, son pocos los que insisten en cerrar los ojos ante la miseria. Por ese motivo, Kirchner congeló las tarifas de los servicios públicos (para escándalo de las empresas españolas que los controlan), mientras la última explosión social, que dejó nueve muertos esta vez en Dominicana, impide olvidar que la paciencia popular no es infinita y que recurrir a la represión y la sangre ya no aplaca las rebeliones.

Este es, quizás, el rasgo que más caracteriza la Latinoamérica del nuevo siglo. Una región que ha salido de la modorra y el conformismo de los 90 para echarse a la calle a exigir políticas que respondan a las necesidades de los pueblos. Desaparecido el comunismo como justificación de los crímenes sin fin que se cometieron en pasados años, los pueblos han encontrado en las luchas callejeras su medio más efectivo de responder a los inoperantes gobiernos que salen de las democracias rituales, a todas luces incapaces de resolver los graves problemas de la desigualdad y el atraso. Han demostrado, en cambio, una capacidad pasmosa hacia la corrupción y el desgobierno. El presidente de la paupérrima Nicaragua cobra tres salarios por 25.000 dólares mensuales (el presidente de EEUU cobra 20.000), por 60 dólares que recibe un maestro. Carlos Menem, en Argentina, conducía un Ferrari de 300.000 dólares mientras el país se hundía.

La XIII Cumbre Iberoamericana se hizo eco de esta nueva situación, con una inusual declaración que recuerda, con las salvedades del caso, los postulados sociales que yacen fosilizados en la Carta de la Organización de Estados Americanos desde 1948. Una profesión de buenas intenciones que difícilmente pasará de ahí. Con todo, es aleccionador que dicha declaración reconozca que las demandas sociales insatisfechas "constituyen una amenaza a la gobernabilidad democrática", es decir, que amenazan la subsistencia de las democracias rituales y el sistema de privilegios y expolio que sustentan. Una declaración con sabor a Lula y Kirchner, autores del Consenso de Buenos Aires que, en palabras del ministro argentino de Exteriores, es el "acta de defunción de esas políticas neoliberales que quebraron las economías y profundizaron la pobreza y la exclusión en Latinoamérica".

En tal sentido es significativa una encuesta recogida por The Economist este mes de noviembre en la que, aunque una mayoría sigue considerando la democracia como sistema de gobierno preferible a otros, crece el número de quienes creen que, en ciertas circunstancias, haría falta un gobierno autoritario. La encuesta refleja también un rechazo general a las privatizaciones y una creciente aversión hacia EEUU. Dato paradójico, pues la dependencia comercial con ese país alcanza cotas históricas. Según el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), un 45,6% de las exportaciones y un 55% de las importaciones tienen como destino u origen EEUU. El SELA señala la tendencia de que el incremento del comercio con EEUU es correlativo con un descenso de los intercambios con Europa. Así, las exportaciones de Latinoamérica a Europa occidental bajaron del 27% en 1990 al 15% en 2000, periodo en el que las exportaciones a EEUU ascendieron del 46% al 55% señalado.

Como ocurre en todo proceso de transición, las señales son contradictorias y el final incierto. De lo que no cabe duda es de que la región ha emprendido un proceso de cambio y transformaciones, que resultan impostergables, hacia sistemas que combinen democracia política y democracia económica, libertades civiles y justicia social. Los países ricos tienen también un papel que jugar ante los cambios en marcha, pues sus multinacionales se verán, tarde o temprano, afectadas. No vale insistir en discursos anacrónicos como el de Aznar, alabando un neoliberalismo que los pueblos rechazan. Las transformaciones son inevitables y cuanto mayor sea la resistencia, más ásperos serán sus resultados. Como se vio en Bolivia, la paciencia hacia las democracias rituales se ha agotado. Ya era hora, vale decir.
Augusto Zamora R.
Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales
en la Universidad Autónoma de Madrid
a_zamora_r@terra.es