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Latinoamérica

24 de enero del 2003

Artículos de limpieza
El diente roto

Gonzalo Fragui

A los seis años, Juan, junto con un grupo de granujas, quiso quedarse con toda la plastilina del salón, pero no pudo. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Fernández.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el herido diente de la avaricia.

Pasó el tiempo y los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, decidieron mandarlo a estudiar ingeniería petrolera en el Exterior.

A su regreso, los padres quedaron estupefactos con la súbita transformación de Juan. Era otro. Entonces lo pusieron de gerente en PDVSA, donde se encontró de nuevo con sus antiguos compañeros, y esta vez también quisieron quedarse con todo, sólo que ahora se trataba de la riqueza de un pueblo.

Pero Juan actuaba extraño, no era feliz. Mientras más tenía, más sufría.

Más poder, más dolor. Lo tenía todo, pero siempre quería tener más. Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de su alma, Juan acariciaba las ansias de fortuna.

-El niño no está bien –decía la madre al marido-; hay que llamar al médico.

Llegó el doctor gesticulante y panzudo y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora –terminó por decir el sabio después de un largo examen-, su hijo está mejor que una manzana podrida. Lo que sí es indiscutible –continuó con voz misteriosa-, es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, es un genio.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor Escarrá, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en El Cafetal y en todo el este de Caracas se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama aumentó como una bomba de gasolina en tiempos de escasez.

Hasta el rector Gianetto, que lo había tenido por el más lerdo de sus amigos, se sometió a la opinión general, por aquello de que la voz de los medios es voz del cielo.

Quien más, quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo de cómo nos viene a veces la genialidad: Demóstenes, por ejemplo, comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Lusinchi bebía whisky desde niño, Edison, en fin, etc.

Creció Juan Fernández en medio de libros abiertos que no leía, distraído por la tarea de acumular dinero, armar triquiñuelas contra los que ganaban más que él, en inventar empresas de servicio, adueñarse de la petrolera, adueñarse del país, sin pensar.

Pero un día, todos los habitantes de ese país se dieron cuenta de que eran accionistas originarios de una de las empresas más fabulosas del mundo, y pidieron información, y se organizaron, y quisieron participar mínimamente de las ganancias, y aunque eran felices con lo poco que tenían quisieron garantizar el futuro y la felicidad de sus hijos.

Entoces, Juan, de hombre callado tornóse en saboteador y pendenciero.

Apareció luego todas las noches por la televisión, mientras crecía su reputación de hombre sabio y "profundo", y algunas damas vestidas de negro no se cansaban de alabar el maravilloso talento de Juan.

Pasaron semanas y meses, y Juan se acicalaba todas las noches para la rueda de prensa, pero cada vez había menos peneodistas, y la única cámara que le quedó fue la cámara de tortura de su soledad, y su única fortuna fue la de escaparse del país, sin pagar por sus delitos, y cuentan que últimamente lo han visto en Miami disputándose con unos exiliados cubanos la basura de Estados Unidos.